La Virgen María, con su sí a la Palabra de la Alianza y a su misión, cumple
perfectamente la vocación divina de la humanidad. Ella se nos presenta como
mujer enteramente disponible a la voluntad de Dios, incondicionalmente dócil a
la Palabra divina. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra
divina; conserva en su corazón los acontecimientos de su Hijo.
No se puede pensar en la encarnación del Verbo sin tener en cuenta la
libertad de esta joven mujer, que con su consentimiento coopera de modo
decisivo a la entrada del Eterno en el tiempo. Ella es la figura de la Iglesia
a la escucha de la Palabra de Dios, que en ella se hace carne. María es también
símbolo de la apertura a Dios y a los demás; escucha activa, que interioriza,
asimila, y en la que la Palabra se convierte en forma de vida.
La familiaridad de María con la Palabra de Dios resplandece con particular
brillo en el Magnificat, completamente tejido por los hilos tomados de
la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra
de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda
naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone
de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el
pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente
penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra
encarnada.
Nuestra acción apostólica y pastoral será eficaz en la medida en que
aprendamos de María a dejarnos plasmar por la obra de Dios en nosotros. Contemplando
en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también
nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que
Cristo viene a habitar en nuestra vida.
Cfr. Verbum Domini 27