Nuestros Padres se deshicieron antes que nada de toda atadura, para poder actuar libremente y según justicia la unión deseada. Dispusieron pues, acerca de sus propias casas y familias, y dejándoles a éstas últimas lo necesario, repartieron lo sobrante a los pobres y a las iglesias, para el bien de sus almas; en fin acordaron de no guardar absolutamente nada para sí en el momento de su unión.
Dejando a un lado los vestidos preciosos y vistiendo trajes más modestos, todos usaron al principio una capa y túnica de paño gris; dejando las camisas de lino, se ciñeron de cilicios; sustentándose moderadamente con escasos alimentos y bebidas, se esforzaron de hacerlo sólo por necesidad; rehusando absolutamente las inclinaciones carnales, observaron perfectamente el pudor. Vigilaban sus pensamientos, palabras y sentidos, así que procuraban reducirlos al punto justo, manteniéndolos dentro de los límites del exceso y de la deficiencia; entreteniéndose día y noche en la oración, aprendieron a complacer solamente a Dios.
Por esta caridad dirigida hacia Dios, hacia ellos mismos y hacia el prójimo, alcanzaron una altísima consideración entre la gente, al grado de verse obligados a atender todos los días a las visitas de hombres y mujeres, deseosos de implorar su protección y ser orientados hacia la santidad por sus palabras y ejemplos; además, todos los que acudían a ellos buscaban el auxilio de sus oraciones y la dirección de sus consejos. Entonces, meditando sobre la afluencia de personas que los visitaban, juzgaron eso como un continuo impedimento en su deseo de contemplación, por la consecuente distracción del espíritu. Por eso Dios, con aquel mismo amor con que los había llevado a reunirse y a dejar sus posesiones y familias para edificación del pueblo, les dio un solo corazón, a fin de que salieran de la casa del padre; es decir, dejaran las relaciones con el mundo.
Es Dios quien se adelanta a todos los que le aman, sugiriéndoles lo que es útil para su salvación; y que satisface el deseo de los que le temen y sólo en Él se abandonan. Por esto, el mismo Dios que les había inspirado este plan, escuchó el anhelo de estos nuestros Padres y lo cumplió con su gran providencia, enseñándoles el lugar ambicionado y largamente deseado por ellos, e indicándoles el proceso a seguir para establecerse en él.
Existe, en efecto, un cierto monte que dista como ocho millas de la ciudad de Florencia. Se le nombró antiguamente Sonaio o Sonario. Dios, por inspiración suya, mostró este monte a nuestros ya recordados Padres, y los alentó a subir y vivir en él para satisfacer su deseo. Fue muy oportuno que nuestros padres recibieran de Dios como morada el citado monte Senario, ya que el lugar convenía a su progreso espiritual, y el nombre estaba de acuerdo con su fama.
Finalmente, como hermanos de la Orden de la bienaventurada Virgen María, de cuya Orden ellos eran ya el inicio, debían poco después despertar al mundo con su eco, es decir, con su palabra y ejemplo, y conducirlo a seguir a Cristo. Así, manifestándose al mundo para alabanza de Dios con la resonancia de su vida, al tiempo oportuno, cantaban: “Vengan, Casa de Israel, caminemos a la luz del Señor”.
De la ‘Leyenda’ de fray Pedro de Todi
sobre el origen de la Orden