Lo que María ha dado a Jesús
Por Dom Columba Marmion
Lo que María ha dado a Jesús. Por su «fiat», la Virgen aceptó dar al
Verbo una naturaleza humana; es la Madre de Cristo; en virtud de esto,
entra esencialmente en el misterio vital del Cristianismo.
¿Qué ha dado María a Jesús?
Le ha dado, permaneciendo ella Virgen, una naturaleza humana.
- Es éste un privilegio único que María no comparte con nadie
[Nec primam similem visa est, nec habere sequentem. Antíf. de Laudes de Navidad].
El Verbo podría haber venido al mundo tomando una naturaleza humana
creada ex nihilo, sacada de la nada, y ya perfecta en su organismo, como
fue formado Adán en el Paraíso terrenal. Por motivos que sólo conoce su
sabiduría infinita, no lo hizo.
Así, al unirse al género humano, quiso el Verbo recorrer, para santificarlas, todas las etapas del
desarrollo humano; quiso nacer de una mujer.
Pero lo que admira en este nacimiento es que el Verbo lo subordinó, por decirlo así, al consentimiento de esa mujer.
Vayamos en espíritu a Nazaret, para contemplar ese espectáculo
inefable. El ángel se aparece a la doncella virgen; después de
saludarla, le comunica su embajada: «He aquí que concebirás en tu seno y
parirás un hijo, y le darás por nombre Jesús; sera grande y será
llamado Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin». María pregunta al
ángel cómo ha de obrarse esto, siendo ella virgen (Lc 1,34).
Gabriel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el santo que nacerá de ti
será llamado Hijo de Dios». Luego, evocando como ejemplo a Isabel, que
había concebido a pesar de su esterilidad pasada, porque así le plugo al
Señor, el Angel añade: «Para Dios nada es imposible»; puede, cuando lo
quiere, suspender las leyes de la naturaleza.
Dios propone el
misterio de la Encarnación, que no se realizará en la Virgen más que
cuando ella haya dado su consentimiento. La realización del misterio
queda en suspenso hasta la libre conformidad de María. En ese instante,
según enseña Santo Tomás, María nos representa a todos en su persona; es
como si Dios aguardase la respuesta del género humano, al cual quiere
unirse
[Per annuntiationem exspectabatur consensus virginis loco totius humanæ naturæ. III, q.30, a.1].
¡Qué instante aquel tan solemne, ya que en aquel momento va a
decidirse el misterio vital del Cristianismo! San Bernardo, en una de
sus más hermosas homilías sobre la Anunciación (Hom. IV, super Missus
est, c.8), nos presenta todo el género humano, que ha millares de años
espera la salvación, a los coros angélicos y a Dios mismo, como en
suspenso aguardando la aceptación de la joven Virgen.
Y he aquí
que María da su respuesta: llena de fe en la palabra del cielo,
entregada enteramente a la voluntad divina que acaba de manifestársele,
la Virgen responde con sumisión entera y absoluta: «He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1,38).
Este
Fiat es el consentimiento dado por María al plan divino de la Redención,
cuya exposición acaba de oír; este Fiat es como el eco del Fiat de la
creación; pero de él va a sacar Dios un mundo nuevo, un mundo
infinitamente superior, un mundo de gracia, como respuesta a esa
conformidad; pues en ese instante el Verbo divino, segunda persona de la
Santisima Trinidad, se encarna en María: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn
1,14).
Verdad es, como acabamos de oírlo de la boca misma del
ángel, que ningún concurso humano intervendrá, pues todo ha de ser santo
en la concepción y el nacimiento de Cristo; pero cierto es también que
de su sangre purísima concebirá María por obra del Espíritu Santo, y que
el Dios-Hombre saldrá de sus purisimas entrañas. Cuando Jesús nace en
Belén, ¿quién está allí reclinado en un pesebre?
Es el Hijo de
Dios, es el Verbo que, «permaneciendo Dios» [Quod erat permansit.
Antífona del Oficio del 1º de enero], tomó en el seno de la Virgen una
naturaleza humana. En ese niño hay dos naturalezas bien distintas, pero
una sola persona, la persona divina; el término de ese nacimiento
virginal es el Hombre-Dios; «El ser santo que nacera de ti será llamado
Hijo de Dios»
(Lc 1,35); ese Hombre Dios, ese Dios hecho hombre,
es el hijo de María. Es lo que confesaba Isabel, llena del Espíritu
Santo: «¿De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a
visitarme?» (ib. 43). María es la Madre de Cristo, pues al igual que las
demás madres hacen con sus hijos, formó y nutrió de su sustancia
purísima el cuerpo de Jesús. Cristo, dice San Pablo, fue «formado de la
mujer». Es dogma de fe. Si por su nacimiento eterno «en el esplendor de
la santidad» (Sal 109,3), Cristo es verdaderamente Hijo de Dios, por su
nacimiento temporal es verdaderamente Hijo de María. El Hijo único de
Dios es también Hijo único de la Virgen. Tal es la unión inefable que
existe entre Jesús y María; ella es su Madre, El es su hijo. Esa unión
es indisoluble; y como Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios que vino
a salvar al mundo, María, de hecho, está asociada íntimamente al
misterio vital de todo el Cristianismo. Lo que constituye el fundamento
de todas sus grandezas es el privilegio especial de su maternidad
divina.