4ª Palabra. “DIOS MÍO, DIOS MÍO.” Benedicto XVI
MEDITACIÓN
DE LAS SIETE PALABRAS
con textos de Benedicto XVI
ORACIÓN PARA COMENZAR TODOS LOS DÍAS
Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Poniéndonos en la presencia de Dios, contemplando el misterio de la cruz, adoremos a nuestro Señor Jesucristo Crucificado diciendo con santa Margarita María de Alcoque:
Oración de
Santa Margarita María de Alacoque
Humildemente postrada al pie de tu Santa Cruz, te diré con frecuencia, divino Salvador mío, para mover las entrañas de tu misericordia a perdonarme.
Jesús, desconocido y despreciado,
R/. Ten piedad de mí.
Jesús, calumniado y perseguido.
Jesús, abandonado de los hombres y tentado.
Jesús, entregado y vendido a vil precio.
Jesús, vituperado, acusado y condenado injustamente.
Jesús, vestido con una túnica de oprobio y de ignominia.
Jesús, abofeteado y burlado.
Jesús, arrastrado con la soga al cuello.
Jesús, azotado hasta la sangre.
Jesús, pospuesto a Barrabas.
Jesús, coronado de espinas y saludado por irrisión.
Jesús, cargado con la Cruz y las maldiciones del pueblo.
Jesús, triste hasta la muerte.
Jesús, pendiente de un infame leño en compañía de dos ladrones.
Jesús, anonadado y confundido delante de los hombres.
Jesús, abrumado de toda clase de dolores.
¡Oh Buen Jesús! que has querido sufrir una infinidad de oprobios y de humillaciones por mi amor, imprime poderosamente su estima en mi corazón, y hazme desear su práctica.
Cuarta Palabra
“DIOS MÍO, DIOS MÍO,
¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” (Mt 27, 46)
Benedicto XVI, 8 de febrero de 2012
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús en la inminencia de la muerte. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús. Escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34).
En la estructura del relato, la oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra.
La oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla.
Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto.
Al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.
Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.
En la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca.
PETICIÓN: En la paz y en la tribulación, en la abundancia y en la pobreza, en la prosperidad y en la desgracia, en la honra y en el desprecio, en la alegría y en la tristeza, en la vida y en la muerte, en el tiempo y en la eternidad: Te amaré, dulcísimo Jesús.
FRUTO: Mediante el ejercicio de la caridad, seamos el sostén del desvalido, el ojo del ciego, el apoyo del débil, el aposentador del peregrino, el defensor del injuriado, el consuelo de los tristes, en fin, la providencia de todos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación, diciendo con santa Laura Montoya:
ORACIÓN DEL SI.
Oración de Santa Laura Montoya
Sí, te diré en mi agonía,
sí, al extinguirse el aliento,
sí, al terminar de mi vida,
sí, al traspasar del tiempo.
Sí, en el dolor de mi carne,
sí, al deshacerse mis huesos,
sí, en el podrirse de mi sangre,
sí, en el cerrárseme el tiempo.
Quiero decir sí al morir
y sí cantar al escuchar el sí que tanto anhelo
y diciéndote sí, llegar al cielo.
Sí, dirá el humo de mi holocausto,
sí, el extinguirse del fuego
sí, las cenizas que llevan el viento,
sí, hasta Ti levantar el vuelo.”
Para concluir cada día:
***
Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía.
Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.
Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros.
Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.
***
¡Querido hermano, si te ha gustado esta meditación, compártelo con tus familiares y amigos.
***
Ave María Purísima, sin pecado concebida.