EL SENTIDO DE LA PRUEBA Y EL EFECTO DE LA EUCARISTÍA
Dom Gueranger
LUNES DE PASCUA
EL SENTIDO DE LA PRUEBA. — Contemplemos a estos tres peregrinos que conversan en el camino de Emaús y unámonos a ellos con el corazón y el pensamiento. Dos de ellos son hombres frágiles como nosotros, que tiemblan ante la tribulación, que se sienten desconcertados por la cruz y que necesitan la gloria y la prosperidad para continuar creyendo. “¡Oh insensatos y tardos de corazón!”, les dice el tercer viajero. ¿No era necesario que el Mesías padeciese todos esos trabajos para entrar en su gloria?” Hasta aquí nuestro retrato ha sido muy semejante al de estos dos hombres; más parecemos judíos que cristianos; y por esto el amor de las cosas terrestres nos ha hecho insensibles a la atracción celestial y por lo mismo nos ha expuesto al pecado. En adelante no podemos ya pensar así. Los esplendores de la Resurrección de nuestro Maestro nos muestran con suficiente viveza cuál es el fin de la tribulación, cuando Dios nos la envía. Sean las que fueren nuestras pruebas, no podrán compararse con ser clavados a un patíbulo, ni crucificados entre dos malhechores. El Hijo de Dios sufrió esta suerte; y considerad hoy si los suplicios del viernes han detenido la ascensión que había de emprender el domingo hacia su reinado inmortal. ¿Su gloria no ha sido tanto más deslumbrante cuanto más profunda fue su humillación?
No temblemos, pues, en adelante ante el sacrificio; pensemos en la felicidad eterna que le recompensará. Jesús, a quien los dos discípulos no reconocieron, no tuvo sino hacerles oír su voz y describirles los planes de la sabiduría y de la bondad divinas, y hubo claridad meridiana en sus espíritus. ¿Qué digo? Su corazón se encendía y ardía en su pecho, oyéndole tratar de cómo la cruz conduce a la Gloria; y si ellos no le descubrieron en seguida, fue porque él velaba sus ojos para que no le conociesen.
Eso pasará en nosotros si dejamos, como ellos, hablar a Jesús. Entonces comprenderemos que “el discípulo no está sobre el maestro”. (S. Mat., X, 24); y contemplando el resplandor que hoy ilumina a este Maestro, nos sentiremos inclinados a exclamar: “No, los padecimientos de este mundo transitorio no guardan proporción con la gloria que se manifestará más tarde en nosotros.” (Rom., VIII, 18.)
EL EFECTO DE LA EUCARISTÍA. — En estos días en que los esfuerzos del cristiano por su regeneración son pagados con el honor de sentarse, con vestidura nupcial, a la mesa del festín de Cristo, no podemos menos de hacer resaltar que fue en el momento de la fracción del pan, cuando los ojos de los discípulos se abrieron y reconocieron a su maestro. El alimento celestial, cuya virtud procede toda de la palabra de Cristo, da la luz a las almas; y ellas ven entonces lo que no habían visto antes. Así ocurrirá en nosotros por efecto del sacramento de la Pascua; pero consideremos lo que nos dice a este respecto el autor de la Imitación: “Conocen verdaderamente a su Señor en el partir del pan, aquellos cuyo corazón arde vivamente porque Jesús anda en su compañía.” (L., IV, c. XIV.) Entreguémonos, pues, a nuestro divino resucitado; en adelante le pertenecemos más que nunca, no solamente en virtud de su muerte, que padeció por nosotros, sino a causa de su resurrección, que también realizó por nosotros. A semejanza de los discípulos de Emaús, fieles y gozosos, como ellos, solícitos a ejemplo suyo, mostremos en nuestras obras la renovación de vida, que nos recomienda el Apóstol, y que sólo conviene a aquellos a quienes Cristo ha amado hasta no querer resucitar sino con ellos.
La Iglesia escogió este pasaje del Evangelio con preferencia a otro, por razón de la Estación que se celebra en San Pedro. En efecto, San Lucas nos refiere en él que los dos discípulos encontraron a los Apóstoles informados ya de la resurrección de su Maestro; “porque, decían, se ha aparecido a Simón”. Hablamos ayer de este favor hecho al príncipe de los Apóstoles.