domingo, 28 de febrero de 2021

LAS DULZURAS DE DIOS. San Alfonso María de Ligorio

 COMENTARIO AL EVANGELIO

II Domingo de Cuaresma

San Alfonso María de Ligorio


DEL PARAÍSO

Domine, bonum est noc hic esse.

Señor, bueno es estarnos aquí

(Matth. XVII, 4)

En el presente Evangelio se lee, que queriendo un día nuestro divino Salvador dar a sus discípulos una idea de la belleza del Paraíso, para animarles a trabajar por la gloria divina, se transfiguró en presencia de ellos, y les hizo ver la belleza de su semblante. San Pedro, entonces, al sentir una alegría y una dulzura tan inexplicable, exclamó diciendo: Domine, bonum est noc hic esse. «Señor, detengámonos en éste sitio, no nos vayamos de aquí, porque vuestra vista sola me consuela más que todas las delicias de la tierra». Hermanos míos, trabajemos el tiempo que nos queda de vida para el Paraíso, que es bien tan grande, que Jesucristo quiso ofrecer su vida en la cruz para abrirnos tal entrada en él. Sabed, que la mayor pena que atormenta a los condenados en el Infierno es la de haber perdido el Paraíso por su culpa. Los bienes que hay allí, sus delicias y alegrías, y sus dulzuras, pueden conquistarse; más no se pueden explicar ni comprender. Solamente pueden comprenderlas aquellas almas felices que las están gozando. Digamos, sin embargo, lo poco que de ellas puede decirse humanamente, apoyándonos en la santa Escritura.

1. El Apóstol dice: «Ni ojo alguno vió, ni oreja oyó, ni en el corazón del hombre cupo jamás lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman»: Oculus non vidit, nec auris audivit, neque in cor hominis ascendit, quœ prœparavii Dominus iis, qui diligunt illum. (I. Cor. II, 9). En este mundo no podemos tener idea de otros bienes que los temporales de que gozamos por medio de los sentidos. Pensemos, pues, que el Paraíso es bello como lo es una campiña en tiempo de primavera, cuando el campo y los árboles están floridos, y vuelan y cantan las avecillas en torno nuestro. O como un jardín lleno de flores y de frutas, rodeado de fuentes y arroyuelos que serpentean por doquier. Cualquiera al verse en estos sitios, dice: «¡Que Paraíso tan delicioso!» Empero, ¡cuanto exceden a estas bellezas las bellezas y delicias del Paraíso! Escribiendo acerca de esto San Bernardo, dice: «Si quieres comprender, ¡oh mortal! las cosas que hay en el Paraíso, sepas que en aquella patria feliz no hay nada que pueda desagradarte, y que se halla todo en ella que puedas desear». Si este mundo puede presentarnos algunas cosas que lisonjean nuestros sentidos, ¡cuantas cosas nos presentan también que nos afligen! Si nos place la luz del día, nos entristece la oscuridad de la noche: si nos complace la amenidad de la primavera y del otoño, nos aflige el frío del invierno y el calor del estío. Juntad a esto las penas que nos acarrean las enfermedades, las persecuciones de los hombres, las incomodidades de la pobreza. Juntad también las angustias del espíritu, los temores, las tentaciones del demonio, la ansiedad de la conciencia, la incertidumbre de la salvación eterna.

2. Pero, desde el punto que los justos entran en el Paraíso, cesan todos esos afanes: Absterget Deus omnem lacryman ab oculis eorum: Dios enjuga de sus ojos todas las lágrimas que derramaron mientras permanecieron en la tierra. Y para ellos no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor: «porque las cosas de antes son pasadas» (Apoc. XXI, 4 y 5). En el Paraíso no hay muerte, ni temor de morir; no hay dolores, ni enfermedades, ni pobreza, ni incomodidades, ni vicisitudes, ni frío, ni calor: sólo hay allí un día eterno siempre sereno, una primavera continua siempre florida y deliciosa. No hay persecuciones y envidias; porque todos se aman eternamente, y cada cual goza del bien del otro como si fuere propio suyo. Tampoco hay allí temor de perderse, porque el alma confirmada por Dios en la gracia divina, no puede ya pecar ni perder a Dios.

3. Totum est quod velis: «En el Paraíso se encuentra cuanto podemos desear»: Ecce nova facia omnia: Todo es nuevo allí: las bellezas, las alegrías, las delicias, y todo saciará nuestros deseos. Se saciará la vista, viendo aquella ciudad de Dios tan magnífica y hermosa. ¡Qué placer sería para nosotros ver una ciudad, cuyas calles fuesen de cristal, las casas de plata, y las ventanas de oro, y estuvieran todas adornadas con flores más fragantes y exquisitas! Pero ¡cuanto más bella que ésta será la ciudad esplendorosa del Paraíso! La belleza de los ciudadanos dará nuevo realce a la la belleza de la ciudad: todos ellos visten como reyes, porque todos lo son en realidad, como dice San Agustín: Quot cives, tot reges. ¡Que placer será mirar a la Reina María Santísima, que se dejará ver más bella que todos los demás habitantes del Paraíso! ¡Que placer será ver después la belleza de Jesucristo! Apenas vió Santa Teresa una mano de nuestro divino Redentor Jesús, se quedó absorta de contemplar tanta belleza. El olfato se saciará de perfumes, pero de perfumes del Paraíso. El oído se saciará de armonías celestes. San Francisco oyó una vez al instrumento que tañía un ángel, y casi murió de gozo. ¿Que será, pues, oír cantar a los santos y a los ángeles las alabanzas del Creador del Cielo y Redentor de los hombres? In sæcula sæculorum laudabunt te: «Alabarte han por los siglos de los siglos» (Ps. LXXXIII, 5). ¿Qué será, oír cantar a María alabando a Dios? San Francisco de Sales, dice que la voz de María será semejante a la de un ruiseñor en un bosque, que canta más dulcemente que los demás pajarillos que se oyen alrededor. Finalmente, en el Paraíso se hallan cuantas delicias podemos desear e imaginar.

4. Empero, las delicias que hemos considerado hasta aquí son los menores bienes que hay en el Paraíso. Su delicia principal consiste en amar y ver a Dios cara a cara: Totum quod expectamus, dice San Agustín, duœ sylabæ sunt, Deus. El premio que Dios nos promete, no es solamente la belleza, la armonía y los otros bienes de aquella feliz ciudad, sino el mismo Dios, que se deja ver de los bienaventurados, como dijo el Señor a Abraham: Ego ero merces tua magna nimis. Yo soy tu galardón sobremanera grande. (Gen. XV, 1). Escribe San Agustín, que «si Dios dejase ver a los condenados su belleza, el mismo Infierno se convertiría repentinamente en un Paraíso»: Continuo infernus ipse in amænum converteretur paradisum (Lib.de Tripl. habil. tom. 9). Y añade que si se permitiese a un alma salida de este mundo la elección, o de ver a Dios, y de sufrir las penas del Infierno, o de no verle y quedar libre de ellas, elegiría antes ver a Dios y sufrir aquellas penas, que no verle y librarse de ellas: Elegiret potius videre Dominum, et esse in ilis pænis.

5. Los goces del espíritu aventajan a los goces de los sentidos. El amar a Dios, aún en ésta vida, es una cosa tan dulce, cuando se comunica a las almas a quienes Dios ama, que bastan para elevar de la tierra hasta sus mismos cuerpos. San Pedro de Alcántara tuvo una vez un éxtasis amoroso tan fuerte, que abrazándose a un árbol, le levantó en alto, arrancándole de raíz. Es tan extraordinaria la dulzura del divino amor, que los santos mártires no sentían los tormentos que padecían y alababan al Señor. Por eso escribe San Agustín, que estando San Lorenzo sobre el fuego en las parrillas, el ardor del amor divino no lo dejaba sentir el ardor del fuego. Aún a los pecadores que lloran sus culpas les hace Dios sentir tanta dulzura, que es superior a todos los placeres de esta tierra; y por eso dice San Bernardo«Si tanta dulzura causa llorar por Ti, ¿qué dulzura no producirá el gozar de Ti?» Si tam dulce est flere per te, quid erit gaudere de te?

6. ¿Cuánta dulzura no experimenta un alma a la cual Dios manifiesta en la oración su bondad, las misericordias que ha usado con ella, y, especialmente, el amor que le manifestó Jesucristo en su Pasión? Entonces se siente derretir en el amor divino. Es verdad, que en este mundo no vemos a Dios sino como un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara: Videmus nunc per seculam in ænigmate: tunc autem facie ad faciem (I. Cor. XIII, 12) ¿Que sucederá, pues, cuando se levante este velo y podamos verle cara a cara? Entonces contemplaremos toda su belleza, todo su poder, todas sus perfecciones, todo el amor que nos tiene.

7. Nescit homo, utrum amore an odio dignus sit: «No sabe el hombre si es digno de amor o de odio» (Eccl. IX, 1) La mayor pena que aflige en este mundo a las almas que aman a Dios, es el temor de no amarle y no ser amadas de Él: pero en el Paraíso el alma está segura de que ama y de que es amada por Dios. Ve que el Señor la tiene abrazada con grande amor, y que éste no se ha de acabar jamás. Este amor crecerá entonces con la convicción que tiene de lo mucho que la amó Jesucristo, cuando se ofreció en sacrificio por ella en el ara de la cruz, y se convirtió en manjar en el sacramento de la Eucaristía. Entonces verá juntas con toda claridad las gracias que Dios le ha hecho, y todos los auxilios que le ha otorgado para preservarla del pecado y atraerla a su amor: verá, que aquellas tribulaciones, aquella pobreza, aquellas enfermedades y persecuciones, que ella creía desgracias, no fueron otra cosa que amor y medios de que se valió la divina Providencia para conducirla al Paraíso. Verá todas las inspiraciones amorosas y las misericordias que Dios usó con ella, después que ella le despreció con sus pecados. Verá todas las inspiraciones amorosas y las misericordias que Dios usó con ella, después que ella le despreció con sus pecados. Verá, desde el monte feliz del Paraíso, tantas almas condenadas en el abismo del Infierno, menos culpables que ella, y se alegrará de verse salva y segura de no poder ya perder a Dios.

8. Los placeres de este mundo no pueden saciar nuestros deseos: al principio lisonjean nuestros sentidos, pero se van embotando poco a poco, y ya no nos causan ilusión. Al contrario, los bienes del Cielo sacian siempre, y dejan perfectamente contento el corazón como dice el real Profeta: Satiabor cum apparuerit gloria tua. (Psal. XVI, 15) Y aunque sacian plenamente, siempre parecen nuevos, como si fuese la primera vez que se experimentan: siempre deleitan, siempre se desean, y siempre se obtienen. San Gregorio dice, que la saciedad acompaña al deseo: Desiderium salietas comitatur. (Lib. XVIII, Mor. c, 18). De manera que el deso no engendra en los escogidos el fastidio, porque siempre queda satisfecho; y la saciedad no engendra el disgusto, porque va siempre unida al deseo: por lo que el alma estará siempre saciada, y siempre deseosa de aquellos goces. De donde se sigue, que así como los condenados son vasos llenos de ira, como dice el Apóstol: Vasa iræ (Rom. IX, 22), así los bienaventurados son vasos llenos de misericordia y de alegría, de suerte, que no tienen más que desear: Inebriabuntur ab ubertate domus tuæ: quedarán embriagados con la abundancia de tu casa, (Psal. XXXV, 9). Entonces sucederá, que viendo el alma la belleza de Dios, se inflamará y embriagará tanto de la belleza de amor divino, que quedará absorta y confundida en Dios, porque se olvidará de sí misma, y no pensará sino en amar y alabar aquél inmenso bien que posee y poseerá siempre, sin temor de perderle en adelante. En este mundo aman a Dios las almas justas; más no pueden amarle con toda fuerza, ni siempre actualmente. Santo Tomás dice, que: «este amor perfecto solamente está concedido a los ciudadanos del Cielo, que aman a Dios con todo su corazón, y no cesan jamás de amarle», Ut totum cor hom nis semper actualiter in Deum feratur, ista est perfectio patriæ. (S. Thom. II, 2, quœst art. IV: ad 2).

9. Tiene, pues, razón San Agustín cuando dice: que para conseguir la gloria eterna del Paraíso, deberíamos abrazar voluntariamente un trabajo eterno: Pro æterna requie æternus labor subcundus esset. David dice, que el Señor, por poca cosa, os hará salvos. Pro nihilo salvos facies illos. (Psal. LV, 8) Poco han hecho, en efecto los santos para conseguir el Paraíso: poco tantos reyes que han renunciado a sus reinos para  encerrarse en la estrechez de un un claustro: poco tantos anacoretas que han ido a sepultarse en una gruta; poco tantos mártires que han sufrido los tormentos, las uñas de hierro y las láminas candentes: Non sunt sondignæ passiones hujus temporis ad futuram gloriam (Rom. VIII, 18) ¿Que vale todo esto, comparado con aquél mar de etrnos goces, en que ha de permanecer eternamente el bienaventurado?

10. Animémonos, pues, hermanos míos, para sufrir con paciencia cuanto nos toque padecer en este breve plazo de vida que nos resta; porque todo es poco, y aún nada si se compara con la gloria del Paraíso. Todas las penas, dolores y persecuciones de la tierra tendrán fin un día, y se nos convertirán, si nos salvamos, en gozo eterno. Tristitia vestra vertetur in gaudium (Joann. XVI, 20). Cuando nos afligen los dolores de esta vida, levantemos los ojos al Cielo, y consolémonos con la esperanza del Paraíso. Preguntada al tiempo de morir Santa María Egipciaca, por el abad San Zossimo, cómo había podido vivir cuarenta y siete años en aquél desierto respondió: «Con la esperanza del Paraíso». Con ella no sentiremos tampoco las tribulaciones de esta vida. Valor y perseverancia, oyentes míos; amando a Dios, conseguiremos el Paraíso: allí nos esperan los Santos, allí nos espera María, allí nos espera Jesucristo, que está con la corona en la mano para coronarnos reyes de aquél reino que no ha de tener fin.

 

Quinto domingo de san José

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE ESPERANZA. (14) Preparando nuestra Consagración a San José con san Enrique de Ossó.

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE ESPERANZA. (14)

Preparando nuestra Consagración a San José con san Enrique de Ossó.

 

Poniéndonos en presencia de Dios, pidiendo el auxilio de la Virgen María y del Ángel Custodio, recita esta oración al Glorioso San José:

 

Oración a san José

Santísimo patriarca san José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María, patrón de la Iglesia universal, jefe de la Sagrada Familia, provisor de la gran familia cristiana, tesorero y dispensador de las gracias del Rey de la gloria, el más amado y amante de Dios y de los hombres; a vos elijo desde hoy por mi verdadero padre y señor, en todo peligro y necesidad, a imitación de vuestra querida hija y apasionada devota santa Teresa de Jesús. Descubrid a mi alma todos los encantos y perfecciones de vuestro paternal corazón: mostradme todas sus amarguras para compadeceros, su santidad para imitaros, su amor para corresponderos agradecido. Enseñadme oración, vos que sois maestro de tan soberana virtud, y alcanzadme de Jesús y María, que no saben negaros cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como vos, y la que os pido en este mes, a mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.

 

MEDITACIÓN

San Enrique de Ossó

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE ESPERANZA.

 

Composición de lugar. Contempla a san José esperando contra toda esperanza en Belén, Egipto, Nazaret.

 

Petición. En Ti, Dios mío, he esperado; no sea jamás confundido.

 

Punto primero. La esperanza es una virtud sobrenatural que nos inclina a esperar la bienaventuranza eterna y los medios necesarios para alcanzarla. Se apoya en la fidelidad de Dios principalmente. Hace al hombre paciente en sus trabajos, mostrándole el galardón. La esperanza es uno de los grandes tesoros de la vida cristiana, el patrimonio de los hijos de Dios, común puerto y remedio de todas las miserias de esta vida. Por la esperanza es el hombre socorrido en sus tribulaciones, defendido en sus peligros, consolado en sus dolores, ayudado en sus enfermedades, proveído en sus necesidades, pues la virtud de la esperanza cuanto espera tanto alcanza. Si las temerosas ondas de la mar no desmayan a los marineros, ni la lluvia de las tempestades e invierno a los labradores, ni las heridas y muerte a los soldados, ni los golpes y caídas a los luchadores, cuando ponen los ojos en las esperanzas engañosas de lo que por esto pretenden, mucho menos habían de sentir los trabajos los que esperan el reino de Dios. Nadie esperó en el Señor, que le saliese vana su esperanza.

 

La esperanza es un escudo muy fuerte con que se defienden de los mares y ondas de este siglo, es como un depósito de pan en tiempo de hambre, a donde acuden todos los pobres y necesitados a pedir socorro. Es aquel tabernáculo y sombra que promete Dios a sus escogidos, para que en él se escondan y defiendan de los calores del verano y de los torbellinos del invierno; esto es, de las prosperidades y adversidades de este mundo; es, finalmente, una medicina y común remedio de todos sus males. La misericordia de Dios es la fuente de todos los remedios, y la esperanza es el vaso que los coge, y según la cantidad de este vaso, así será la del remedio. Así como Dios aseguró a los hijos de Israel que toda la tierra sobre la que pusieran los pies sería suya; así toda la misericordia, sobre la cual el hombre llegare a poner los pies de su esperanza, será suya. Y según esto, el que movido de Dios esperare de Él todas las cosas, todas las alcanzará. Hace por lo mismo omnipotente al hombre esta virtud, lo cual engrandece el poder de Dios; pues no solo Él es todopoderoso, sino que lo son en su manera todos los que esperan en Él. ¿Quién no se animará, pues, a tener grande esperanza? ¡Oh poder omnipotente de la esperanza, que cuanto espera tanto alcanza!

 

Es la esperanza, áncora, según el apóstol (Hebr. VI), porque así como el áncora aferrada en la tierra firme tiene seguro el navío que está en el agua, y hace que desprecie las ondas y las tormentas, así la virtud de la esperanza viva, aferrada fuertemente en las promesas del cielo, tiene firme el áncora del justo en medio de las ondas y tormentas de este siglo, y le hace despreciar toda la furia de los vientos y tempestades de él. Tan grande es el bien que espero, cantan en los trabajos, que toda pena me deleita.

 

Punto segundo. Esperanza de san José. –La esperanza de san José fue contra toda esperanza; pues, ¿cómo podía esperar de una virgen y casada con él había de nacer el Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo? Esperó en el Señor al ver encinta a su esposa, y no salió confundido, pues le reveló el misterio. Abandonado de todos en Belén, espera en el Señor, y le depara una cueva donde nace el Hijo de Dios, viéndole adorado de ángeles, de pastores, y de reyes.

 

Confían en el Señor al huir fugitivo a Egipto en un viaje de más de setenta leguas por desiertos, de noche y sin provisión: pone su esperanza en el Señor, y no es confundido. Esperaba lo mismo que creía; esto es, que Cristo reinaría en el mundo; que sería adorado por pueblos y reyes de uno a otro polo; que millones de mártires sellarían su fe con su sangre; que por fin, Rey inmortal y de todos los siglos, recibiría los homenajes de todos los ángeles y bienaventurados, y que al solo nombre de Jesús doblarían su rodilla los cielos, la tierra y los abismos, y lo ha visto cumplido. ¡Oh esperanza celestial, virtud de almas grandes, de corazones magnánimos, qué fortaleza y consuelos derramas en el corazón de los atribulados!

 

La vida del Santo, tejida o sembrada de dolores y gozos, no es otra cosa que la demostración de los frutos de la esperanza que tuvo en Dios, nos siendo jamás confundido en ella.

 

Esperó en su vida, esperó en su muerte, y pronto volvió a ver a su Hijo resucitado, que triunfante le subió a los cielos en cuerpo y alma glorioso. La esperanza en el Señor no confunde jamás. La esperanza es el único bien que nos quedó en el suelo cuando todos huyeron para el cielo.

 

¡Bendito Santo! ¡Bendita esperanza! ¡Bendita recompensa! ¡Alcánzanos que sepamos imitarte en tan necesaria y consoladora virtud, Santo mío!

 

Punto tercero. ¿Cuál es nuestra esperanza? Pecamos por presumidos o desesperados. Queremos y confiamos ir al cielo, pero sin practicar buenas obras, o desconfiamos de alcanzar premio por no apoyarnos en Dios. Nuestra esperanza debe de estar en verdad fundada en la bondad de Dios, en su omnipotencia, en su fidelidad: pero esto no basta, debemos por nuestra parte ayudarnos. Dios que nos hizo sin nosotros, no nos salvará sin nosotros, enseña san Agustín; y por lo mismo es necesaria nuestra cooperación y buenas obras. El cielo es un premio, una corona, un reino que no se da a los haraganes, poltrones o desidiosos. Padece violencia, y solo los que se la hacen lo arrebatan. –¡Oh Dios mío!, no son condignos los trabajos de esta vida comparados con la gloria que se nos revelará en la otra; y no obstante nos quejamos que padecemos mucho, que trabajamos mucho para alcanzar este premio: y aún más, ¡oh dureza y ceguedad de corazones humanos!, la mayor parte se quedarían contentos y renunciarían de buen grado a la esperanza y posesión de la eternidad feliz, con tal que se les dejase gozar gruñendo como inmundos animales, comiendo las bellotas de los deleites sucios de este siglo, satisfechos con este gozo. ¡Oh fe santa!, ¡oh esperanza santísima!, ilumina, enfervoriza y despierta nuestras almas dormidas con el gusto de los charquillos turbios y hediondos de las criaturas, y dadnos a gustar la felicidad que está guardada para los que esperan y aman como tu siervo santísimo san José.

 

Obsequio. Esperaré, por intercesión del Santo, socorro en todas mis penas.

 

Jaculatoria. ¡Oh virtud de la esperanza, que cuanto esperas tanto alcanzas!

 

Oración final para todos los días

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María, dulce protector mío san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio, haya quedado sin consuelo. Animado con esta confianza, vengo a vuestra presencia y me recomiendo fervorosamente a vuestra bondad. ¡Ah!, no desatendáis mis súplicas, oh padre adoptivo del Redentor, antes bien acogedlas propicio y dignaos socorrerme con piedad.

 

EVANGELIO DEL DOMINGO: ESTE ES MI HIJO MUY AMADO EN QUIEN ME COMPLAZCO, ESCUCHADLE

II DOMINGO DE CUARESMA

Forma Extraordinaria del Rito Romano

Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».  Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Mt 17,1-9

 
COMENTARIOS AL EVANGELIO  

Homilía de maitines  A ÉSTE, OÍDLE CONSTANTEMENTE, PORQUE ÉL ES LA VERDAD Y LA VIDA. San León Papa

Cuando leo el Evangelio y descubro allí el testimonio de la ley y los profetas, pongo mi atención solamente en Cristo. San Jerónimo

 LA GLORIA DE LA CONVERSACION DE LOS BIENAVENTURADOS. San Francisco de Sales  

DE LOS CONSUELOS ESPIRITUALES. San Juan Bautista de la Salle

SANTA TERESA DE JESÚS: LA CONTEMPLACIÓN, DON GRATUITO DE DIOS

Benedicto XVI ABRIR LOS OJOS DEL CORAZÓN

ESCUCHAR A CRISTO. Homilía
 
 

 

sábado, 27 de febrero de 2021

La Virgen María y la agonía del huerto. Meditación 63. Ildefonso Rodríguez

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE FE VIVA. (13) Preparando nuestra Consagración a San José con san Enrique de Ossó.

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE FE VIVA. (13) 

Preparando nuestra Consagración a San José con san Enrique de Ossó.

 

Poniéndonos en presencia de Dios, pidiendo el auxilio de la Virgen María y del Ángel Custodio, recita esta oración al Glorioso San José:

 

Oración a san José

Santísimo patriarca san José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María, patrón de la Iglesia universal, jefe de la Sagrada Familia, provisor de la gran familia cristiana, tesorero y dispensador de las gracias del Rey de la gloria, el más amado y amante de Dios y de los hombres; a vos elijo desde hoy por mi verdadero padre y señor, en todo peligro y necesidad, a imitación de vuestra querida hija y apasionada devota santa Teresa de Jesús. Descubrid a mi alma todos los encantos y perfecciones de vuestro paternal corazón: mostradme todas sus amarguras para compadeceros, su santidad para imitaros, su amor para corresponderos agradecido. Enseñadme oración, vos que sois maestro de tan soberana virtud, y alcanzadme de Jesús y María, que no saben negaros cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como vos, y la que os pido en este mes, a mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.

 

MEDITACIÓN

San Enrique de Ossó

SAN JOSÉ, MODELO Y MAESTRO DE FE VIVA.

 

Composición de lugar. Contempla a san José creyendo el misterio de la Encarnación.

 

Petición. Dame fe viva, Santo mío, para vivir como tú, vida de fe.

 

Punto primero. Es la fe una virtud sobrenatural que nos inclina a creer todo lo que Dios ha revelado y la Iglesia nos propone como de fe. –Es el principio de la salud del hombre, la raíz y fundamento de toda justificación. Es la que comunica vida sobrenatural a todas las demás virtudes, pues sin ella el alma no participa de la vida de la gracia, porque sin la fe es imposible agradar a Dios y salvarse. El que no cree, ya está condenado. –Quien no tiene a la Iglesia por Madre, no puede tener a Dios por Padre. Razonable debe ser el obsequio de nuestra fe, como dice el apóstol, y para esto es preciso que tengamos para creer tales motivos de credibilidad que excluyan todo motivo prudente de duda sobre lo que Dios nos revela y la Iglesia nos propone para creer. El Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo y sucesor de san Pedro, es infalible cuando enseña a la Iglesia verdades de fe o de moral. –El justo vive de fe, dice san Pablo (Rom, I, 17), porque no solo es raíz de la vida sobrenatural la fe, sino su alimento, su progreso, su perfeccionamiento. Porque no solo nos ilustra con divina luz en todas las cosas, sino que nos gobierna en todos los actos de la vida, en los afectos y deseos. Es la fe el faro divino que nos ilumina en este caliginoso destierro, haciéndonos ver la verdad en todas las cosas, hasta que brille en nuestros ojos el claro día de la eternidad, en el cual veamos a Dios cara a cara, como es. Fe pura, fe íntegra, fe firme, fe universal: tales deben ser las condiciones o cualidades de nuestra fe. Fe pura, sin mezcla de error; fe íntegra, sin deficiencia en ninguna de sus verdades; fe universal que se extiende a todo lo que la Iglesia enseñe; fe firme que no nos permita vacilar lo más mínimo, apoyados en la infalible autoridad de Dios que habla. ¿Es así nuestra fe? ¿O solo creemos lo que nos place de los misterios y verdades de fe? Pues en este caso no tenemos fe: absolutamente nada tenemos de fe sobrenatural. ¡Qué desgracia!

 

Punto segundo. Fe de san José. San José creyó con una fe tan viva, que solo la Virgen Santísima le ha podido aventajar en ella. Duda al ver encinta a María; el ángel le aparece y le dice que lo que ha nacido en ella es obra del Espíritu Santo, y cree san José sin vacilar. Ve al Mesías prometido, que los judíos carnales esperaban como un gran rey y conquistador, le ve nacer en un mísero establo en medio de dos animales, y lo adora como a Dios. Le ve circuncidado, fugitivo a Egipto, y le cree Dios. Le contempla dormido, callado, sujeto a todas las miserias humanas, excepto al pecado, y le adora como a Dios. Le admira sujeto a sus órdenes, trabajando de carpintero en Nazaret, ganando el sustento con el sudor de su frente, y le cree Dios. La fe, mejor que a Abraham, se le reputó a san José por justicia o santidad. (Rom. IV,9) ¿Quién puede comprender la perfección de la fe y santidad del Santo, cuya vida fue verdaderamente vida de fe, una actuación continua de ella con la presencia corporal de Jesús, Hijo de Dios y de María, Madre de Dios?

 

San José, versado en las Sagradas Escrituras, y conociendo los oráculos de los profetas, confirmados por el anciano Simeón, descubría en la persona de Cristo, gallardo joven, o tierno niño, a la persona del Verbo hecho hombre; y veía los triunfos de su fe a través de los siglos, creyendo que un judío, la persona más abyecta a los ojos de los hombres de aquellos tiempos, había de morir en cruz, en medio de dos malhechores, y debía, no obstante, atraerlo todo a sí, destruir los ídolos, acabar con el paganismo, y hacerse adorar como a Dios, a pesar de los prejuicios de los hombres. Veía millones de millones de hombres de toda edad, sexo y condición, que no solo adorarían como Dios a su Hijo carpintero, sino que derramarían gustosos su sangre y depreciarían todos los halagos por creerle Dios, por confesar su fe en Él, por protestarle su amor como a Dios. ¡Oh fe santa! Si iluminases nuestras almas con un destello de la viveza con que iluminabas la de san José ¡cuán presto seríamos santos!

 

Punto tercero. ¿Cuál es nuestra fe? ¡Oh! Mejor sería preguntar si tenemos fe. Observando lo que pasa en la mayor parte de los cristianos en estos malaventurados días, bien podemos asegurar que apenas hay verdadera fe. Aquella fe viva, sencilla, pura, íntegra, que se notaba en nuestros pueblos, en nuestros padres, no existe ya, si no es por la misericordia de Dios, en muy contadas almas: es hoy día patrimonio de muy pocas almas. Los malos libros, los periódicos impíos, las conversaciones escandalosas, las pláticas contra la religión y los más santo y sagrado, que en todas partes se oyen, hacen que se entibie la fe, o se averíe, o se pierda totalmente. Pocos son los que se atreven a confesar su fe. Más pocos todavía los que ajustan las acciones de su vida pública y privada a las enseñanzas de la fe. Y esta virtud divina, como no se practica o se practica mal, se va debilitando y, por fin, se pierde totalmente. Además, la inmoralidad y corrupción que cunde como cáncer por todas partes, corrompe esta fe, y naufragan en ella por no conservar la pureza de costumbres. Cada día hay menos almas que imiten la fe sencilla, viva y eficaz de nuestro Santo que creyó en Dios, teniendo tantas razones al parecer para no creer en el misterio de la Encarnación. Oh fidelísimo san José, modelo perfectísimo de creyente perfectísimos, alcánzanos la firmeza y pureza de la fe, de suerte que estemos dispuestos a perderlo todo, aun nuestra vida, antes que aventurar la joya de más valor, nuestra fe, por el pecado. ¡Viva, viva san José por su vivísima fe!

 

Obsequio. Repetiré siete veces: “Creo, Señor; aumentad mi fe”.

 

Jaculatoria. Creo, Señor, y por defender mi fe quisiera derramar mi sangre.

 

Oración final para todos los días

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María, dulce protector mío san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio, haya quedado sin consuelo. Animado con esta confianza, vengo a vuestra presencia y me recomiendo fervorosamente a vuestra bondad. ¡Ah!, no desatendáis mis súplicas, oh padre adoptivo del Redentor, antes bien acogedlas propicio y dignaos socorrerme con piedad.