PRIMER DOLOR: LA PROFECÍA DEL ANCIANO SIMEÓN
Al comenzar:
Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro.
Poniéndonos en la presencia de Dios, invoquemos el auxilio de la Virgen María en sus 7 dolores:
Oh, Madre, fuente de amor,
hazme sentir tu dolor,
contigo quiero llorar.
Haz que mi corazón arda
en el amor de mi Dios
y en cumplir su voluntad.
Para que no me queme en las llamas,
defiéndeme tú, Virgen santa,
en el día del juicio.
(De la Secuencia Stabat Mater)
Primer dolor: La profecía del anciano Simeón
1. María conoce sus futuros padecimientos
En este valle de lágrimas todo hombre nace llorando y tiene que padecer los males que cada día le sobrevienen. Pero cuán penosa sería la existencia si uno supiera los males que le van a sobrevenir. Dice Séneca: calamitosa sería la situación del que conociera el futuro; antes de que llegasen las miserias sería desdichado.
El Señor tiene esa condescendencia con nosotros al no dejarnos conocer las cruces que nos esperan para que, si las hemos de padecer, las padezcamos sólo una vez. Pero no tuvo este miramiento con María, la cual –porque Dios la quiso reina dolorosa y en todo semejante a su Hijo– quiso que tuviera siempre ante los ojos y que sufriera continuamente todas las penas que le esperaban. Estas penas fueron las de la pasión y muerte de su amado Jesús. He aquí que el santo anciano Simeón en el templo, después de haber recibido en sus brazos al divino infante, le predice que aquel Hijo suyo tenía que ser el signo de todas las contradicciones y persecuciones de los hombres: “Éste está puesto como señal para ser discutida”; y que por esto la espada del dolor debía atravesar el alma de María: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35).
Dijo la Virgen a santa Matilde que, ante semejante aviso de Simeón, toda su alegría se volvió tristeza. Porque como le fue revelado a santa Teresa, la Madre benditísima, aunque sabía desde el principio el sacrificio de su vida que iba a ofrecer su Hijo por la salvación del mundo, sin embargo, desde esa profecía conoció en particular y más en detalle las penas y la muerte despiadada que le había de sobrevenir a su amado Hijo. Conoció que le iban a contradecir en todo; en la doctrina, porque en vez de creerle lo habían de tener por blasfemo al afirmar que era Hijo de Dios, como lo declaró el impío Caifás cuando dijo: “Ha blasfemado, es reo de muerte” (Mt 26, 66-67). Le llevaron la contraria en la estima que se merecía porque era noble de estirpe real, y fue despreciado como plebeyo. “¿Acaso no es éste el hijo del artesano?” (Mt 13, 55). “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”.
Era la misma sabiduría y fue tratado de ignorante: “¿Cómo es que éste sabe de letras si no ha estudiado?” (Jn 7, 15); de falso profeta: “Y cubriéndole con un velo, le preguntaban: ¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?” (Lc 22, 64). Lo trataron de loco: “Está loco; ¿por qué le escucháis?” (Jn 10, 20). Fue tratado de bebedor glotón y amigo de pecadores y publicanos (Lc 7, 34). Lo tuvieron por hechicero: “Hecha los demonios con el poder de los demonios” (Mt 9, 34); por hereje y endemoniado: “¿No decimos con razón que eres un samaritano y que tienes un demonio?” (Jn 8, 48). En suma, fue tenido por criminal tan notorio que no necesitaban proceso para condenarlo, como le gritaron a Pilato: “Si éste no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado” (Jn 18, 30).
Tuvo que verse afligido en el alma porque hasta su eterno Padre, para que la divina justicia quedara satisfecha, no quiso atender la oración que le dirigió en el huerto, cuando le rogó: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39); y lo abandonó en medio del temor, del tedio y la tristeza, de modo que el afligido Señor exclamó: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt 26, 38); y abrumado de angustia llegó a sudar como gotas de sangre. Contrariado y perseguido en su cuerpo y en su vida, pues basta decir que fue atormentado en todos sus sagrados miembros: en las manos y en los pies, en el rostro y en la cabeza, en todo su cuerpo, hasta llegar a morir, desangrado y denigrado, en un vil madero.
2. María vivió una continua inmolación
David, en medio de todos sus placeres y regias grandezas, cuando oyó que el profeta Natán le anunciaba que su hijo iba a morir (2Re 12, 144), no encontraba la paz; lloró, ayunó, durmió sobre la tierra. María, en cambio, recibió con suma paz la noticia de la muerte de su Hijo y con la misma tranquilidad continuó soportando su sufrimiento; pero ¿cuál sería su dolor al encontrarse siempre ante aquel Hijo, el más amable, y oírle decir aquellas palabras de vida eterna y contemplar sus comportamientos absolutamente santos?
Padeció grandes tormentos Abrahán durante aquellos tres días en que vivió con su amado hijo Isaac sabiendo que lo iba a perder. Pero, oh Dios, no durante tres días, sino durante treinta años tuvo que sufrir María semejantes penas. ¿Qué digo semejantes? Fueron tanto mayores, cuanto más amable era el Hijo de María que el hijo de Abrahán.
Reveló la misma Virgen a santa Brígida que no hubo una hora en que no le traspasara este dolor. “Cada vez que miraba a mi Hijo, cada vez que lo envolvía en pañales, cada vez que contemplaba sus manos y sus pies, tantas veces en mi alma se recrudecía como un nuevo dolor pensando en el momento de la crucifixión”. El abad Ruperto, contemplando a María, piensa que mientras le daba el pecho a su Hijo le decía: “Manojito de mirra es mi amado para mí, morará entre mis pechos”. Hijo mío, te estrecho entre mis brazos porque eres lo más amado para mí; pero cuanto más te amo, más te transformas en manojo de mirra y causa de mi dolor, pues sólo pienso en tus sufrimientos.
Consideraba María, dice san Bernardino, que la fortaleza de los santos tenía que agonizar; la belleza del paraíso tenía que verse deformada; el Señor del mundo, ser atado como reo; el Creador de todo, amoratado a golpes; el Juez de todos, sentenciado; la gloria del cielo, despreciada; el Rey de reyes, coronado de espinas y tratado como rey de burlas.
Según el P. Engelgrave, se le reveló a santa Brígida que la afligida Madre, sabiendo cuánto tenía que padecer su Hijo, “alimentándolo, pensaba en la hiel y el vinagre; cuando lo envolvía en pañales pensaba en los cordeles con que lo habían de maniatar; cuando lo llevaba en brazos se lo imaginaba clavado en la cruz; cuando lo veía dormido recordaba que un día estaría muerto”. Y siempre que le vestía su túnica se acordaba de que un día se la habían de arrancar para crucificarlo; y cuando contemplaba sus sagradas manos y sus sagrados pies, se le venían a la mente los clavos que los habían de traspasar. Dijo María a santa Brígida: Mis ojos se llenaban de lágrimas y mi corazón se estremecía de dolor.
3. María aceptaba con fortaleza el sufrimiento progresivo
Dice el evangelista que Jesús, conforme crecía en edad, así también crecía en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). Lo que quiere decir que crecía en sabiduría y gracia ante los hombres en cuanto a su opinión; y ante Dios, como explica santo Tomás, en cuanto que todas sus obras eran meritorias y hubieran servido para aumentar la gracia más y más si desde el principio no se le hubiera otorgado la plenitud absoluta de la gracia por la unión hipostática. Si crecía Jesús en la estima y amor de la gente, cuánto más crecería en la estima y amor de María. Pero cuanto más crecía este amor, más se acrecentaba el dolor de tenerlo que perder con muerte tan cruel; y cuanto más se acercaba el tiempo de la pasión de su Hijo, tanto más y con mayor dolor aquella espada profetizada por Simeón atravesaba el corazón de la Madre. Así se lo manifestó el ángel a santa Brígida, diciéndole: Conforme el Hijo se aproximaba a la pasión, aquella espada de la Virgen, cada hora, se hacía más dolorosa.
Pues si nuestro rey Jesús y su Madre santísima no rehusaron padecer por amor nuestro a lo largo de la vida una pena tan cruel, no tenemos derecho a lamentarnos por nuestros padecimientos, ciertamente menores. Jesucristo se le apareció a sor Magdalena Orsini, dominica, mientras sufría desde hacía tiempo una gran tribulación, y la animó a permanecer en la cruz con él soportando aquel dolor.
Sor Magdalena, lamentándose, le respondió: Señor, tu sólo sufriste en la cruz tres horas, pero yo llevo años con esta tortura. Y entonces el Redentor le replicó: ¿Qué dices? Yo desde el primer instante de mi concepción sufrí en el corazón lo que después en la cruz padecí en el cuerpo. Por eso, cuando nosotros padezcamos cualquier aflicción y nos lamentemos, imaginémonos que Jesús y su santa Madre nos dicen lo mismo.
EJEMPLO
Una octava espada en el corazón de María
Narra el P. Reviglione, jesuita, que un joven tenía la devoción de visitar cada día una imagen de la Virgen dolorosa que tenía siete espadas en el corazón. Una noche el infeliz cayó en un pecado mortal; al ir por la mañana a visitar la imagen, vio en el corazón de la Virgen no siete espadas, sino ocho; mientras las contemplaba asombrado, le pareció entender que por su pecado estaba aquella nueva espada en el corazón de María. Enternecido y compungido fue enseguida a confesarse, y por la intercesión de su abogada recuperó la gracia de Dios.
ORACIÓN DE DOLOR DE LOS PECADOS
Bendita Madre mía, María;
no sólo con una espada,
sino con tantas cuantas son mis pecados
te he traspasado el corazón.
Señora mía, no eres tú, la inocente,
sino yo, reo de tantos delitos,
quien debe sufrir las penas.
Pero ya que has querido
padecer tanto por mí,
consígueme por tus méritos
un gran dolor de mis culpas y paciencia
para soportar los trabajos de esta vida.
Siempre serán muy leves para mí,
que tantas veces merecí la condena. Amén.
***
Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Inmaculado y Doloroso Corazón de María, sed la salvación mía.
Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.
Santos Ángeles custodios, rogad por
nosotros.
Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.
Ave María Purísima, sin pecado concebida.