MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO TERCERO DE CUARESMA
San Juan Bautista de la Salle
De la sencillez en descubrir el propio corazón (*)
El evangelio de este día nos cuenta que Jesucristo libró del demonio a un poseso, y que el demonio aquel era mudo; es decir, que impedía hablar al endemoniado (1).
El poseso curado es figura de los mudos con su superior, por no descubrirle lo secreto de sus corazones.
Es ésta una de las cosas más perjudiciales y, con frecuencia, la más perjudicial de todas para el súbdito. Pues, así como no puede curarse el enfermo que no acierta a descubrir su dolencia; así, quien oculta las llagas del alma a su médico espiritual, corre el peligro de languidecer por mucho tiempo.
Lo que al principio no pasaba de leve pena de espíritu, se trueca en tentación peligrosa, por no haber tenido valor suficiente para declararlo al director.
Una falta así callada, va seguida de otra mayor, y el mal resulta al fin incurable, por no haberlo descubierto al principio, cuando tan fácil era el remedio.
Lo que ordinariamente impide revelar el interior a los superiores es la soberbia o el respeto humano.
La soberbia, porque se tiene reparo en dar a conocer el fondo del alma, y porque el amor propio padece mucho cuando se ve uno obligado a declarar ciertas flaquezas: nos cierra entonces la boca, persuadiéndonos que sería bochornoso para nosotros hablar sinceramente al superior, quien podría, a causa de ello, concebir desfavorable impresión sobre nuestra conducta.
Eso suele sugerirnos el demonio en tales ocasiones; y tiene buen cuidado de abultar entonces a nuestros ojos las cosas, para impedirnos superar la confusioncilla que se sigue de declarar las propias faltas.
El remedio contra tan peligrosas imaginaciones es, por un lado, amar la humillación que se sigue a la manifestación del alma, y sujetarse a ese deber como medio que ayuda mucho a adquirir la humildad; y, por otro, decir sencillamente al superior y en primer término lo que más nos humilla, al darle cuenta de conciencia.
El segundo motivo que, ordinariamente es causa de dificultad para descubrirse al superior, es el respeto humano; sobre todo, si la falta se relaciona en algo con el superior mismo a quien ha de darse a conocer. No sabe uno cómo salir del paso: se teme causarle disgusto y, a veces, se acaba resolviendo no decirle nada.
Pero, ¿hay cosa más fútil que tal razón, o algo menos fundado que semejante miedo? Porque aquí ocurre todo lo contrario de lo que uno se imaginaba. El superior a quien descubre el súbdito todo cuanto le pasa, debe abrigar y abriga efectivamente, de ordinario, afecto y estima muy particulares hacia el que tiene con él tales confidencias, se relacionen o no con su persona o con la de otros. Es insensible como una piedra a todo cuanto le atañe, y no se preocupa de cuanto se le dice, como no sea para aplicar el remedio que juzga más oportuno.
Considerad, pues, en lo sucesivo, todos los pensamientos que puedan acudir a vuestra mente para impedir que os descubráis con sencillez a quienes os dirigen, como las tentaciones más peligrosas del demonio, y de las más perjudiciales al bien de vuestra alma.
El poseso curado es figura de los mudos con su superior, por no descubrirle lo secreto de sus corazones.
Es ésta una de las cosas más perjudiciales y, con frecuencia, la más perjudicial de todas para el súbdito. Pues, así como no puede curarse el enfermo que no acierta a descubrir su dolencia; así, quien oculta las llagas del alma a su médico espiritual, corre el peligro de languidecer por mucho tiempo.
Lo que al principio no pasaba de leve pena de espíritu, se trueca en tentación peligrosa, por no haber tenido valor suficiente para declararlo al director.
Una falta así callada, va seguida de otra mayor, y el mal resulta al fin incurable, por no haberlo descubierto al principio, cuando tan fácil era el remedio.
Lo que ordinariamente impide revelar el interior a los superiores es la soberbia o el respeto humano.
La soberbia, porque se tiene reparo en dar a conocer el fondo del alma, y porque el amor propio padece mucho cuando se ve uno obligado a declarar ciertas flaquezas: nos cierra entonces la boca, persuadiéndonos que sería bochornoso para nosotros hablar sinceramente al superior, quien podría, a causa de ello, concebir desfavorable impresión sobre nuestra conducta.
Eso suele sugerirnos el demonio en tales ocasiones; y tiene buen cuidado de abultar entonces a nuestros ojos las cosas, para impedirnos superar la confusioncilla que se sigue de declarar las propias faltas.
El remedio contra tan peligrosas imaginaciones es, por un lado, amar la humillación que se sigue a la manifestación del alma, y sujetarse a ese deber como medio que ayuda mucho a adquirir la humildad; y, por otro, decir sencillamente al superior y en primer término lo que más nos humilla, al darle cuenta de conciencia.
El segundo motivo que, ordinariamente es causa de dificultad para descubrirse al superior, es el respeto humano; sobre todo, si la falta se relaciona en algo con el superior mismo a quien ha de darse a conocer. No sabe uno cómo salir del paso: se teme causarle disgusto y, a veces, se acaba resolviendo no decirle nada.
Pero, ¿hay cosa más fútil que tal razón, o algo menos fundado que semejante miedo? Porque aquí ocurre todo lo contrario de lo que uno se imaginaba. El superior a quien descubre el súbdito todo cuanto le pasa, debe abrigar y abriga efectivamente, de ordinario, afecto y estima muy particulares hacia el que tiene con él tales confidencias, se relacionen o no con su persona o con la de otros. Es insensible como una piedra a todo cuanto le atañe, y no se preocupa de cuanto se le dice, como no sea para aplicar el remedio que juzga más oportuno.
Considerad, pues, en lo sucesivo, todos los pensamientos que puedan acudir a vuestra mente para impedir que os descubráis con sencillez a quienes os dirigen, como las tentaciones más peligrosas del demonio, y de las más perjudiciales al bien de vuestra alma.