LAS PRÁCTICAS EXTERNAS Y LO QUE MANCHA EL ALMA.
Dom Gueranger
Miércoles de la III semana de Cuaresma
LAS PRÁCTICAS EXTERNAS. — La ley que dio Dios a Moisés prescribía un gran número de prácticas y ceremonias externas; y los fieles judíos las observaban con celo y exactitud. Jesús mismo, aunque era el supremo legislador se sometió humildemente. Pero los fariseos habían añadido tradiciones humanas y supersticiones a las leyes y mandatos divinos y hacían consistir la religión en estas invenciones propias de su orgullo. El Salvador sale en favor de los débiles y humildes a quienes estas falsas enseñanzas podían descarriar y restableció el verdadero sentido de esas prescripciones exteriores. Los fariseos se lavaban las manos gran número de veces al día creyendo que si no se habían lavado las manos, e incluso el cuerpo entero una vez al día, su comida habría sido impura, a consecuencia de las manchas que habían contraído con el trato y contacto de miles de cosas que no estaban señaladas en la ley. Jesús quiere arrancar de raíz este yugo humillante y arbitrario y reprocha a los fariseos el haber pervertido la ley de Moisés.
Lo QUE MANCHA EL ALMA.— Pasa a continuación a juzgar el fondo de estas prácticas y enseña que hay criaturas impuras por sí mismas y que la conciencia de un hombre no se mancha por el mero hecho de comer. “Lo que hace culpable al hombre, dice el Salvador, son los pensamientos y obras malas que brotan del corazón.” Los herejes han pretendido encontrar en estas palabras la reprobación de las prácticas externas que impone la Iglesia y en especial condenan las abstinencias que prescribe; en esto merecen que se les aplique a ellos lo que decía Jesús de los fariseos: “Son ciegos que guían a otros ciegos.” En efecto, del hecho de que los pecados que el hombre comete con respecto a las cosas materiales son tales pecados en cuanto interviene la voluntad que es espiritual, no se sigue que esta voluntad pueda usar inocentemente de las cosas materiales cuando Dios o su Iglesia, que legisla en su nombre, lo prohíben. Dios prohibió a nuestros primeros padres, bajo pena de muerte, comer del fruto de cierto árbol; comieron y se hicieron reos de culpa ¿sucedió acaso esto porque el fruto era malo en sí mismo? No; este fruto era una criatura de Dios como los demás frutos del jardín; más el corazón de nuestros primeros padres aceptó el pensamiento de desobediencia y se adhirió a él; en este caso se cometió el pecado con ocasión de un fruto. En la ley que Dios dio en el monte Sinaí prohibió a los hebreos comer carne de ciertas especies de animales. Si las comían se hacían culpables, porque habían desobedecido al Señor y no por que en sí fuesen malditas estas carnes. Los preceptos de la Iglesia referentes al ayuno y a la abstinencia son de la misma naturaleza que los que acabamos de recordar. A fin de que podamos aplicarnos y exclusivamente para nuestro interés el principio de la penitencia cristiana, la Iglesia nos prescribe la abstinencia con cierta medida; si violamos su ley no serán los platos los que manchen nuestra alma, será el revelarnos contra el poder sagrado que Jesucristo nos recomendaba ayer enérgicamente, quien se atrevió a decir sin miramiento que todo aquel que no escucha a la Iglesia se le debe considerar como un pagano.