Homilía
IX domingo después de Pentecostés
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Dios
ha dispuesto en nuestra naturaleza un mecanismo que todos hemos experimentado y
que normalmente no nos detenemos a reflexionar: el llanto, -el lloro-: derramar
lágrimas a causa de la experimentación de una determinada emoción.
Llorar
es un rasgo exclusivamente humano, una de las “expresiones específicas del
hombre”, un hecho universal que en todas las culturas y tiempos se ha dado y
que todas las personas experimentan.
Los
motivos son muy diferentes y a veces incluso contradictorios: el exceso de
pena, nos provoca a veces risa, y el exceso de dicha, nos hace llorar…
El
llanto como rasgo propio del hombre, apenas se encuentra estudiado, y a pesar
de que se conoce el funcionamiento fisiológico de las lágrimas e incluso
podríamos enumerar las motivaciones psicológicas que llevan al llanto, el llorar
sigue siendo en gran parte un misterio relacionado con nuestra fragilidad y
debilidad, con nuestra capacidad de sentir y amar.
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
En
los evangelios se recogen tres ocasiones donde explícitamente se nos dice que
Nuestro Señor Jesucristo lloró: ante la tumba de su amigo Lázaro, en la Agonía
en el Huerto de los Olivos y en el Evangelio que hemos proclamado en este
domingo: cuando al acercarse a Jerusalén y contemplar la ciudad; Jesús llora
sobre ella.
Jesús
es verdadero hombre y, a pesar de ser Dios verdadero, experimenta la debilidad
y fragilidad de la naturaleza humana. ¡Qué hermosos son esos villancicos que
cantamos en navidad que nos habla de esas lágrimas como cristales transparentes
que caen de los ojos del niño Jesús!
Jesús,
siendo Dios, experimenta la pena, el dolor, el sufrimiento y el miedo… Es el
misterio de su Encarnación, de su abajamiento, “siendo Dios, quiso hacerse
hombre”, no un superhombre o superhéroe, quiso vivir nuestra misma vida, quiso
ser “como uno de tantos”.
El
mismo Señor Jesucristo aceptando la fragilidad de nuestra carne quiso
enseñarnos que Dios ha querido hacer nuestra naturaleza así: frágil, débil,
limitada, no como algo malo o
negativo, como dicen ciertas ideologías
idealistas –que sobreviven siempre transformadas- en donde el verdadero hombre
es el fuerte, el poderoso, el sano, el joven, el genéticamente y físicamente
perfecto…
Jesús,
al llorar, nos enseña también que Dios es compasivo, que se compadece de los
que lloran y sufren… El mismo llama bienaventurados a los que sufren porque
ellos serán consolados. El Dios cristiano, no es un Dios lejano y ajeno a la
vida del hombre… Es un Dios atento, cuya mirada de bondad nos cuida, nos
acompaña y nos serena en nuestras penas.
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Si
ver a cualquier persona llorar provoca en nuestro corazón la compasión y nos
mueve a consolarlo, ese movimiento todavía se hace más grande cuando la persona
es más indefensa y frágil: el llanto de los niños, el llanto de las mujeres, el
llanto de las víctimas de las guerras y de las injusticias humanas…
¿Cómo,
entonces, habría de movernos a compasión el llanto del buen Jesús, el llanto
del mismo Dios? Nuestro corazón debería estremecerse al escuchar que Jesús, el
Hijo eterno de Dios, lloró. Debería nacer
en nosotros un inmenso deseo de consolar al buen Jesús, de manifestarle nuestro
amor y amistad, nuestro deseo de tranquilizar su pena, de secar sus lágrimas… Decirle:
¡Jesús mío, ¿por qué lloras? ¡Jesús mío, no llores más!
Si
nuestro corazón fuese compasivo y amásemos a Jesús de verdad no habría fuerza
humana que nos detuviese en deseos de consolarlo.
Por
el contrario, podemos constatar nuestra frialdad o al menos nuestra
indiferencia o nuestro pobre amor que se queda impasible ante las lágrimas del
buen Jesús. ¡Ojalá nuestro corazón se encendiese en vivos deseos de amor hacia
Aquel que nos ha amado primero y con un amor tan infinito y manifiesto!
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
¿Por
qué llora Jesús ante Jerusalén? Las palabras que el mismo pronuncia acompañando
su llanto, nos dicen cuál es el motivo: ¡Ah,
sí conocieses también tú, en este día, el mensaje de la paz! Mas ahora está
oculto a tus ojos.
Jesús
llora sobre Jerusalén, la capital del pueblo elegido, de Israel, la ciudad
santa elegida por Dios para habitar en medio de su pueblo, porque Jerusalén no
quiere conocer el don de la paz que Jesús mismo ha traído consigo. Jerusalén se
encierra en sí misma y en sus propias tradiciones, no escucha la voz de los profetas
sino que los persigue y mata, y cierra sus oídos al mismo Verbo de Dios maquinando
como silenciarlo y acabar con su vida.
Jerusalén
ha cerrado sus ojos ante el misterio de Dios hecho hombre: no entiende las
profecías antiguas que hablan de Jesús, no reconocen sus signos y milagros que
de forma patente manifiestan que él es el Mesías esperado… Jerusalén se ha
cegado ante los faros deslumbrantes del poder, del dinero, de la relevancia. En
definitiva, de las luces deslumbrantes de la tentación y el pecado.
Las
consecuencias son tremendas: “Vendrán
días sobre ti, en que te circunvalaran tus enemigos y te rodearán y te
estrecharán por todas partes, y te arrasarán con tus hijos dentro de ti, y no
dejarán en ti piedra sobre piedra, por no haber conocido el tiempo en que Dios
te ha visitado.”
Jesús,
anuncia proféticamente la destrucción de Jerusalén y como hasta nuestro días,
aquella cuyo nombre significa “ciudad de paz” estará enredada en continuos
conflictos y guerras, porque no ha conocido el tiempo en que Dios le ha
visitado.
La
oración universal del Viernes Santo no invita a pedir por la conversión del
pueblo judío: una oración que hemos de hacer también nosotros todos los días.
Es de justicia: por medio de ellos –el pueblo judío-, nos ha venido a nosotros,
pueblos de la gentilidad, la fe, la salvación.
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Las
lágrimas que Jesús derrama sobre Jerusalén tienen todavía un sentido más
profundo y universal. No podemos limitarlas solamente a la ciudad física, a
aquellos ciudadanos del momento y al acontecimiento histórico de su
destrucción.
La
lágrimas de Jesús son lágrimas de también que el derrama al contemplar el
mundo, al contemplar su Iglesia, al contemplar a cada alma.
Jesús
llora por el mundo, por nuestro hoy, por toda la historia. La palabra de Dios vino al mundo y el mundo no la conoció. Desde el
primer pecado de Adán y Eva, el mundo ha vivido en constante rebelión contra su
Creador. Y a pesar de que Dios ha venido a nosotros y se ha manifestado, el
mundo tiene a Dios por enemigo: estorba su presencia, se hace molesto su amor y
su misericordia, su Palabra es rechazada. El mundo vive enfangado en el pecado –como
señala el Apóstol en la epístola- el mundo vive en la idolatría, la impureza y
en la lucha contra Dios.
Hemos
de pedir por la conversión del mundo y para que el artífice de todo mal,
Satanás, el príncipe de este mundo, sea reprimido y arrogado al infierno para
que cese su acción maléfica sobre las almas.
Jesús
llora por su Iglesia, esa Iglesia Inmaculada que él ha purificado por el agua
del Bautismo, pero que llevada también por el espíritu mundano en muchos de sus
miembros ha cedido ante los criterios modernos de popularidad silenciando y
adulterando el único Evangelio de Jesucristo y la fe de siempre y que –en expresión
del Cardenal Ratzinger en aquel Viacrucis del año 2005- parece una barca que va
al naufragio. Hemos también de pedir por la conversión de la Iglesia, de sus
pastores y de los fieles.
Jesús
llora al contemplar a cada alma rescatada no con oro ni plata sino al precio de
su preciosísima sangre. Cada infidelidad, cada omisión, cada silencio, cada
pecado, cada cosa de esas que “decimos que no tienen importancia” son motivo
para que Jesús vuelva a llorar amargamente por la dureza de nuestro corazón y
nuestra impiedad.
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Queridos
hermanos:
En
este domingo; pidamos al Señor la gracia de compadecernos de sus lágrimas y
llenos de su amor y sus mismos sentimientos
también nosotros lloremos por el pueblo
de Israel, por el mundo que vive olvidado de Dios, por la Iglesia en tantos
aspectos mundanizada, por los pobres pecadores, y también por nosotros mismos,
por nuestros pecados.
Que
las lágrimas, sino de nuestros ojos, al menos de nuestro corazón, acompañen
nuestra oración y nuestros sacrificios, nuestra esfuerzo por vivir nuestra
vocación cristiana, nuestra lucha contra
el pecado, nuestro arrepentimiento y deseos del bien.
A
María Santísima, Nuestra Señora de las Lágrimas, que al pie de la cruz llorosa,
supo acompañar a su Hijo, que por su intercesión nosotros vivamos también así
unidos a Jesús.
Termino
con esa composición poética que suele escucharse en el tiempo Cuaresmal y que
puedo ayudarnos a expresar nuestra oración:
Los hombros traigo cargados
de graves culpas, mi Dios;
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.
Yo soy quien ha de llorar,
por ser acto de flaqueza;
que no hay en naturaleza
más flaqueza que el pecar.
Y, pues andamos trocados,
que yo peco y lloráis vos,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.
Vos sois quien cargar se puede
estas mis culpas mortales,
que la menor destas tales
a cualquier peso excede; '
y, pues que son tan pesados
aquestos yerros, mi Dios,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.
Así
lo pedimos. Que así sea.