17 DE SEPTIEMBRE
SAN PEDRO DE ARBUÉS
CANÓNIGO REGULAR, MÁRTIR (1441-1485)
E llamó Pedro, y fue inquisidor y mártir. Lo mismo que el Beato Pedro de Castelmán y San Pedro de Verona. De las páginas de la «leyenda negra española» voló a las del Catálogo de los Santos. Pío IX —un papa odiado y perseguido, como él, por las sectas— lo encumbró a la gloria inmarcesible de los altares, el 29 de junio de 1867. i Buena cédula de redención frente a los enemigos del Santo Oficio!...
Es de Épila, en el Reino de Aragón. Sus padres: Antonio Arbués y Jiménez de Villanueva y Sancha Ruiz de Sádava. Sus antepasados ciñeron corona real. Ha nacido con bríos para grabar su nombre en la historia. Desde su infancia —dice un antiguo biógrafo— «doró el hierro del pecado original con el oro celeste de las virtudes». En ambiente familiar de irreprensible catolicismo recibe las primeras impresiones de la vida. Buenos maestros —en la doble acepción de la palabra— cultivan sus excelentes disposiciones de inteligencia y corazón. En Lérida y Zaragoza cursa Humanidades, con asombro de sus compañeros, e incluso de su mismo padre, que le permite ampliar sus estudios en el célebre «Colegio Mayor de San Clemente», para jóvenes españoles, fundado en Bolonia por voluntad de nuestro egregio cardenal don Gil de Albornoz.
Cinco años permanece Pedro de Arbués en aquel Gimnasio. Desde el primer día pone empeño en la senda trazada, y al propio tiempo que se perfecciona en ciencia, crece también en piedad. No conoce la emulación ni la envidia, porque es dechado de costumbres puras, de modestia, de caridad y de trabajo. Tiene talento para obtener el número uno en los estudios, y arrestos para atar corto la pasión. Su firmeza y lealtad no desmienten su origen aragonés y anuncian claramente su destino. Por sus grandes merecimientos se le encomienda una cátedra de Filosofía y Moral en la Universidad boloñesa, la cual, al distinguirle con la orla doctoral en Sagrada Teología —473— le manifiesta su estimación en una cláusula inusitada en semejantes actos académicos: «Los multiplicados dones de virtudes con que el Altísimo engrandeció la persona del Maestro de Artes y Filosofía, Pedro de Arbués...». Sí, pero ¡cuánta tenacidad y desprendimiento ignorados se escondían tras el honorífico atestado universitario!...
Hasta España llegó la voz de que en los repliegues de esta alma predilecta maduraba un santo.
A fines de 1474, el joven Doctor recibe la inesperada noticia de su elevación al canonicato de la Metropolitana del Salvador —hoy La Seo— de Zaragoza. No acepta el honroso cargo sin maduro examen, y si se doblega —dice al arzobispo don Juan de Aragón—, lo hace «a fin de procurar la gloria de Dios y servir mejor a la Iglesia».
Noviciado ejemplarísimo. Profesión solemne, en 1476. Ordenación sacerdotal. Ahora lleva por lema. de su vida la «caridad» de Cristo. Bajo la Regla de San Agustín, Pedro es el hombre humilde, abnegado, pródigo, exigente consigo mismo. El estudio, el Coro, la beneficencia y la formación de los niños para el Santuario absorben toda su actividad. El pueblo lo conoce y venera. He aquí su veredicto: «el santo Maestro Épila». Y Pedro dice humildemente: «Deseo convertirme de mal sacerdote en buen mártir».
Y lo fue. ¿De qué? De una institución eclesiástica cuyo nombre ha transformado la perfidia anticatólica en hito de execración y horror: la Inquisición. De una institución establecida en España por los Reyes Católicos en 1482 con aprobación de Sixto IV —, para reprimir la herejía y lograr la unidad religiosa del Imperio, y cuyo lema — misericordia et justitia— dice claramente lo que fue, ya que en ella — habla el protestante Scnäter— «hubo siempre un deseo de proceder con extrema rectitud».
El año 1484, Torquemada, primer Inquisidor General, convoca -una junta en Zaragoza, y nombra Inquisidor del Santo Oficio en el Reino de Aragón al canónigo Pedro de Arbués.
Lo han sellado para el martirio. No es posible calcular la dosis de dulzura y caridad empleada por el Santo. en el desempeño de su espinoso oficio. Más bien que juez, es un padre bondadoso. Imaginar otra cosa, viéndole en los altares, sería un delito. Pero — buen aragonés— sabe dar la cara, sin temor val comentario cáustico, al prejuicio rastrero, al escándalo farisaico, a la actitud hostil de mahometanos y relapsos, de herejes y conspiradores.
Los judaizantes han tenido conventículo secreto en casa de Luis de Santángel. ¿Para qué? Lo ha dicho García de Morós: «Se impone matar a un inquisidor; que, muerto él, no osarán venir otros». La cabeza del «Maestro Épila» es puesta a precio. Siete facinerosos se conjuran para perpetrar el crimen sacrílego. «Nada temo —dice el Santo al enterarse de las tenebrosas. maquinaciones— yo guardo el honor de Dios y de su Fe».
La noche del 14 al 15 de septiembre llega Pedro a La Seo para el rezo de Maitines. Los conjurados le esperan apostados a las columnas. Ya se ha acercado al altar. Duranzo se le aproxima sigiloso, lo reconoce, y titubea. Pero una voz endemoniada le grita: «¡Hiérele, traidor, que es él!».
Sí, era él. Y cayó cosido a puñaladas, mientras decía: «¡Sea bendito Jesucristo, pues muero por su santa Fe!».
Dos días después volaba al cielo, perdonando a sus asesinos, como Jesús.