lunes, 4 de marzo de 2019

ES CUESTIÓN DE AMOR. Homilía del domingo de quincuagésima



Domingo de Quicuagésima 2019
Estamos a las puertas de la Cuaresma. El próximo miércoles con la imposición de la ceniza y el día de ayuno y abstinencia de carne, comenzará la cuarentena penitencial que culminará en la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, misterio central de nuestra fe.
¿Con qué espíritu hemos de comenzar la cuaresma? ¿Qué nos ha de motivar?
A través de estos tres domingos que preceden al miércoles de ceniza, la Iglesia ha querido introducirnos paulatinamente e inculcarnos el verdadero espíritu para que realmente este tiempo sea tiempo de renovación de la vida cristiana y de crecimiento en la gracia.
La liturgia de este día quiere movernos a ello presentándonos en la palabra de Dios tres aspectos que vamos a intentar relacionar: en la epístola, el himno de la caridad del Apóstol san Pablo. Uno de los textos más hermosos de la sagrada Escritura. En el Evangelio: en primer lugar, el anuncio que Jesucristo hace a sus apóstoles de la Pasión y  el milagro que realiza al pasar por Jericó curando aquel ciego.

Contemplando el Evangelio, creo que, en primer lugar, ante lo que la Iglesia nos invita a vivir en la cuaresma, hemos de reconocernos como el ciego del camino.  
El mundo es ciego. Para él, la cuaresma ni existe. El mundo está de fiesta: es el carnaval, la fiesta de los carnales, no hay lugar para el espíritu. Y cuando se pase esperar que llegue la semana blanca.  Todo ello rodeado de consumo materialista. ¡Nuestro mundo moderno está ciego! Lo han encerrado en una continua espiral de consumismo, convirtiéndolo en un esclavo del trabajo y de lo material. Su corazón como este ciego mendigo al borde de camino quiere saciarse de la limosna –felicidad fácil y asequible- que aporta los bienes y disfrutes materiales; pero perdiendo recibir aquello que colma y sacia plenamente su corazón que es la fe en Jesucristo.
Son muchos los bautizados que se dicen no practicantes  que tan bien son unos pobres ciegos. Su modo de vida es del todo mundano. No son del mundo pues han sido consagrados en Cristo pero viven al estilo del mundo. Viven como si Dios no existiera y si Dios existe nada tiene que ver con ellos, con su vida. Por tanto, la cuaresma nada tiene que ver con ellos. La fe recibida en el bautismo está totalmente muerta e infructuosa. Están plagados de cizaña en su terreno que ahoga el trigo que Dios les concedió en el bautismo. Son ese terreno de piedras y zarzas donde la semilla no puede germinar. Son ese ciego del camino que vive sentado al borde del Camino –que es Cristo- pero no puede levantarse y seguirle.  
Muchos otros cristianos, seguramente algunos de nosotros, también somos ciegos.  El simple hecho de escuchar la palabra cuaresma nos pone nerviosos y sentimos un rechazo interior. “Ayuno, abstinencia, penitencia, oración, limosna” son palabras que resuenan en nosotros pero ante las cuales sentimos cierto rechazo, como imposiciones externas a nuestra voluntad que nos privan de “hacer lo que nos da la gana”. Sí, vamos a la cuaresma pero que se pase rápido. Somos nuevamente ciegos que no vemos ni entendemos nada, como los apóstoles en el Evangelio ante el anuncio de la pasión.
Hay también ciertas almas más espirituales, más delicadas y piadosas que tienen gran deseo de vivir la cuaresma, pero no ven claro del todo, también están ciegas. Para ellos las penitencias y los ayunos son agradables, la práctica de las buenas obras y los ejercicios de piedad tienen un encanto particular… pero ante los acontecimientos del Calvario sienten un cierto rechazo: la pasión, la crueldad e insidia contra nuestro señor, la cruz… son realidades que les hacen sufrir, no comprenden porque Jesucristo tuvo que terminar así, porque Dios Padre tuvo que entregar a su Hijo a muerte tan cruel. Son también ciegos, como los mismos apóstoles no comprenden el misterio tan grande de la redención de los hombres.
No podemos más que confesar que unos y otros estamos ciegos. Y ante nuestra ceguera no nos queda más que pedir humildemente: Jesús, hijo de David, ten misericordia de nosotros. No podemos más que pedir al Señor: haz que veamos, que comprendamos el camino por el que nos quieres conducir.
Con san Ildefonso de Toledo podemos pedir:
“Dios, luz verdadera que iluminas a todo hombre que a este mundo viene; 
Dios, que concedes sabiduría a los pequeñuelos
y llamas a los insensatos  para que caminen por la senda de la prudencia, 
Dios que limpias lo inmundo,  y al borrar los pecados, 
justificas, sin su propio merecimiento, al pecador; 
concédeme luz para verte, 
sabiduría para comprenderte
y haz que pueda conseguir el perdón  para mis iniquidades.”

“Ecce ascéndimus Jerosólymam.” Mirad subimos a Jerusalén –les dice Jesús a los apóstoles. Le anuncia el misterio de la cruz: “El Hijo del hombre será entregado a los gentiles, se burlarán de Él, lo ultrajarán, escupirán sobre Él, y después de haberlo azotado, lo matarán, y al tercer día resucitará.”

Los apóstoles nos dice el Evangelista: “ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no comprendieron de qué hablaba.” Los apóstoles a pesar de haber estado y acompañado a nuestro Señor Jesucristo no entendía nada, eran también ciegos. Estaban al lado del camino, pero no comprendían la verdad. Todavía había en ellos demasiado de mentalidad mundana, de espíritu propio… ¡El Mesías ha de vengar la injusticia de los romanos contra el pueblo de Israel! ¡El Mesías ha de triunfar ante los enemigos!
Y, en cambio, Jesús anuncia su Pasión, el misterio de la Cruz. Y es este misterio –la cruz- el que se nos presenta en la santa cuaresma para nuestra contemplación. Recordemos ese momento de la liturgia del Viernes Santo donde se nos presenta la Santa Cruz para rendirle nuestra adoración y veneración: He aquí el Árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo.
Quizás la cuaresma tendría que ser la preparación para que ese momento de adorar y besar la cruz de Cristo el viernes santo no fuese simplemente un gesto rutinario sino que brotase de la experiencia de haber encontrado en la cruz de Cristo nuestra salvación y haber comprendido el misterio que encierra, pudiendo decir cada uno de nosotros lo de san Pablo: “Nosotros hemos de gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en él está nuestra salvación, vida y resurrección.” Esa cruz, que para los griegos es necedad, para los judíos escándalo, pero para nosotros, fuerza y sabiduría de Dios.

Entonces, ¿cuál es la disposición que la Iglesia nos pide para vivir la cuaresma y comprenderla? ¿Cómo hemos de situarnos ante la Pasión del Señor?
En el himno de la Caridad del Apóstol san Pablo lo encontramos: el amor –la caridad- es la clave de comprensión del misterio de la cruz y de como nosotros hemos de vivir la cuaresma.
Por un momento, poned en la boca de Nuestro Señor Jesucristo las palabras del Apóstol:
“Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.”
El misterio de la cruz, de la entrega de Jesucristo, de su muerte es el amor. Y esto si lo dice el Señor: “Nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida.”  “No me quitan la vida, yo la entrego libremente.” El Señor se entregó por amor.
La cruz es un libro donde está escrita por Dios mismo la palabra Amor.
De nada hubiese servido la muerte del Señor, si no hubiese sido por amor.
Amor al Padre para reparar el pecado de la humanidad, amor a los hombres para salvarnos de la muerte eterna.
Imaginad ahora a Cristo crucificado y escuchadle decirle desde la cruz:
El amor es paciente: pues en la cruz clavado está esperándonos.
El amor es benigno; pues Jesús pasó por el mundo haciendo el bien y su entrega en la cruz fue el mayor acto de bondad: se entregó por nosotros que éramos enemigos de Dios por el pecado.
 El amor no tiene envidia, no presume, no se engríe. Cristo crucificado nada nos reprocha sino que espera y aguarda nuestra respuesta amorosa. Nos demuestra su amor en su entrega, pero no presume de él ante nosotros.  
El amor no es indecoroso ni egoísta; -Jesús que es el amor busca nuestro bien, no el suyo. Se da del todo, hasta el límite. Nos entrega su espíritu, no da a su Madre bendita.
El amor no se irrita; no lleva cuentas del mal: muere disculpando, perdonando e intercediendo por aquellos que lo matan: Padre, perdónales porque nos saben lo que hacen.    
El amor no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.  
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Así es Cristo crucificado, nuestro abogado e intercesor ante el Padre, nuestro eterno sacerdote y quiso quedarse resucitado con las heridas y llagas de su Pasión para mostrar al Padre el precio de nuestra redención.
 El amor no pasa nunca. La cruz de Cristo ha quedado clavada sobre la tierra –pues la santa misa es la renovación del sacrificio de la cruz- hasta el final de los tiempos como prueba y manifestación de su amor eterno. Su amor no pasa nunca, este es nuestro consuelo, este es nuestro remedio.
¡Cómo cambia la visión de la cruz! ¡Qué luz tan grande adquiere! Ahora como el ciego, nosotros vemos claro y podemos seguir a Cristo y glorificarlo. Ahora la cruz de instrumento de tortura se convierte en signo de luz.
“Ecce ascéndimus Jerosólymam.” Mirad subimos a Jerusalén. Comencemos la cuaresma, el ascenso al Calvario, vayamos con Cristo y muramos con él, para también resucitar con él.
Vivamos la cuaresma como cuestión de amor, porque la penitencia interior es el la respuesta del corazón contrito por el pecado que movido por la gracia divina quiere responder al amor misericordioso de Dios.
Rechacemos el pecado, pues es desamor y sintamos el dolor sobrenatural de no haber amado lo suficiente.  Hagamos renovación de nuestro amor con el firme propósito de no pecar más, confiando en la ayuda de Dios.
Dejémonos llevar por la inventiva y la generosidad del amor. No nos limitemos simplemente a los mínimos preceptos penitenciales. Seamos generosos en nuestros ayunos, en la oración y la limosna. Aprovechemos las múltiples ocasiones que se nos presentan cada día de trabajo, esfuerzo, renuncia para hacer de ello un acto de amor. La grandeza de nuestras acciones no está en ellas mismas, sino en el amor que pongamos en cada una de ella.. Ya podría hablar yo la lengua de los ángeles y de los hombres, dejarme quemar vivo… si no tengo amor, no soy nada.
San Francisco de Así predicaba así ante la ceguera del mundo y de los cristianos: El Amor no es amado. El Amor nos es amado. Ojalá nosotros podamos convertirla en esta santa cuaresma en positiva: El Amor es amado, ha sido correspondido. “He amado al Amor de mi alma, y no lo dejaré jamás”. Que así sea.