Homilía del II
domingo de Cuaresma 2019
La Cuaresma va avanzando. Cuaresma que
es imagen –como nos dicen los Padres de la Iglesia y recuerda el catecismo
mayor de san Pío X- del tiempo de nuestra propia vida, de nuestra peregrinación
desde que hemos sido llamados a la existencia por Dios hasta que tengamos que
presentarnos nuevamente ante él.
Una
peregrinación que como el pueblo de Israel es en el desierto: 40 años -el
tiempo de una vida- caminó Israel antes de entrar en la tierra prometida. Desierto
donde no hay comodidad, donde todo es áspero y angosto, donde frío y calor son
extremos; desierto donde falta alimento y bebida, desierto donde se sufre de
soledad y desamparo, desierto que muchas veces con sus espejismos nos hace perder el horizonte…
desierto en el que nos faltan las referencias claras para orientarnos…
Acordaos
del pueblo de Israel, como a pesar de haber experimentado la actuación de Dios
en su liberación de Egipto, tropieza, cae, protesta, reniega, se rebela, se
pierde en la idolatría…
Una
vida de desierto es la vida del hombre en este mundo. ¡Qué bien lo supo
expresar el obispo compostelano, San Pedro de Mezonzo- en el rezo de la Salve a
Nuestra Señora: A ti llamamos, los desterrados hijos de Eva, A ti suspiramos en
este valle de lágrimas.
Al
desierto de este mundo quiso venir nuestro Señor Jesucristo, para que
admirásemos su deseo de ser en todo semejante a nosotros. Sufrió el desierto y
no quiso librase de él, para que en el tuviésemos nosotros nuestra fortaleza.
Por eso el apóstol san Pablo nos dirá: “Fortaleceos en el Señor y en la fuerza
de su poder.”
Esta
peregrinación por el desierto no es un crucero o un paseo cómodo… sino que se
presenta como combate y lucha, porque en el desierto se hace presente Satanás
para tentarnos. Y en esto también Nuestro Señor Jesucristo consintió ser igual
a nosotros. Se dejó ser tentado, para que nosotros venciésemos también apoyados
en su victoria.
Este
combate y lucha dura toda la vida. Milicia es la vida del hombre sobre la
tierra. (Job) porque “el demonio, que
como león rugiente busca a quien devorar.”
El
Apóstol san Pablo lo sabe y por ello nos dice en la carta a los efesios: "Revestíos de las armas de Dios para poder
resistir a las acechanzas del Diablo. Porque
nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las
Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los
Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios,
para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros
firmes."
Cuando
nos olvidamos de esto, la vida cristiana se debilita y como somos muy
olvidadizos la Iglesia quiere recordárnoslo cada año. El desaliento, la
tibieza, la mediocridad, la indiferencia y el relativismo son los enemigos más
fuertes con lo que el hombre ha de luchar.
Hemos
escuchado en la epístola como el Apóstol decía: la voluntad de Dios es esta:
vuestra santificación. Dios quiere que seamos santos, es esta nuestra vocación
y nuestro destino… solo podremos entrar en la Tierra de promisión si somos
santos. En el cielo no pueden entrar más que los santos. Si llegamos al cielo,
nuestra peregrinación por el desierto de esta vida habrá valido la pena; sino
de nada no habrá servido la vida
No
podemos dejar de hacernos estas preguntas: ¿Queremos de verdad ir al cielo?
¿Queremos ser santos nosotros? ¿Nos creemos de corazón estas verdades?
¡Cuántas
veces las incoherencias de nuestra vida manifiestan que de verdad no nos creemos
esto, que no queremos ir al cielo, que no queremos ser santos!
Hemos
escuchado en el Evangelio el relato de la Transfiguración del Señor. Nuestro
Señor Jesucristo subiendo a Jerusalén donde debía padecer por nosotros,
previendo la flaqueza de los apóstoles, escogió a tres de ellos y mostró su
gloria:
Lo
hizo para que aun no comprendiendo plenamente el misterio de su pasión y
muerte, subieran con él a Jerusalén y no se acobardasen en el seguimiento del
Maestro.
Quiso
transfigurase para que en el momento de la Pasión, los apóstoles no perdiesen
totalmente la fe, sino que anclados en esta gracia de haberle contemplado por
un instante en su gloria, fueran fuertes y mantuviesen la esperanza en la
resurrección.
Lo
hizo el Señor por nosotros para que también en nuestra peregrinaje por el
desierto de esta vida, ante el desaliento y la tentación no sucumbiésemos sino
que resistiendo al enemigo de nuestra salvación, combatiésemos con valentía y
corriésemos hacia la meta que nos aguarda donde Cristo nos dará una corona que
no se marchita.
Cuando
nos invade el desaliento ante las equivocaciones, fracasos, o sufrimientos,
cuando la tibieza y la mediocridad han enfriado nuestro amor primero pero el
apego a los bienes de este mundo, cuando la indiferencia o el relativismo nos
hacen confundir el bien y la verdad con la mentira y el error somos tentados
fácilmente contra la fe en Jesucristo. ¿Vale
la pena creer? ¿De qué me sirve la fe si no me libra de los problemas y de las
dificultades? ¿Para qué esforzarse en cumplir los mandamientos? ¿Qué garantías
tengo de que esto es verdad? ¿Qué vamos a saber si hay cielo o infierno? Y así,
un mar de dudas e interrogantes acerca de todas las verdades de nuestra
fe. ¿No será todo esto un invento?
Y
junto a estas tentaciones, viene la nostalgia de Egipto, del pecado, de la vida
sin Dios, como le pasó al pueblo de Israel en el desierto. Echaban de menos las
cebollas y los ajos que podían comer en Egipto.
¿Qué
hacer en este estado, cuando acecha la tentación? El Evangelio de hoy nos da la
respuesta: “Vino una nube resplandeciente y los cubrió y una voz dijo desde la
nube: Éste es mi Hijo muy amado, en quien me complazco; escuchadle.”
Ante
la duda y las tentaciones, tenemos que escuchar a Cristo, el Hijo amado del
Padre.
¿Qué
le pasó a Adán y a Eva en el paraíso? Dejaron de escuchar a Dios y prestaron
atención a la mentira de la serpiente.
¿Qué
nos pasa a nosotros cuando pecamos? Que dejamos de escuchar a Jesucristo y nos
dejamos seducir por la falsedad de Satanás, padre de la mentira.
Si
queremos vencer en esta lucha y llegar al final de nuestra peregrinación,
tenemos que escuchar a Cristo. Escucharlo y fiarnos de él. Escuchar y cumplir
su palabra. Nos lo manda el Padre.
Jesucristo
es la Palabra de la Padre, que existe desde el principio, y que desde el
principio está junto al Padre y esta Palabra es Dios. Por lo tanto, si
Jesucristo es Dios, su palabra tiene toda garantía de verdad y credibilidad. Ni
puede engañarse, ni engañarnos.
Jesucristo
es la Palabra de Padre por quién todas las cosas han sido creadas y en las que
todas las cosas tienen sentido. Jesucristo responde a las preguntas más
profundas del corazón humano.
Jesucristo
es la Palabra del Padre que habló a los hombres por medio de los profetas. Y
por eso, en él se cumplen todas las Escrituras, tal y como había sido anunciado
a los mayores.
Jesucristo
es la Palabra de Padre hecha carne por
nosotros y por nuestra salvación.
Jesucristo
es la Palabra del Padre que el mismo nos ha dicho y que hablo nuestras mismas palabras
para que le entendiésemos: Mi doctrina no es mía. Lo que os enseño, no es mío,
sino que os digo lo que escuché del Padre que me envió. Palabra del Padre para
todos, para el hombre de todos los tiempos y lugares, de toda raza y condición.
“Te bendigo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos
y se las has revelado a la gente sencilla.”
Jesucristo
es toda la Palabra del Padre y por él se no ha dicho todo lo que se nos tenía
que decir para que pudiésemos salvarnos. “No tenemos otro nombre por tanto por
el que podamos salvarnos.” Jesucristo es el único mediador y salvador de los
hombres. Él es el camino, -no un camino entre otros. Él es la verdad, no una
verdad más. Él es la vida, no una forma de vida como otra cualquiera.
Jesucristo
es la Palabra abreviada del Padre –en expresión de los Padres- que al tomar
nuestra humanidad y sufrir la Pasión- se silencia y enmudece. Y es este
silencio del que es la misma Palabra del Padre - Jesucristo muerto en la cruz-
el que se convierte en la palabra más locuaz y en el mensaje más impresionante
que podríamos esperar: estoy aquí en la cruz y me entrego por ti, porque te amo
y quiero salvarte.
Jesucristo
es la Palabra del Padre que en la mañana de la resurrección alegra el corazón
del mundo envuelto en tinieblas de muerte y de pecado: No tengáis miedo. Yo he
vencido al mundo. Jesucristo Resucitado es la Palabra del Padre que llena de
esperanza la existencia del hombre llamándole al cielo y ofreciéndole la misma
vida de Dios: Este es mi deseo, que donde estoy yo, estéis también vosotros.
Ante
Jesucristo Palabra del Padre solo hay dos actitudes posibles: acogida o
rechazo. Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo
recibieron les dio poder de ser hijos de Dios.
En un mundo en que las palabras se las lleva el viento, en un mundo
donde existen tantos charlatanes, en un mundo donde se nos ofrecen tantas
mentiras a precio de verdad, recibamos el mandato del Padre, escuchemos a
Cristo, fiémonos de él y cumplamos su palabra.
Que
nuestra Señora y Madre, al vernos tan desamparados y sin fuerzas, nos enseñe y
nos ayude a decir como ella: Señor, hágase en mí, según tu Palabra, cúmplase en
mí tu voluntad. Amén.