Hay dos clases de pureza en el amor de Jesucristo.
La primera es la pureza virginal, que brota como fruto natural del amor de Jesús. El alma, prendada de este amor, prevenida de este atractivo, quiere consagrar su corazón a su esposo y hacerle entrega de todo: ut sit sancta corpore et spiritu –tratando de ser santa en el cuerpo y en el espíritu (1Co 7, 34). Es una azucena y Jesús se complace entre azucenas.
Reina en su espíritu sosegado y puro, donde la verdad sola resplandece.
Reina en el corazón, donde se encuentra como rey en su trono.
Reina en el cuerpo, cuyos miembros todos le están consagrados y ofrecidos como hostia viva, santa y de agradable olor: Ut exhibetis corpora vestra hostiam viventem, sanctam, Deo placentem (Ro 12, 1).
Esta pureza constituye la fuerza de un alma. El demonio tiembla ante una virgen, y por la Virgen fue vencido el mundo.
¿Hay muchos corazones que nunca han amado más que a Jesucristo?
Debiera haberlos, si se considera quién es Jesucristo. ¿Qué hombre o qué rey, hay que pueda comparársele? ¿Quién es mayor, más santo o más amante? No cabe duda de que la realeza de este mundo no vale la realeza virginal de Jesucristo.
Corazones enamorados de Jesús, los hubo muchos en los siglos de persecución, muchos también en los siglos de fe, y eso porque sabían apreciar en lo justo el honor de no entregarse y de no pertenecer sino al rey de los cielos. Los hay también muchos hoy, a pesar de la guerra que les hacen el mundo y la sangre; son como ángeles en medio del mundo y como mártires de su fidelidad, pues los combates que les libran el mundo y los parientes son terribles y pérfidos, y no hay flecha que no se les lance para arrancarles esa regia corona que de manos de su esposo Jesús recibieran.
Nuestro Señor recompensa esta fidelidad uniéndose con sus almas de modo cada vez más íntimo, y como es pureza por esencia, incesantemente las va purificando y las trueca en oro purísimo.
No hay premio que pueda compararse al que ellas tendrán en el cielo. “Vi, dice san Juan, el apóstol virgen, vi que el Cordero estaba sobre el monte Sión, y con Él ciento cuarenta y cuatro mil personas que tenían escrito en sus frentes el nombre de Él y el nombre de su Padre... Y cantaban como un cantar nuevo ante el trono del Cordero, y nadie podía cantar aquel cántico fuera de las vírgenes. Por ser vírgenes y estar sin mancilla siguen al Cordero doquiera que vaya” (Ap 7, 10).
Para los que no tienen esa corona de la pureza virginal, resta la pureza de la penitencia. Es bella, noble y fuerte esa pureza reconquistada y guardada a fuerza de los más violentos combates y de los sacrificios más costosos a la naturaleza. Hace al alma vigorosa y dueña de sí misma. Es también un fruto del amor de Jesús.
El primer efecto del amor divino al tomar posesión de un corazón contrito es rehabilitarlo, purificarlo y ennoblecerlo; en suma, hacerlo honorable.
Luego el amor lo sostiene en los combates que le sea menester sostener contra sus antiguos señores, sus hábitos viciosos.
El amor penitente da un ejemplo magnífico: es una virtud pública por los combates que libra y por las cadenas que rompe.
Son sublimes sus victorias; su triunfo completo consiste en hacer al hombre modesto.
Compremos, por tanto, aun a costa de los mayores sacrificios, este oro aquilatado en el fuego de la pureza, para enriquecernos y revestirnos de la cándida vestidura, sin la que nadie entra en el cielo. Esto es lo que san Juan advierte al obispo de Laodicea: Suadeo tibi emere a me aurum ignitum, probatum, ut locuples fias et vestimentis albis induaris –te aconsejo: cómprame oro purificado en el fuego para enriquecerte, vestidos blancos para revestirte (Ap 3, 18).
¿Quién subirá hasta el monte del Señor? El que es inocente en sus obras y tiene corazón puro.
Purificarnos, tal es la tarea más importante de la vida presente. Nada manchado podrá entrar donde reina la santidad de Dios, y para verle y contemplar el resplandor de su gloria preciso es que el ojo de nuestro corazón esté completamente puro. Aun cuando no tuviéramos más que un átomo de polvo en nuestra túnica, no entraríamos en el cielo sin antes purificarlo en la sangre del cordero. Sobre ello ha empeñado el Salvador su palabra, que no puede dejar de cumplirse: “En verdad os digo que de toda palabra ociosa que dijeren, darán los hombres cuenta en el día del juicio” (Mt 12, 36).
Hay que purificarse sin cesar. Antes huir a un desierto y condenarse a una vida de sacrificios, antes abandonar todas las obras, por bellas y buenas que fuesen, que perder el tesoro de la pureza. Todas las almas que pudiéramos salvar no valen lo que la salvación de nuestra propia alma. Aquello que Dios quiere antes que todo y por encima de todo, aquello sin lo cual todo lo demás para nada sirve, somos nosotros mismos.
¡Ah! Si no tenemos todas las virtudes heroicas y sublimes de los santos, seamos al menos puros, y si hemos tenido la desdicha de perder la inocencia bautismal, revistámonos de la inocencia laboriosa que nos comunica la penitencia.
No cabe vida de amor sin pureza.