lunes, 18 de marzo de 2019

ESCUCHAR A CRISTO. Homilía


 
Homilía del II domingo de Cuaresma 2019

La Cuaresma va avanzando. Cuaresma que es imagen –como nos dicen los Padres de la Iglesia y recuerda el catecismo mayor de san Pío X- del tiempo de nuestra propia vida, de nuestra peregrinación desde que hemos sido llamados a la existencia por Dios hasta que tengamos que presentarnos nuevamente ante él.

Una peregrinación que como el pueblo de Israel es en el desierto: 40 años -el tiempo de una vida- caminó Israel antes de entrar en la tierra prometida. Desierto donde no hay comodidad, donde todo es áspero y angosto, donde frío y calor son extremos; desierto donde falta alimento y bebida, desierto donde se sufre de soledad y desamparo, desierto que muchas veces con sus  espejismos nos hace perder el horizonte… desierto en el que nos faltan las referencias claras para orientarnos… 
Acordaos del pueblo de Israel, como a pesar de haber experimentado la actuación de Dios en su liberación de Egipto, tropieza, cae, protesta, reniega, se rebela, se pierde en la idolatría…
Una vida de desierto es la vida del hombre en este mundo. ¡Qué bien lo supo expresar el obispo compostelano, San Pedro de Mezonzo- en el rezo de la Salve a Nuestra Señora: A ti llamamos, los desterrados hijos de Eva, A ti suspiramos en este valle de lágrimas.
Al desierto de este mundo quiso venir nuestro Señor Jesucristo, para que admirásemos su deseo de ser en todo semejante a nosotros. Sufrió el desierto y no quiso librase de él, para que en el tuviésemos nosotros nuestra fortaleza. Por eso el apóstol san Pablo nos dirá: “Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.”

Esta peregrinación por el desierto no es un crucero o un paseo cómodo… sino que se presenta como combate y lucha, porque en el desierto se hace presente Satanás para tentarnos. Y en esto también Nuestro Señor Jesucristo consintió ser igual a nosotros. Se dejó ser tentado, para que nosotros venciésemos también apoyados en su victoria.
Este combate y lucha dura toda la vida. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra. (Job)  porque “el demonio, que como león rugiente busca a quien devorar.” 
El Apóstol san Pablo lo sabe y por ello nos dice en la carta a los efesios:  "Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo.  Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre,  sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros firmes."

Cuando nos olvidamos de esto, la vida cristiana se debilita y como somos muy olvidadizos la Iglesia quiere recordárnoslo cada año. El desaliento, la tibieza, la mediocridad, la indiferencia y el relativismo son los enemigos más fuertes con lo que el hombre ha de luchar.
Hemos escuchado en la epístola como el Apóstol decía: la voluntad de Dios es esta: vuestra santificación. Dios quiere que seamos santos, es esta nuestra vocación y nuestro destino… solo podremos entrar en la Tierra de promisión si somos santos. En el cielo no pueden entrar más que los santos. Si llegamos al cielo, nuestra peregrinación por el desierto de esta vida habrá valido la pena; sino de nada no habrá servido la vida
No podemos dejar de hacernos estas preguntas: ¿Queremos de verdad ir al cielo? ¿Queremos ser santos nosotros? ¿Nos creemos de corazón estas verdades?
¡Cuántas veces las incoherencias de nuestra vida manifiestan que de verdad no nos creemos esto, que no queremos ir al cielo, que no queremos ser santos!

Hemos escuchado en el Evangelio el relato de la Transfiguración del Señor. Nuestro Señor Jesucristo subiendo a Jerusalén donde debía padecer por nosotros, previendo la flaqueza de los apóstoles, escogió a tres de ellos y mostró su gloria:
Lo hizo para que aun no comprendiendo plenamente el misterio de su pasión y muerte, subieran con él a Jerusalén y no se acobardasen en el seguimiento del Maestro.
Quiso transfigurase para que en el momento de la Pasión, los apóstoles no perdiesen totalmente la fe, sino que anclados en esta gracia de haberle contemplado por un instante en su gloria, fueran fuertes y mantuviesen la esperanza en la resurrección.
Lo hizo el Señor por nosotros para que también en nuestra peregrinaje por el desierto de esta vida, ante el desaliento y la tentación no sucumbiésemos sino que resistiendo al enemigo de nuestra salvación, combatiésemos con valentía y corriésemos hacia la meta que nos aguarda donde Cristo nos dará una corona que no se marchita.

Cuando nos invade el desaliento ante las equivocaciones, fracasos, o sufrimientos, cuando la tibieza y la mediocridad han enfriado nuestro amor primero pero el apego a los bienes de este mundo, cuando la indiferencia o el relativismo nos hacen confundir el bien y la verdad con la mentira y el error somos tentados fácilmente contra la fe en Jesucristo.  ¿Vale la pena creer? ¿De qué me sirve la fe si no me libra de los problemas y de las dificultades? ¿Para qué esforzarse en cumplir los mandamientos? ¿Qué garantías tengo de que esto es verdad? ¿Qué vamos a saber si hay cielo o infierno? Y así, un mar de dudas e interrogantes acerca de todas las verdades de nuestra fe.  ¿No será todo esto un invento?
Y junto a estas tentaciones, viene la nostalgia de Egipto, del pecado, de la vida sin Dios, como le pasó al pueblo de Israel en el desierto. Echaban de menos las cebollas y los ajos que podían comer en Egipto. 

¿Qué hacer en este estado, cuando acecha la tentación? El Evangelio de hoy nos da la respuesta:  “Vino una nube resplandeciente y los cubrió y una voz dijo desde la nube:  Éste es mi Hijo muy amado, en quien me complazco; escuchadle.”

Ante la duda y las tentaciones, tenemos que escuchar a Cristo, el Hijo amado del Padre.
¿Qué le pasó a Adán y a Eva en el paraíso? Dejaron de escuchar a Dios y prestaron atención a la mentira de la serpiente.
¿Qué nos pasa a nosotros cuando pecamos? Que dejamos de escuchar a Jesucristo y nos dejamos seducir por la falsedad de Satanás, padre de la mentira.
Si queremos vencer en esta lucha y llegar al final de nuestra peregrinación, tenemos que escuchar a Cristo. Escucharlo y fiarnos de él. Escuchar y cumplir su palabra. Nos lo manda el Padre.

Jesucristo es la Palabra de la Padre, que existe desde el principio, y que desde el principio está junto al Padre y esta Palabra es Dios. Por lo tanto, si Jesucristo es Dios, su palabra tiene toda garantía de verdad y credibilidad. Ni puede engañarse, ni engañarnos.
Jesucristo es la Palabra de Padre por quién todas las cosas han sido creadas y en las que todas las cosas tienen sentido. Jesucristo responde a las preguntas más profundas del  corazón humano.  
Jesucristo es la Palabra del Padre que habló a los hombres por medio de los profetas. Y por eso, en él se cumplen todas las Escrituras, tal y como había sido anunciado a los mayores.
Jesucristo es la Palabra de Padre  hecha carne por nosotros y por nuestra salvación.
Jesucristo es la Palabra del Padre que el mismo nos ha dicho y que hablo nuestras mismas palabras para que le entendiésemos: Mi doctrina no es mía. Lo que os enseño, no es mío, sino que os digo lo que escuché del Padre que me envió. Palabra del Padre para todos, para el hombre de todos los tiempos y lugares, de toda raza y condición. “Te bendigo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.”    
Jesucristo es toda la Palabra del Padre y por él se no ha dicho todo lo que se nos tenía que decir para que pudiésemos salvarnos. “No tenemos otro nombre por tanto por el que podamos salvarnos.” Jesucristo es el único mediador y salvador de los hombres. Él es el camino, -no un camino entre otros. Él es la verdad, no una verdad más. Él es la vida, no una forma de vida como otra cualquiera.
Jesucristo es la Palabra abreviada del Padre –en expresión de los Padres- que al tomar nuestra humanidad y sufrir la Pasión- se silencia y enmudece. Y es este silencio del que es la misma Palabra del Padre - Jesucristo muerto en la cruz- el que se convierte en la palabra más locuaz y en el mensaje más impresionante que podríamos esperar: estoy aquí en la cruz y me entrego por ti, porque te amo y quiero salvarte.
Jesucristo es la Palabra del Padre que en la mañana de la resurrección alegra el corazón del mundo envuelto en tinieblas de muerte y de pecado: No tengáis miedo. Yo he vencido al mundo. Jesucristo Resucitado es la Palabra del Padre que llena de esperanza la existencia del hombre llamándole al cielo y ofreciéndole la misma vida de Dios: Este es mi deseo, que donde estoy yo, estéis también vosotros.
Ante Jesucristo Palabra del Padre solo hay dos actitudes posibles: acogida o rechazo. Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios.  En un mundo en que las palabras se las lleva el viento, en un mundo donde existen tantos charlatanes, en un mundo donde se nos ofrecen tantas mentiras a precio de verdad, recibamos el mandato del Padre, escuchemos a Cristo, fiémonos de él y cumplamos su palabra.
Que nuestra Señora y Madre, al vernos tan desamparados y sin fuerzas, nos enseñe y nos ayude a decir como ella: Señor, hágase en mí, según tu Palabra, cúmplase en mí tu voluntad. Amén.