MEDITACIONES PARA LOS DÍAS ... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
MEDITACIONES PARA LOS DÍAS ... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
PELIGRO QUE CORRE EL PECADOR QUE TARDA EN CONVERTIRSE. San Alfonso María de Ligorio
XXIII domingo después de Pentecostés
DE LA IMPENITENCIA
Domine, filia mea modo defunca est.
«Señor, una hija mía acaba de morir». (Matth. IX, 18)
¡Cuán bueno es Dios! Si hubiésemos de obtener el perdón de parte de un hombre que tuviese de nosotros algún motivo de queja, ¡cuántos disgustos tendríamos que sufrir! No sucede esto de parte de Dios. Cuando un pecador se humilla y se postra y le abraza, según aquéllas palabras de Zacarías: «Convertíos a mí, dice el Señor de los ejércitos y yo me convertiré a vosotros. (Zach. I, 3). Pecadores, dice el Señor: si yo os volví las espaldas es porque vosotros me las volvisteis primero. Tornad a mí, y yo tornaré a vosotros y os ofreceré mis brazos. Cuando el profeta Natán reprendió a David de su pecado, éste exclamó: Peccavi Domine: «He pecado contra el Señor»; y Dios le perdonó inmediatamente, como le anunció el profeta por estas palabras: Dominus quoque transtulit peccatum tuum(II. Reg. XII, 13). Pero vengamos al Evangelio de hoy, en el que se refiere, que cierto príncipe, cuya hija acababa de morir, recurrió inmediatamente a Jesucristo, suplicándole que le restituyese la vida: «Señor, -le dijo-, mi hija acaba de morir, pero ven tu a mi casa, pon la mano sobre ella, y vivirá». Explicando este texto San Buenaventura, se vuelve hacia el pecador y le dice: Tu hija quiere decir tu alma, que ha muerto por la culpa; conviértete presto. Amados oyentes míos, esa hija es vuestra alma que ha muerto por el pecado; convertíos a Dios; más hacedlo presto, porque si tardáis y diferís la conversión de día en día, la cólera celeste caerá sobre vosotros, y seréis precipitados al Infierno. Este es el objeto de la presente plática. En él os haré ver:
1. El peligro que corre el pecador que tarda en convertirse.
2. El remedio que debe emplear el pecador que quiere salvarse.
Punto I
PELIGRO QUE CORRE EL PECADOR QUE TARDA EN CONVERTIRSE.
1. San Agustín dice, que hay tres especies de cristianos. Los primeros son aquellos que han conservado su inocencia después del bautismo. Los segundos, los que después de haber pecado se convirtieron, y perseveraron en estado de gracia. Y los terceros pertenecen todos aquellos que cayeron y recayeron en el pecado, y llegan a este estado a la hora de la muerte. Hablando de los primeros y de los segundos, asegura que se salvarán, más en cuanto a los terceros, dice que nada presume y que nada promete; y por estas palabras da claramente a entender, que es muy difícil que se salven. Santo Tomás enseña, que el que está en pecado mortal no puede vivir sin cometer otros pecados. Y antes que él lo dijo San Gregorio: «El pecado que no se borra con la penitencia arrastra a otro pecado con su misma malicia; de donde resulta, que no solamente es pecado, sino causa del pecado»(san Greg. I. 3, Mor. c. 9). Y conforme San Antonino con esta idea, dice: que aún cuando el pecador conozca el bien que es estar en gracia de Dios, sin embargo, como se halla privado de ella siempre recae, por más que se esfuerce por no recaer. ¿Y cómo podrá dar fruto el sarmiento que está separado de la vid? Pues todos los hombres que se hallan en pecado, son otros tantos sarmientos de la vid, esto es de Jesucristo. Por esta razón nos dice el Señor: «Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir el fruto, si no está unido con la vid; así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo por la gracia». (Joann. XV, 4).
2. Pero yo, dicen algunos jóvenes, quiero consagrarme presto al servicio de Dios. Esta es la falsa esperanza de los pecadores, que los conduce a vivir en pecado hasta la muerte, y luego al Infierno. Tú, que dices que luego te convertirás a Dios, respóndeme: ¿quién te asegura que tendrás tiempo para hacerlo, y que no te sorprenderá una muerte repentina que te arrebate del mundo antes de poder practicarlo? Esta posibilidad manifiesta San Gregorio (Hom. 12 in Evang.), donde dice: «El Señor que prometió el perdón al que se arrepiente de su culpa, no prometió conceder tiempo para convertirse al que quiere perseverar en el pecado». Asegura el pecador que se convertirá después; pero Jesucristo afirma, que no nos corresponde a nosotros el saber los tiempos y momentos que Dios tiene reservados a su poder soberano. San Lucas escribe que nuestro divino Salvador vió una higuera que no había dado fruto en tres años seguidos. (Luc. XIII, 7). Por lo cual dijo al que cultivaba la viña : «Córtala; ¿para que ha de ocupar terreno en balde?» (Ibid). Tú pecador, que dices que después te dedicarás al servicio de Dios, respóndeme: ¿para que te conserva vivo el Señor? ¿Acaso para que sigas pecando? No, sino para que abandones el pecado y hagas penitencia. (Rom. II, 4). Y ya que no quieres enmendarte, diciendo que después lo harás, teme no sea que diga el Señor: Córtale; pues ¿para que ha de vivir en la tierra? ¿Acaso para seguir ofendiéndome? ¡Ea! Cortadle presto y echadle al fuego, porque es árbol que no da fruto. Omnis ergo arbor, quæ non facit fructum bonum, excidetur, et in ignem mittetur. (Matth. III, 10).
3. Más supongamos que el Señor te dé tiempo para convertirte; si no lo haces ahora, ¿lo harás acaso después? Sepas que los pecados son otras tantas cadenas que sujetan al pecador, y le impiden entrar por el camino de la gracia. Hermano mío, si no puedes romper las cadenas que te atan al presente, ¿podrás por ventura, romperlas después, cuando sean más fuertes por los nuevos pecados que cometas? Esto mismo demostró el Señor un día al abad Arsenio, como se refiere en las Vidas de los Padres. Para darle a entender a dónde llega la locura de los que dilatan la penitencia, le hizo ver un etíope que no pudiendo levantar del suelo un haz de leña, el seguía aumentándolo; por lo cual le era imposible levantarlo. Y luego le dijo: Lo mismo hacen los pecadores: desean verse libres de los pecados cometidos, y cometen otros nuevos. Estos nuevos pecados los inducen luego a cometer otros de mayor malicia, y en mayor número. Vemos el ejemplo de esto en Caín, que, primeramente, tuvo envidia a su hermano Abel, luego le aborreció, después le mató, y últimamente, desesperó de la divina misericordia, diciendo: «Mi iniquidad es tan grande, que no merece perdón». (Gen. IV, 13). Del mismo modo Judas, primeramente, cometió pecado de avaricia, después entregó a Jesucristo, y, últimamente, se quitó la vida. Todos estos efectos son del pecado; porque atan al pecador, y le esclavizan de tal modo, que el desgraciado conoce su ruina y la busca: Iniquitates suæ capiunt impium. (Prov. v, 22).
4. Los pecados, además, agravan tanto al pecador, que no le permiten pensar en el Cielo ni en su salvación eterna. Dominado de esta idea David, exclamaba: «Mis maldades sobrepujan por encima de mi cabeza, y como una carga pesada, me tienen agobiado». (Psal. XXXVII, 5). Viéndose en semejante estado el desgraciado pecador, pierde el uso de la razón, no piensa sino en los bienes de la tierra, y se olvida del juicio divino, como dice Daniel (13, 9), por estas palabras: «Perdieron el juicio, y desviaron sus ojos para no mirar al Cielo, y para no acordarse de los justos juicios del Señor». Su ceguedad llega hasta el punto de odiar la luz temiendo que la luz turbe sus indignos placeres; porque quien obra mal, aborrece la luz, como dice San Juan (III, 20): Qui male agit, odit lucem. De esta ceguedad dimana, que estando sin vista estos infelices, andan de pecado en pecado, y todo lo desprecian: amonestaciones, divinas inspiraciones, Infierno, Gloria y al mismo Dios. Porque como se lee en los Proverbios: «De nada ya hace caso el impío cuando ha caído en el abismo de los pecados». (Proverb. XVIII, 3).
5. Dice Job (16, 15) : «Me ha despedazado con heridas sobre heridas; el cual gigante se ha arrojado sobre mí». Cuando el hombre vence una tentación, adquiere mayor fuerza para vencer la segunda, y el demonio la pierde. Pero, al contrario; cuando cede a la tentación, el demonio adquiere fuerzas de gigante, y el hombre queda tan debilitado, que no tiene fuerzas para resistirlo. Al sentirse uno herido de la mano del enemigo, le faltan las fuerzas; si luego recibe otra, queda tan debilitado, que ni siquiera podrá defenderse. Pues esto mismo sucede a los necios que dicen: Después me dedicaré al servicio de Dios. ¿Cómo han de poder resistir al demonio, después que hayan perdido las fuerzas y se hayan gangrenado sus heridas? Con razón clamaba el real Profeta, diciendo: «Enconáronse y corrompiéronse mis llagas a causa de mi necedad». (Psal. XXXVII, 6). En un principio es cosa fácil curar las llagas; pero, después que se han gragrenado, es cosa muy difícil, porque entonces es preciso aplicarles el fuego; y aún con esta medicina, hay muchas personas que no curan.
6. Más, dirá alguno:San Pablo dice: que Dios quiere que todos se salven: Omnes homines vult salvos fieri. (I. Tim. I, 15). Y Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, como lo asegura el mismo Apóstol: Christus Jesus venit in hunc mundum peccatores salvos facere. (I, Tim. I, 15). He aquí la contestación: Sí; Dios quiere que todos los hombres se salven; ¿quién lo niega? Pero aquellos que quieren salvarse; más no aquellos que quieren su condenación. También es verdad, que Jesucristo vino a salvar a los pecadores; más no a pecadores obstinados que aman el pecado y desprecia a Dios. Para salvarnos necesitamos dos cosas: la primera, la gracia de Dios; la segunda, nuestra cooperación. Por esta razón dice el Señor: «Yo estoy a la puerta de vuestro corazón, y llamo: si alguno escuchase mi voz y me abriere la puerta, entraré en él». (Apoc. III, 20). Luego , para que la gracia de Dios entre en nosotros, es necesario que obedezcamos a su voz y le demos entrada a nuestra salvación con temor y temblor. Con estas palabras nos manifiesta, que debemos contribuir con nuestras buenas obras al logro de nuestra salvación; porque, de otro modo, el Señor nos dará sólo la gracia suficiente y no la eficaz, sin la cual, como dicen los teólogos, no nos salvaremos. Y la razón de esta conducta es la siguiente: El que esté en pecado y sigue pecando, cuanto más apego tiene a la carne, más se aleja de Dios. ¿Cómo, pues, puede Dios acercársenos con su gracia, cuando nosotros nos estamos alejando más de Dios por el pecado? Es claro que entonces Dios se retira de nosotros, y cierra la mano que antes tenía abierta para dispensarnos mercedes; lo cual confirma el mismo Dios por el profeta Isaías con estas palabras: «Y dejaré que se convierta la tierra en un erial, y mandaré a las nubes que no lluevan gota sobre ella». (Isa. V, 6). Esta tierra es el alma del pecador que Dios va abandonando; y las nubes son sus inspiraciones y su gracia que fecundan nuestras almas, así como el agua de las nubes fecundiza la tierra. Cuando el alma sigue ofendiendo a Dios, el Señor la abandona y le niega sus auxilios. Entonces la desgraciada carece del remordimiento de la conciencia y de la luz, y se aumenta su ceguedad y la dureza de su corazón; y, finalmente, se hace insensible a las divinas inspiraciones y a las máximas evangélicas, y sigue los funestos ejemplos de otras almas rebeldes como ella, que fueron por sus pecados a parar en el abismo del Infierno.
7. A pesar de todo esto, el pecador obstinado suele decir: Más ¿quién sabe si Dios se apiadará de mí, como ya lo ha hecho con otros grandes pecadores? Pero a esta pregunta responde San Juan Crisóstomo de este modo: «Dices, que quizá se apiadará. ¿Porqué dices quizá? Es cierto que sucede alguna vez; pero piensa que tratas de la salvación de tu alma». (S. Joan Crysost. Hom. 22, in 2 Cor.) Es cierto digo yo también, que Dios ha salvado a grandes pecadores por medio de ciertas gracias extraordinarias; pero estos son casos rarísimos, son prodigios y milagros de la gracia, con los cuales ha querido Dios demostrar a los pecadores la grandeza de su misericordia. Y, regularmente, con aquellos pecadores indecisos que no acaban a determinarse, se determina el mismo Dios a enviarlos al Infierno, con arreglo a las amenazas que les ha hecho Dios tantas veces, como consta en la Sagrada Escritura. Dice el Señor: «Menospreciasteis todos mis consejos y ningún caso hicisteis de mis reprensiones: yo también miraré con risa vuestra perdición a la hora de la muerte». (Prov. I, 25 et 26). Y en el v. 28 añade: «Entonces me invocarán, y no les oiré». Dios sufre las ofensas, más no las sufre siempre; y cuando llega el momento de castigarlas, castiga las pasadas y las presentes.
8. Empero, Dios está lleno de misericordia, dice el pecador. Cierto que está lleno de misericordia; pero no obra sin razón ni juicio. El usar siempre de misericordia con el que quiere seguir ofendiéndole, no sería bondad en Dios, sino estupidez. Y el Señor dice por San Mateo (XX, 15): «¿Has de ser tu malo porque yo soy bueno?». El Señor realmente es bueno, pero también es justo, y por lo mismo nos exhorta a que observemos sus mandamientos si queremos salvarnos.Si Dios tuviese misericordia de los buenos y de los malos, de modo, que concediese la gracia de convertirse indistintamente a todos antes de morir, esta manera de obrar sería hasta para los buenos una grande tentación de perseverar en el pecado. Más no lo hace así; sino que cuando ha apurado su misericordia, castiga y no perdona. «En el invierno no se puede trabajar por el frío, y el sábado porque lo prohíbe la ley». Las palabras de San Mateo significan que vendrá tiempo para los pecadores impenitentes, que querrán dedicarse al servicio de Dios, y se lo impedirán sus malos hábitos.
Punto II
REMEDIO PARA SALVARSE EL QUE SE HALLA EN PECADO.
9. Preguntó uno a Jesucristo, cuando iba enseñando por las ciudades y aldeas de camino para Jerusalén: Señor, ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Él en respuesta, dijo a los oyentes: «Procurad entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán como entrar, y no podrán». (Luc. XIII, 23 et 24). Dice el Señor por estas palabras, que muchos quieren entrar en el Cielo, más no entran. ¿Y porqué no entran? porque quieren entrar sin incomodidad, y sin hacerse violencia para abstenerse de los placeres. La puerta del Cielo es angosta, y es menester fatigarse y esforzarse para entrar en ella. Y debemos persuadirnos, que no siempre podremos hacer mañana lo que podremos hacer hoy. El no creer esta verdad es lo que conduce a tantas almas al Infierno. El alma que hoy es fuerte, mañana será más débil, como hemos dicho antes, estará más obcecada y más dura, le faltarán los auxilios divinos; y de este modo morirá en su pecado. Puesto que conoces, ¡Oh pecador! que es necesario dejar el pecado para salvarte, ¿porqué no lo dejas en el instante que Dios te llama? Si le has de dejar alguna vez, decía San agustín, ¿porque no le dejas ahora? La ocasión que tienes al presente de poner remedio a tu mala vida, quizá no la tendrás después; y aquella misericordia que Dios usa ahora contigo, quizá no la usará mañana. Por tanto, si quieres salvarte, haz presto lo que tendrías que hacer tarde. Confiésate cuanto antes puedas, y teme que cualquier tardanza puede causar la ruina de tu alma.
10. Escribe San Fulgencio: Si estuvieses enfermo, y el médico te ofreciese un remedio seguro para sanarte, ¿dirías acaso entonces, no quiero sanar ahora porque espero sanar mañana? Y cuando se trata de la salud del alma, ¿hemos de querer perseverar en el pecado, diciendo: espero que Dios también será misericordioso conmigo mañana? Y si el Señor no quiere serlo mañana por sus altos juicios, ¿cuál será tu muerte? ¿No quedarás condenado para siempre? He ahí porqué nos dice el Apóstol, que obremos el bien mientras tenemos el tiempo. Y por lo mismo nos exhorta el Señor a estar en vela y defensa de nuestras almas, «porque no sabemos cuando ha de venir a tomarnos cuenta de nuestra vida». (Matth. XXV, 13).
11. «Tengo siempre mi alma en la mano en un hilo», decía el real Profeta. El que lleva en un dedo un diamante de gran valor, mira en cuando su mano para asegurarse si está allí el diamante. Pues el mismo cuidado debemos tener de nuestra alma, que es el diamante más precioso que poseemos. Y si por desgracia la perdemos por algún pecado, debemos tomar inmediatamente todas las medidas para recobrarla, recurriendo a nuestro divino Salvador, como lo hizo la Magdalena, que corrió a postrarse a los pies de Jesucristo, luego que conoció el estado en que se hallaba, y lloró hasta obtener el perdón. Escribe San Lucas:Jam enim securis ad radicem arborum posita est. (Luc. III, 9). Sabed, pecadores, que la segur de la justicia divina esta amenazando al que vive en pecado. Temblad del golpe que va a descargar su venganza. Pero al mismo tiempo, alentaos almas cristianas; y si os domina algún mal hábito romper sin tardanza sus ligaduras, y no seáis esclavas del demonio. «¡Oh hija de Sión, que vives cautiva! -dice Isaías a las almas de los pecadores-, sacude de tu cuello el yugo». (Isa. LII, 2). Y San Ambrosio añade: «Has puesto el pie sobre la boca del volcán, que es el pecado que conduce a la puerta del Infierno; levántate y retrocede; porque de otro modo caerás en un abismo de donde no podrás salir».
Yo tengo un mal hábito que me domina, exclama el pecador. Pero si tu quieres dejar el pecado, ¿quién te obligará a pecar? Todos los malos hábitos y todas las tentaciones del Infierno se vencen con la gracia de Dios. Encomiéndate a Jesucristo, pídele su amparo, y Él te dará fuerzas para vencer. Cuando, empero, te veas en alguna ocasión próxima de pecar, es necesario que se evite prontamente, porque, de otro modo, volverás a caer. San Jerónimo dice: que no debemos detenernos a desatar la tentación, sino que debemos cortarla de un golpe: Potius præscinde, quam solve. Ve presto, hermano mío, a buscar un confesor, y él te dirá lo que debes practicar. Y si por desgracia cometieses después algún pecado mortal, confiésale aquél mismo día, o aquella noche si puedes. Escucha, finalmente, lo que ahora te digo: Dios está dispuesto a socorrerte, y tu salvación depende de tí. Tiembla, pues ¡Oh Cristiano! porque estas palabras mías te atormentarán como otras tantas espadas por toda la eternidad en el Infierno si ahora las desprecias.
San Alfonso María de Ligorio
Curam illius habe.
Cuídame este hombre (Luc. X, 35)
Dice el santo Evangelio de hoy, que cayó cierto hombre en manos de ladrones, los cuales después de haberle despojado de cuanto llevaba, le cubrieron de heridas dejándole medio muerto. Pasando casualmente por el mismo camino un samaritano, llegóse al herido, y viéndole, movióse a compasión y se compadeció de él. Primeramente le vendó las heridas, y después, subiéndole a su cabalgadura, le condujo un mesón, y encargó con mucho celo al dueño del mismo, que cuidara de él. Curam illius habe. Estas mismas palabras repito yo hoy, oyentes míos, a cualesquiera que, entre vosotros se halle con el alma despedazada con las heridas ocasionadas por los pecados, y que, en vez de curarlas, las encona más y más con nuevas culpas, abusando de la misericordia de Dios que le conserva la vida movido de su bondad infinita , para que se enmiende y no pierda su pobre alma, redimida con la sangre de Jesucristo. Yo digo también el que se halle en tan lamentable estado: curam illius habe; ¡cuidado! compadécete de tu alma que se halla muy enferma, y lo que es peor todavía, está próxima a la muerte eterna del Infierno; puesto que quien demasiado abusa de la misericordia divina, está próximo a verse abandonado de Dios. Éste será el único puno del presente discurso.
1. Dice San Agustín que «de dos maneras engaña el demonio a los cristianos; a saber: desesperando y esperando». Después que el hombre ha cometido muchos pecados, el enemigo le incita a desconfiar de la infinita misericordia de Dios, poniéndole a la vista el rigor de la justicia divina. Pero, antes de pecar le dá ánimo para que no tema el castigo que merece el pecado, recordándole la divina misericordia. Por eso el santo aconseja, que después del pecado, confiemos en la misericordia; y antes de pecar, temamos la justicia divina. Porque quien abusa de la misericordia de Dios para ofenderle más, no merece que el Señor sea misericordioso con él. El abulense escribe: que quien ofende a la justicia, puede recurrir a la misericordia ; más quien ofende e irrita contra sí a la misericordia; ¿a quién recurrirá?
2. Cuando tu quieres pecar, pecador que me estás oyendo, ¿quién te promete la misericordia de Dios? Seguramente no te la promete Dios; te la promete, sí, el demonio, para que pierdas a Dios y te condenes. Por eso dice San Juan Crisóstomo: «Guárdate de dar oídos jamás a aquél perro que te promete la misericordia de Dios» (Hom. 50, ad Pob) Si en tu vida pasada has ofendido a Dios, oh pecador, espera, y tiembla; si quieres dejar el pecado y lo detestas, espera, puesto que Dios promete el perdón a quien se arrepiente; si quieres empero, seguir en la mala vida, teme que el Señor no te espere más tiempo, y te envíe a los Infiernos. ¿Con que fin espera Dios al pecador? ¿Es acaso, para que siga injuriándole? No; Dios espera a los pecadores para que abandonen el pecado y pueda de este modo, ser misericordioso para con ellos, según aquellas palabras de Isaías ( xxx, 18): Por esto da largas el Señor, para poder usar de misericordia con vosotros: Propterea expectat Dominus ut miseritur vestri. Pero, cuando el Señor ve, que el pecador que emplea el tiempo que le concede para llorar las culpas cometidas, en aumentarlas todavía más, echa mano del castigo, y le corta los pasos, haciéndole morir en el pecado, para que, muriendo, deje por fin de ofenderle. Y entonces llama a juzgarle, negándole el tiempo que le había concedido para hacer la penitencia. «Ha aplazado contra mí el tiempo de la ruina», dice Jeremías: Vocabit adversus me tempus. (Thren. 1, 15) San Gregorio interpretando estas palabras, dice: Que el mismo tiempo que le concedió para hacer penitencia, vino a juzgarle: ésto es, a servir de fiscal contra el mismo pecador.
3. ¡Engaño común de tantos pobres cristianos que se condenan! digo común, porque con dificultad se halla un pecador tan desesperado que diga: Yo me quiero condenar. Los cristianos, aún cuando pecan, quieren salvarse, y dicen: Dios es misericordioso, cometeré éste pecado, y después lo confesaré. He ahí el engaño, o por decirlo mejor, he ahí la red con la que el demonio conduce tantas almas al Infierno: Peca, que después te confesarás. Pero escuchad lo que dice Dios: Et ne dicas: Miseratio Domini magna est, multitudinis peccatorum meorum miserebitur: No digas: ¡Oh, la misericordia de Dios es grande; El me perdonará mis muchos pecados. (Eccl. v, 6.) Es verdad que la misericordia de Dios es grande; y aún diré más, es infinita; pero sus actos son finitos. Dios es misericordioso, pero también es justo; y ya que nos acordamos de la misericordia que perdona, justo es, dice San Basilio, no olvidamos la justicia que castiga. El Señor dijo un día a Santa Brígida: Yo soy justo y misericordioso; pero los pecadores olvidan lo primero, y solamente se acuerdan de lo segundo. Por lo mismo que Dios es justo, está obligado, está obligado a castigar a los ingratos. El venerable Juan de Ávila decía: que el soportar al pecador que abusa de la misericordia de Dios para ofenderle, no sería misericordia, sino injusticia. La misericordia está prometida al que teme a Dios, y no al que le desprecia, como cantó la virgen María: Est misericordia ejus… timentibus eum. (Luc. I, 50).
4. Pero Dios, dicen los hombres temerarios, ha usado conmigo tantas veces, de misericordia, ¿Por qué no he de esperar que la use también de aquí adelante? Voy a responder a éstos tales: la usará con vosotros, si queréis mudar de vida; pero si queréis seguir ofendiéndole, dice Dios en el Deuteronomio (XXXII, 35): Mea est ultio et ego retribuam in tempore, ut lbatur pes eorum: Juxta est dies perditionis, et adesse festinant tempora. «Mía es la venganza, y yo les daré el pago a su tiempo, para derrocar su pie: cerca está ya el día de su perdición, y ese plazo viene volando». Y David también nos dice en el Salmo VH, 13: Nisi conversi fueritis, arcum suum vibrabit. Si no os convertiréis, vibrará su espada. El Señor tiene entesado su arco, y espera que os convirtáis, y lanzará por fin contra vosotros su abrasadora tarea y quedaréis condenados. Algunos hay que no quieren persuadirse de que han de ir al Infierno; pero cuando estos desgraciados vayan allá, ya no habrá para ellos misericordia. ¿Podréis caso, oyentes míos, quejaros de la misericordia de Dios, después que ha usado tantas veces de misericordia con vosotros, esperándoos tanto tiempo? Vosotros deberíais estar con el semblante hundido en el polvo, diciendo sin cesar: Es una misericordia del Señor el que nosotros no hayamos sido ya consumados (Thren. III, 22) Si las ofensas que habéis hecho contra Dios las hubieses hecho contra un hermano vuestro, no os hubiese sufrido; pero el Señor os ha sufrido con suma paciencia; y aún después de tanto sufrir, os está llamando al presente. Si al fin os envía al Infierno, ¿no tendrá razón para ello? Impíos, dirá el Señor, ¿que es lo que debía yo hacer y que no haya hecho por vosotros? ¿Quid debui ultra facere vineœ meœ, et non feci? (Isa. v, 4)
5. Escribe San Bernardo, que la esperanza que tienen los pecadores confiando en la bondad de Dios mientras le ofenden, no les concilia la bendición, sino la maldición divina: Est infidelis fiducia solius ubique maledicionis capax, cum videlicet in spe peceamus. (S. Bern. serm. 3, de Annunc.) ¡Oh falsa esperanza de los cristianos, que arrastra tantas almas a los Infiernos! No esperan que Dios loes perdone los pecados que están ya arrepentidos, sino que sea misericordioso con ellos, aún mientras siguen ofendiéndole; pretendiendo nada menos, que la misericordia divina les sirva de pretexto para seguir pecando más y más: ¡Oh maldita esperanza! esperanza que abomina el Señor, como dice Job (XI, 20) Esta esperanza será la causa de que Dios acelere el castigo, así como un amo no diferiría el castigo contra un criado que le ofendiese porqué él es un amo bueno y misericordioso. San Agustín dice: El pecador, confiando en la bondad de Dios, sigue pecando y discurre de éste modo: Dios es bueno, haré lo que me pluguiere. Pero ¿a cuántos ha engañado esta vana esperanza, como dice el mismo santo Doctor? Leemos en San Bernardo, que Lucifer fué castigado porque esperó al tiempo de su rebelión que Dios no le castigaría. Amón, hijo del rey Manassés, viendo que Dios había perdonado los pecados de su padre, se abandonó él mismo al pecado con la esperanza del perdón; pero no hubo misericordia para él. San Juan Crisóstomo dice que: Judas se perdió por ésta vana esperanza: pues entregó a Jesucristo a los judíos, confiando en la benignidad del Señor.
6. Quien peca con la esperanza del perdón, diciendo: Después me arrepentiré del pecado y Dios me perdonará; éste tal, dice San Agustín, no está arrepentido, sino que se burla de Dios. Pero, firma el Apóstol, que Dios no puede ser burlado. Lo que un hombre sembrare, eso recogerá, añade San Pablo: «El que siembra pecados no puede coger que odio de Dios en esta vida, y el odio de Dios y el Infierno en la otra. ¡Oh pecador! desprecias, tal vez, las riquezas de la bondad, de la paciencia y de la tolerancia que Dios usa contigo? La misericordia que Dios usa con nosotros, no castigándonos inmediatamente que pecamos, son riquezas más preciosas para nosotros que todos los tesoros del mundo. Ignoras, prosigue diciendo el Apóstol ¿No reparas, que la bondad de Dios te está llamando a la penitencia? No nos espera el Señor, ni es tan benigno con nosotros para que sigamos pecando, sino para que lloremos las culpas que hemos cometido contra Él. Y si sí no lo practicamos, con nuestra obstinación e impenitencia atesoramos ira para el día del justo juicio de Dios.
7. A la dureza del pecador seguirá el abandono de Dios que dirá al alma endurecida en el pecado, como dijo otro día en Babilonia: «Hemos medicinado a Babilonia, y no ha querido aprovecharse de la medicina: abandonémosla». (Jer. LI, 9) Más ¿como abandona Dios al pecador? O le envía una muerte repentina, y le hace morir en pecado, o le priva de aquellas gracias que le serán necesarias par convertirse de corazón, y le deja con la sola gracia suficiente, con la cual podría salvarse. Más no se salvará: porque su mente oscurecida con las tinieblas, su corazón endurecido, y los malos hábitos contraídos, imposibilitarán su conversión, y de éste modo quedará abandonado moralmente a sí mismo. Le quitarán su cerca y será talada. Cuando el dueño de una viña le quita su cerca, derriba su tapia para que cualquiera pueda penetrar en ella, es evidente que le abandona; de la misma manera, cuando Dios quiere abandonar al alma, le quita la cerca, la deja sin su santo temor, sin los remordimientos de la conciencia, y entonces entran en ella todos los pecados, todos los vicios, y finalmente la impenitencia. El pecador abandonado a sí mismo y sumergido en el abismo de los pecados, desprecia las amonestaciones, las excomuniones, la gracia de Dios, los castigos, y se precipita en los tormentos del Infierno.
8. El profeta Jeremías pregunta: ¿Porque motivo a los impíos todo les sale prósperamente? Quare via impiorum prosperatur? (Jer. XII, 1) Y se responde él mismo: Reúnelos como rebaño para el sacrificio. ¡Ay de aquél pecador que prosperó en ésta vida! Señal de que Dios quiere pagarle temporalmente algunas obras que ha hecho buenas; pero le tiene reservado para el Infierno como victima de su justicia. Será arrojado para arder por toda la eternidad como cizaña destinada al fuego, según las palabras de Jesucristo: In tempore messis dicam messoribus: colligite primum zizania, et alligate ea in fasciculos ad comburendum: «Al tiempo de la siega yo diré a los segadores: coged primero la cizaña y haced gavillas de ella para el fuego». (Matth. XIII, 30)
9. El no ser castigado un pecador en ésta vida, es el mayor castigo con el cual amenaza Dios por Isaías a los pecadores obstinados, con éstas palabras: Téngase compasión del impío, y no aprenderá el camino de la justicia. Acerca de éste texto dice San Bernardo: No quiero yo ésta misericordia, porque es peor que la ira. ¿Que castigo puede haber mayor que verse el hombre abandonado al pecado? Porque permitiendo Dios que caiga uno de pecado en pecado, es preciso que al fin sufra tantos Infiernos, cuanto pecados hay cometido, según aquellas palabras de David: permitirás que añadan pecados a pecados, y no acierten con tu justicia. Sobre las cuales palabras dice el cardenal Belarmino: «Que no hay ninguna pena mayor que aquella por la cual un pecado es pena de otro pecado». Mejor fuera para esta clase de pecadores morir en el primer pecado; porque muriendo después de haber cometido tantas iniquidades, sufrirán tantos Infiernos, cuantos fueron los pecados cometidos. Esto sucedió cabalmente en la ciudad de Palermo a cierto comediante llamado César. Paseando éste un día con un amigo suyo le dijo: que el padre Lanuza, que era un misionero, le había vaticinado doce años de vida, y que si en ellos no mudaba de costumbres, tendría una muerte desgraciada. Más yo, -añadió el comediante- he andado por muchas partes del mundo, he sufrido muchas enfermedades, una de las cuales me redujo al último apuro, sin embargo, en este mes, en el cual se cumplen los doce años, me siento mejor que en toda mi vida pasada. Y enseguida le convidó a asistir a una comedia compuesta por él. Pero ¿que sucedió? al tiempo de presentar la comedia, y cuando le tocaba a él presentarse en la escena, le sobrevino un ataque de apoplejía, y murió de repente, terminando de esta manera tan triste para él, la escena de éste mundo.
10. Voy a poner fin a éste discurso; pero antes, hermanos míos, os suplico que deis una hojeada, recorriendo todos los años de vuestra vida. Recordad cuantas ofensas graves habéis hecho contra Dios, y cuantas misericordias ha usado Dios con vosotros; cuantas inspiraciones os ha hecho y cuantas veces os ha llamado a una vida más santa y penitente. Hoy mismo os ha vuelto a llamar por medio de esta plática, y parece que os está diciendo: ¿Que es lo que he podido hace, y que yo no haya hecho por mi viña, esto es, por las almas redimidas con mi preciosa sangre? (Isa. V, 4) ¿Que respondes ahora, pecador? ¿Quieres entregarte a Dios, o quieres seguir ofendiéndole? Piensa, dice San Agustín,que se te ha diferido el castigo para más tarde, pero no se te ha perdonado. Si prosigues abusando de la misericordia divina, serás cortado como el árbol que no da fruto, y vendrá sobre ti el castigo de repente. ¿Que esperas, pues? ¿Esperas acaso, que Dios te envíe al Infierno? El Señor ha callado hasta ahora, pero no callará siempre, y cuando llegue el tiempo de la venganza, te dirá: «Tales cosas has hecho, y yo he callado; pensaste injustamente que yo había de ser en un todo como tu; más yo te pediré cuenta de ellas, y te las echaré en cara». (Psal. XLIX, 21) Dios te hará ver las gracias que te concedió y tu despreciaste; y ellas mismas te juzgarán y condenarán. ¡Ea, pues! no resistas por más tiempo a la voz de Dios que te llama; y teme que este clamor de hoy sea el último para ti. Confiésate sin tardanza, y haz desde ahora una firme resolución de mudar de vida: porque de nada te sirve confesarte, si vuelves de nuevo al pecado. Pero me dirás: Yo no tengo fueras para resistir a la tentación. Pídeselas a Dios, te digo yo, porque el Señor, como asegura el Apóstol, no permitirá seas tentado sobre tus fuerzas (I. Cor. X, 13) ¿No nos dice el mismo Dios, que pidamos y recibiremos? (Joann. XVI, 24) ¿No nos dice David, que Él nos librará de nuestros enemigos? (Psal. VIII, 4) ¿No nos dice San Pablo, que todo lo puede en Aquél que le conforta, esto es, con la ayuda divina? (Phil. IV, 13) Pedídsela, pues, a Dios hermanos míos, cuando os veáis tentados, y Dios os dará fuerzas para resistir al mundo, al demonio y a la carne; para triunfar de todos vuestros enemigos, y conseguir en fin la vida eterna.
Cierto día, viendo Jesucristo de lejos la ciudad de Jerusalén, ciudad donde los judíos habían de quitarle la vida bien presto, derramó lágrimas sobre ella: Videns civitatem, flevit super illam. Consideró el castigo que la esperaba y la predijo: Circumdabunt te inimice tui vallo.
¡Desgraciada ciudad! has de verte rodeada un día de enemigos que te devastarán, y no te dejarán piedra sobre piedra de todos estos soberbios torreones que te defienden, y de los magníficos edificios que te sirven de ornamento.
Figurada está en esa infeliz ciudad, oyentes míos, el alma del pecador, que a la hora de la muerte se verá rodeada de enemigos de toda especie. Estos enemigos serán:
Los desgraciados pecadores que viven en el pecado morirán de muerte violenta, como dice Job (XXXVI, 14): Morietur in tempestate anima eorum. Con ella les amenazó Dios anticipadamente por Jeremías con estas palabras: Tempestas erumpens super caput impiorum veniet: La tempestad, rompiendo la nube, descargará sobre la cabeza de los impíos. (Jer. XXIII, 19). Al principio de la enfermedad, no se aflige, ni teme mucho el pecador, porque entonces deudos, amigos y médicos, todos unánimemente le dicen, que aquello no será nada, y con tales declaraciones, el enfermo se lisonjea y espera. Pero cuando la enfermedad se agrava, y empiezan a manifestarse los síntomas malignos, que anuncian que la muerte se aproxima, entonces es cuando comienza el torbellino con que amenaza Dios a los pecadores: Cum interitus quasi tempestas ingruerit: La muerte se os arrojará encima como un torbellino. (Prov. I, 27). Este torbellino se formará contra el enfermo, tanto de los dolores de la enfermedad, como del temor que le causará tener que partir de éste mundo, y abandonarlo todo: pero especialmente, de los remordimientos de la conciencia, la cual le traerá a la memoria su vida mala pasada: Venient in cogitatione peccatorum suorum timidi, et traducent illos ex adverso iniquitates ipsorum. (Sap. IV, 20). Entonces se presentarán a su imaginación todos los pecados que cometió durante su vida, y se espantará de contemplarlos.
Sus culpas se levantarán contra él para acusarle,y le convencerán de que tiene merecido el Infierno.
Los enfermos que se hallan en tan deplorable estado, se confiesan; pero, como dice San Agustín (Serm. 37, de Temp.): La penitencia que hace el enfermo, es enferma: Penitentia, quœ infirmo petitur, infirma est. Y San Jerónimo escribe: que de cien mi pecadores que siguen viviendo en pecado hasta la hora de la muerte, apenas se salvará uno: Vix de centum millibus, quorum mala vita fuit, meretur in morte á Deo indulgentiam unus. (S. Hier. in Epist. de mort. Eus). San Vicente Ferrer añade: que es mayor milagro que se salve uno de esos pecadores que resucitar un muerto. Conocerán los desgraciados cuán mal obraron; querrán detestar sus pecados, pero no podrán. Antíoco llegó a conocer la malicia de sus pecados cuando dijo: “Ahora se me presentan a la memoria los males que causé en Jerusalén” (I. Mach. VI, 12). Sí; entonces se acordó de los pecados, pero no se atrevió a detestarlos, y murió desesperado y oprimido de una gran tristeza diciendo: Et ecce pereo tristitia magna: “Ved aquí que muero de profunda melancolía”. Lo mismo aconteció a Saúl a la hora de la muerte, como dice San Fulgencio: conoció sus pecados, temió el castigo que merecía por ellos, pero no los detestó. No aborreció los pecados que había cometido, pero temió el castigo que no quería sufrir.
¡Oh, cuan difícil es que un pecador, que ha vivido tantos años en el pecado, se convierta sinceramente a la hora de la muerte, teniendo la mente oscurecida con la tinieblas y el corazón endurecido! Tiene el corazón duro, dice Job, como piedra, y apretado como yunque de herrero. Es decir: el pecador, durante su vida, en vez de ablandarse a las gracias y a las divinas inspiraciones, se endureció más, como se endurece el yunque a los golpes del martillo. En pena, pues, de esta dureza, estará más duro a la hora de la muerte. Y se lee en el Eclesiástico, que el corazón duro lo pasará mal al fin de su vida; y que quien ama el peligro perecerá en él. Efectivamente; habiendo amado el pecado hasta la muerte, amó al mismo tiempo el peligro de su condenación; y por eso justamente permitirá Dios, que perezca en aquel peligro que quiso vivir hasta la muerte.
Escribe San Agustín: que el pecador que deja el pecado cuando se ve abandonado de él, difícilmente lo detestará como debe a la hora de la muerte; porque entonces lo detestará, no por odio al pecado, sino obligado de la necesidad. Pero ¿cómo podrá odiar de corazón aquel pecado que amó hasta la muerte? Deberá, además, amar aquel enemigo que hasta entonces aborreció: deberá olvidar aquella persona que hasta entonces amó. ¡Oh, que montañas serán estas tan difíciles de superar! Fácil es que le suceda entonces lo que acaeció a algunos ciudadanos, que tenían reservadas muchas fieras con el fin de quitarles las cadenas y soltarlas contra sus enemigos; más luego que las soltaron, en lugar de lanzarse sobre sus enemigos, los devoraron a ellos mismos. Cuando el pecador quiera desterrar de sí sus iniquidades, ellas acabarán de arruinarle, o con la complacencia de los objetos que hasta entonces amó, o con la desesperación del perdón, cuando contemple su enormidad y multitud. Asegura el real Profeta, que el hombre injusto no espere sino un fin desdichado. Dice San Bernardo, que el pecador a la hora de la muerte se verá encadenado con sus mismos pecados, que le dirán: Opera tua sumus, non te deseremus. “Somos obras tuyas, y no queremos dejarte; te acompañaremos al juicio, y después te haremos compañía eterna en el Infierno”.
Dice San Juan en el Apocalipsis (XII, 12), que el demonio a la hora de la muerte acomete con mayor ira y furor al pecador, con el fin de aprovechar el poco tiempo que sabe le queda para que no se le escape aquella alma: Descendit diabolus ad vos habens iram magnam sciens quod modicum tempus habet. El Concilio de Trento dice: que Jesucristo nos dejó el sacramento de la Extremaunción como una firme defensa contra las tentaciones con que el demonio nos ataca a la hora de la muerte, y añade que nunca combate el enemigo con tanta violencia para hacernos perder la confianza en la Divina Misericordia, como al fin de nuestra vida. (Sess. 14 cap. 9, in Doctr. de Sacr. Ex. Unct.).
¡Oh cuán terribles son los asaltos y las asechanzas del demonio al fin de la vida contra el alma de los pobres moribundos, aun de aquellos que han vivido santamente!
El rey San Eleázaro, después que se vió libre de una grave enfermedad, exclamó: las tentaciones que el demonio presenta a la hora de la muerte, no se pueden comprender, sin experimentarlas. En la vida de San Andrés Avelino se lee, que tuvo a la hora de su agonía un combate tan fiero con el Infierno, que hizo temblar a todos los Religiosos que se hallaban presentes, pues vieron que por la agitación se le hinchó el semblante y se le puso negro; que le temblaba el cuerpo, y brotaba de sus ojos un río de lágrimas. Todos lloraban de compasión y estaban aturdidos, viendo que el Santo moría de este modo pero después se consolaron al ver, que presentándole una imagen de María Santísima, se serenó enteramente, y exhaló alegre su alma bendita.
Pues si acontece a los Santos, ¿que acontecerá a los desdichados pecadores que vivieron en pecado hasta la hora de la muerte? Entonces el Demonio no viene a tentarlos de mil modos para perderlos eternamente, sino que también llama a sus compañeros para que le ayuden. Cuando alguno va a morir, se llena su casa de Demonios que se unen en su daño. Todos estos perseguidores le estrecharán por todas partes durante las angustias de su muerte. (Thren. I,3). Uno de ellos le dirá: No tengas miedo, porque no morirás de esta enfermedad. Otro: ¿Con que has permanecido tantos años sordo a la voz de Dios, y ha de querer el Señor salvarte ahora? Esotro: ¿Pero como puedes reparar ahora aquellos fraudes y daños que causaste, aquellas reputaciones que quitaste? Otro, al fin añadirá: ¿Que esperanza te queda ya? ¿No ves que las confesiones que hiciste fueron todas malas, sin dolor, ni propósito de enmendarte? ¿Cómo puedes revalidarlas ahora, teniendo un corazón tan endurecido y obstinado? ¿No conoces que ya estás condenado? Y entre estas angustias y ataques, el pobre moribundo estará turbado y desesperado, y pasará a la eternidad lleno de turbación. Turbabuntur populi et pertransibunt (Job. XXXIX, 20). Para hacer un viaje largo y difícil es preciso prepararse de antemano con todas aquellas cosas que pueden sernos útiles o necesarias. Para el viaje a la eternidad, que debemos hacer entre enemigos duros y tenaces, como son los demonios, que no han de cesar de combatirnos hasta nuestro último aliento, no son necesarias las obras buenas, como lo es el agua los que viajan por los áridos arenales de la Libia.
¿Que será, pues, de los pecadores en aquel último viaje de la eternidad, cuando se vean sin provisión de buenas obras, y cercados por todas partes de enemigos, que sólo pensarán en precipitarlos en el abismo del Infierno?
¡Ay de aquél enfermo, que cae en la última enfermedad, hallándose en pecado mortal! “El que vive en pecado hasta la muerte, vendrá a morir en su pecado”. In pecatto vestro moriemini. (Joann. VIII,21) Es cierto, que en cualquier tiempo que se convierta el pecador, promete Dios perdonarle; pero a ningún pecador le ha prometido que lo hará que se convierta a la hora de la muerte. Isaías nos dice, que busquemos al Señor mientras podamos encontrarle. De donde se infiere, que habrá un tiempo para algunos pecadores, en el cual buscarán a Dios y no podrán hallarle (Joann. VII, 34). Se confesarán los desventurados a la hora de la muerte, prometerán, llorarán, buscarán piedad en Dios, pero sin saber lo que se hacen. A éstos les sucede lo mismo que sucedería a uno, que se viese bajo los pies de su enemigo que le tuviera puesto el puñal a la garganta en actitud de matarle: el infeliz lloraría entonces, le pediría perdón, prometería servirle como esclavo toda su vida; ¿pero acaso le daría crédito el enemigo? No; antes creería que aquellas eran palabras fingidas para poder librarse de sus manos, y que después, si le perdonaba, le aborrecería todavía más que antes. Del mismo modo, viendo Dios que todo arrepentimiento y promesas del pecador moribundo no salen del corazón, sino que son obra del miedo que tiene a la condenación eterna que ve tan próxima, no le concede el perdón; porque el temor que no va acompañado del amor de Dios no puede justificar al pecador, como dice el santo Evangelio: Qui non diligit menent in morte.
El sacerdote que asiste al moribundo, hace la recomendación del alma, y suplica al Señor diciendo: Reconoced, ¡oh Señor! a esta criatura vuestra. Pero Dios le responde:
Conozco que es criatura mía; pero él no me ha honrado como a su Criador, sino que me ha tratado como a enemigo. Sigue suplicando el sacerdote, y dice: No os acordéis de sus antiguas iniquidades. Y Dios responde: Yo le perdonaría sus culpas pasadas, cometidas en sus años juveniles; pero él ha seguido despreciándome hasta la hora de la muerte.
Me volvieron la espalda y no la cara, y ahora, en el tiempo de su aflicción ¿quieren que los libre del castigo? Que llamen a sus dioses, esto es, a aquellas creaturas, aquellas riquezas, aquellos amigos a quiénes amaron más que a mi: pídanles que vengan ahora a librarles del Infierno que les espera. A mi solamente me toca el presente castigar las ofensas que me hicieron. Ellos despreciaron mis amenazas hechas a los pecadores contumaces, y no hicieron caso a ninguna de ellas. Por tanto, mi deber es, castigar los crímenes que cometieron. Llegó el tiempo de mi venganza, y es justo que se ejecute.
Esto puntualmente sucedió a cierto vecino de Madrid, que llevaba mala vida, como cuenta el P. Carlos Bovío; pero, movido de la muerte desastrada de un compañero suyo, se confesó, y hasta determinó entrar en una religión observante; habiendo empero descuidado poner en práctica su resolución, volvió a su mala vida pasada. Redució a la miseria, anduvo vagando por el mundo, y llegó a Lima en la América, donde habiendo caído enfermo, envió a llamar un confesor, y prometióle de nuevo mudar de vida y entrar en una religión. Más luego que sanó, volvió a su mala vida, y la venganza divina cayó sobre él. Un día aquel confesor que era misionero, al pasar por un monte, oyó una voz que parecía aullido de fiera; se acercó al sitio donde salía, y vió un moribundo medio podrido, que era el desesperado que aullaba, y comenzó a consolarle con suaves palabras; pero aquel desgraciado, abriendo los ojos, le reconoció y le dijo: ¿Eres tú? sin duda has venido a ser espectador de la Justicia divina. Sepas, pues que soy aquel enfermo a quien confesaste en el hospital de Lima: te prometí mudar de vida, mas no lo hice, y ahora muero desesperado. Y luego el desventurado exhaló el alma.
Concluyamos oyentes míos, esta plática. Decidme, si uno se hallase en pecado, y le sobreviniera una enfermedad que le hiciese perder los sentidos, ¿que compasión no os causaría verle morir tan tristemente, sin sacramentos, y sin dar señales de arrepentimiento? ¿Y no es loco aquel, que teniendo tiempo para reconciliarse con Dios, sigue en el pecado, o torna a pecar, poniéndose en peligro de morir repentinamente? El Señor nos dice, que el Hijo de Dios vendrá a juzgarno a la hora que menos pensemos. Una muerte imprevista puede sucedernos a cualquiera de nosotros, como ha sucedido a tantos otros hombres. Y es necesario tener presente, que todas las muertes que tienen los hombres de mala vida son imprevistas, aunque la enfermedad de algún plazo de tiempo; porque los días que dura la enfermedad, son días de tinieblas, días de confusión, en los cuales es difícil, y aún moralmente imposible, ajustar una conciencia manchada con una larga serie de vicios y de pecados. Decidme, hermanos míos; si os hallaseis ahora en peligro inminente de morir, desahuciados de los médicos, y luchando ya con las agonías de la muerte, ¿con cuanta ansia desearíais que se os concediera un mes de tiempo, o una semana, para ajustar vuestras cuentas con Dios? Dios, pues, os concede este tiempo, os llama, y os hace conocer el peligro en que estáis de condenaros.
Ocupaos, por tanto, del negocio de vuestra salvación. ¿Que es lo que esperáis? ¿Acaso que Dios os envíe al Infierno? Obrad bien mientras tenéis tiempo, mientras vivís sobre la tierra, porque si os sorprenden las tinieblas de la muerte, nada podréis hacer ya para asegurar vuestra salvación. Mañana me enmendaré, dice el pecador enfurecido. Y ¿quién te asegura que llegarás a mañana? Lo que esa respuesta significa es, que amas más al vicio que a Dios, y que desprecias las divinas inspiraciones que el Señor te envía para separarte del borde del abismo en que te hallas. Sepas, pues, que cuando quieras desviarte de él, el Señor te abandonará por lo mismo que tu le desprecias al presente; porque escrito está, que el que ama el peligro perecerá en él: Qui amant periculu in illo peribit. ¡Ea, pues, cristianos! Dad la espalda al pecado hoy mismo, sin esperar a mañana; volveos a Jesucristo, que os llama a su redil con silbos amorosos, y os espera con los brazos abiertos para abrazaros.
Hacedlo así por las entrañas de Jesucristo, y yo en su nombre os aseguro, que este Padre amoroso de los pecadores os perdonará vuestras culpas, y os dará la vida eterna.