domingo, 3 de julio de 2016

LA HIPOCRESÍA





VII DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Iglesia del Salvador, 3 de julio de 2016

En el teatro griego, se llamaba “hipócritas” a los actores que salían con el rostro cubierto, con máscaras o maquillados, para parecer el personaje que iban a representar.  Así dice San Agustín, que lo mismo que los comediantes (hipócritas), en sus diferentes papeles, hacen de lo que no son, así también en la iglesia y en la vida humana quien quiere aparentar lo que no es, es un hipócrita: porque finge ser justo, aunque no lo es.
Hoy, creo que más que nunca, vivimos en una sociedad muy hipócrita. Una sociedad donde se quiere aparentar lo que en realidad no se es. Muchos viven preocupadísimos de la opinión de los otros sobre sí y, por ello, piensan, hablan, obran, se presentan como quienes no son… y según el interés y las circunstancias, cambian el discurso, las obras, la forma de ser. Proyectan hacia fuera una falsa imagen; llegando incluso a grados tan altos de creerse su propio personaje.
De esta hipocresía nacen muchas veces los problemas de relación con los demás, pues  han fundado su amistad y relación en personalidades fingidas.
Como el actor en el teatro, el hipócrita puede serlo por un tiempo, en algunos momentos, pero antes o después su verdadera forma de ser se revela y queda manifiesta su verdadera personalidad… ¡Cuántas veces nos hemos llevado la sorpresa al convivir o pasar un poco más de tiempo con una persona, y nos ha decepcionado grandemente porque no parecía que fuese así!
La hipocresía es un pecado grave contra la verdad, y nosotros no estamos libres de él. Como hijos de nuestro tiempo, tenemos que reconocer, que tantas veces nos dejamos llevar por la tentación de aparentar lo que no somos para que los hombres “nos alaben y nos hagan reverencias.”
Hipócritas son los falsos profetas de los que Jesús nos previene en el Evangelio. Falsos profetas que aparentan ser hombres de Dios pero en cambio son lobos rapaces. Jesús en el Evangelio llama repetidas veces hipócritas a los letrados y a los fariseos, porque sus obras aparentes eran buenas. Cumplían exactamente todos los preceptos de la ley. Pero su intención no era pura, pues buscaban en ello el reconocimiento social de ser considerados “hombres justos.”
Jesús nos enseña que son los frutos el medio que tenemos para reconocer a los falsos y a los verdaderos profetas. “Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo produce frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol malo darlos buenos.”
Pero ¿qué tipo de frutos? Hay un primer tipo de hipocresía que es fácil de conocer: la de aquellos que dicen una cosa y hacen otra. Hablan el bien, pero actúan mal. Tienen en la boca todo el día “palabras divinas”, pero se contradicen así mismos en su obrar. Sus obras son malas por eso los reconocemos fácilmente.
Pero, existe también un segundo tipo de hipócritas más difícil de reconocer. Son aquellos que producen frutos aparentemente buenos. Por ello, san Agustín comentado este pasaje del Evangelio insiste en que: “Importa mucho averiguar la clase de frutos de los que se trata aquí,” a los que se refiere Jesús.
“Muchos –dice el Santo- se dejan engañar a la vista de los frutos que producen aquellos que llevan piel de oveja, y así resultan la presa de los lobos. Los frutos que los engañan son los ayunos, las limosnas y las oraciones que no tienen otro objeto que los hombres y agradar a aquellos a quienes estas obras parecen difíciles. Pues bien, éstos no son los frutos que pueden servirnos para reconocerlos, como se nos manda, porque todas estas cosas si se hacen con recta intención, en la verdad, son el vestido propio de las ovejas.”
Por tanto, no son las obras externas –ayunos, limosnas, oraciones- en sí mismas las que nos ayudan a reconocer a los falsos profetas. Esto sería juzgar por la apariencia… y Dios no juzga por las apariencias, él nos conoce interiormente como exclama el Salmo:
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares. (sal 138, 1-3)
Por lo tanto, los frutos del hombre justo son aquellos que nacen de su vida interior. Esos frutos que emanan del corazón que se deja transformar por la acción del Espíritu Santo y se mueve a impulsos de su gracia. Los frutos del hombre que viven según el Espíritu de Dios son el amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gál 5,22).
Distinguir al falso profeta del verdadero no es tarea fácil, pues afecta al interior de la persona.
Pero antes de juzgar al falso profeta, hemos de mirarnos a nosotros mismos que participamos por el Bautismo del carácter profético de Jesucristo. ¿Somos nosotros falsos profetas? ¿Somos como aquellos fariseos y letrados de la ley que actuamos para que nos vean y admiren? 
Para evitarlo hemos de trabajar nuestro corazón, dejar que el Espíritu Santo trabaje en él y nos transforme, para que nuestra vida sea reflejo y emanación de los frutos del Espíritu Santo en nosotros. Hemos de colaborar con la gracia que se nos da en los sacramentos mediante la lucha contra el pecado y la conquista de las virtudes; pues ahora, como cristianos, hemos emplearnos con todo nuestro ser, inteligencia, voluntad, fuerzas para “que todos nuestros miembros sirvan a la justicia para la santificación.” Hemos de purificar y perfeccionar nuestras intenciones y motivaciones para que se cumpla lo que san Pablo expresa en la Epístola: “Ahora que estáis libres del pecado y habéis sido hechos siervos de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación, que tiene como fin la vida eterna.”
Por ello, hemos de pedir como el salmista:
“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno.” (sal 138, 23-24)
Quizás se nos plantee un dilema: no soy santo, caigo en el pecado, pero no debo ser hipócrita… entonces, ¿me he de mostrar tal y como soy? ¿Han de ser manifiestas mis malas obras?
Claro que no, porque hemos de corresponder lo mejor posible a nuestra condición de cristianos y no ser motivo de escándalo sino de edificación en todo. Si todavía no somos santos, hemos de intentar serlo y en lo posible parecerlo. Hemos de esforzarnos para que nuestras obras sean cada vez más verdadera expresión de nuestra vida de fe. Hemos de vivir en esa actitud de conversión, buscando hacer en todo la voluntad de Dios. “No tomar el nombre de Dios en vano” –no solo se refiere a los pecados de blasfemias o juramentos, sino también a la imagen y el ejemplo que como cristianos ofrecemos al mundo. Recordemos como muchas veces el ejemplo de los malos cristianos es la causa de que muchos se alejen o no se acerque a la Iglesia.
A la Virgen Inmaculada, acudamos con confianza, y pidámosle que nos libre de la hipocresía, que nos enseñe a conocernos a nosotros mismos, que nos ayude en la lucha contra el pecado y que por su intercesión cada vez nos parezcamos más a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, el único verdaderamente santo.