domingo, 31 de marzo de 2019

SOBRE LA CONFIADA ENTREGA A DIOS EN LAS PENAS Y ARIDECES

 
MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO CUARTO DE CUARESMA
San Juan Bautista de la Salle
Sobre la confiada entrega en las manos de Dios, durante las penas y arideces espirituales 
En este evangelio parece insinuar Jesucristo que se dan situaciones en que las almas afligidas con penas y sequedades, no pueden recibir auxilio apreciable de las personas que las dirigen, ya por carecer éstas de suficientes luces naturales o adquiridas en la experiencia, ya porque Dios no les concede con la debida abundancia las gracias que necesitarían para poder aliviar a quienes pasan por esas dificultades.
Tales almas no deben, con todo, dejar de acudir a quienes las conducen, porque ésa es la ordenación de Dios y porque siempre pueden ayudarlas en algo.
Así, en esta ocasión no dejó de dirigirse Jesucristo a sus discípulos para proponerles que remediaran la necesidad que padecía el pueblo. Y, aunque fueron incapaces de conseguirlo, los utilizó para distribuir el pan, multiplicado por Él con el fin de saciar el hambre de tan ingente multitud (1).
De igual modo quiere Dios que acudáis siempre vosotros a quienes tienen cargo de dirigiros, representados en este evangelio por los Apóstoles, aun en los tiempos y situaciones en que os parezca de escasa utilidad solicitar su ayuda. Dios se complace en que echéis mano siempre, en la medida que os fuere posible, de los medios comunes que pone a vuestra disposición para guiaros, aun cuando fuere sin resultado aparente alguno.
Si después de acudir en vuestras dificultades a quienes os dirigen, éstos no han podido suministrar el oportuno remedio, es voluntad de Dios que os fiéis del todo en su beneplácito, y esperéis de Él y de la sola voluntad divina, todos cuantos auxilios necesitáis, a ejemplo del numerosísimo gentío que seguía a Jesús; el cual aguardó pacientemente que el Señor proveyese de sustento a sus personas, sin cuidarse siquiera de exponerle la necesidad en que se hallaban.
Debéis vivir realmente persuadidos de que, no permitirá Dios que seáis tentados o afligidos más allá de vuestras fuerzas (2). Cuando los hombres nada pueden, entonces Precisamente lo hace Dios todo por Sí mismo manifestando a un tiempo, con esplendor, su poder y su bondad.
Por eso, imitando a las turbas que siguieron al Señor, debéis fiaros de Dios totalmente; ya para padecer cuanto a El le plazca, por considerarlo sumamente ganancioso para vosotros; ya para salir de la tribulación por los medios que Dios juzgue más convenientes; sin torturaros el alma para recobrar la paz por vuestras propias diligencias que, muchas veces, resultarían inútiles.
Acontece de ordinario que, después de entregarse así al querer divino, el Señor deja sentir los efectos enteramente extraordinarios de su bondad y protección; como vemos por las muestras que nos da en el evangelio de este día, con la multiplicación de los cinco panes y los dos pececillos que le presentaron; hasta el punto de que, una vez saciados cinco mil hombres, sin contar los niños pequeños, aún quedó mucho de sobra.
Tened, pues, por seguro que, una vez puestos en las manos de Dios para padecer en toda la medida que le pluguiere; o bien, si os deja en la tribulación, os ayudará con su gracia a sobreponeros a ella, aunque acaso de manera no sensible; o bien, os librará de la misma por caminos imprevistos y cuando menos lo penséis.
Eso nos asegura David haber experimentado en su persona, cuando dice: Con paciencia grande esperé en el Señor y, al fin, escuchó mi clamor y atendió mis plegarias; me sacó de la hoya de miserias y del abismo; afirmó mis pies sobre roca y ha conducido mis pasos. Muchos, al ver esta maravilla, aprendieron a temer al Señor y pusieron en El toda su confianza (3).