Homilía
de maitines
26 de julio
SANTA ANA, MADRE
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
HOMILIA DE SAN GRAGORIO, PAPA
Homilía 11
sobre los Evangelios
Si
el Señor, hermanos carísimos, nos describe el reino de los cielos como
semejante a las cosas de la tierra, lo hace para que nuestra mente se eleve de
lo conocido a lo desconocido, por medio de lo visible a los invisible, y que
movido por las verdades que conoce por experiencia, se enardezca de tal suerte,
que al efecto que siente por un bien conocido le enseñe a amar lo desconocido.
“He ahí que el reino de los cielos es comparado a un tesoro escondido en el
campo, que si lo halla un hombre, lo esconde, y gozoso del hallazgo va y vende
todo cuanto tiene y compra aquel campo”
En
este hecho debemos también advertir, que una vez hallado el tesoro, es
escondido; a fin de conservarlo. Y esto lo hacen porque el ardor del celestial
deseo no basta para guardarlo de las asechanzas de los espíritus malignos, si
no se oculta a las alabanzas humanas. Y a la verdad, en la vida presente nos
hallamos como en un camino, por el cual nos dirigimos a la patria, y los
espíritus malignos, a manera de ladronzuelos, nos están acechando. Por lo
mismo, desea que le roben aquel que lleva públicamente su tesoro. Esto lo digo,
no para que vuestros prójimos no vean vuestras buenas obras, siendo así que
esta escrito: “Vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que
esta en los cielos”, sino a fin de que por medio de nuestras obras no busquemos
las externas alabanzas. Que de tal suerte la obra sea pública, pero no sea
conocida nuestra intención, para qua así demos ejemplo de buenas obras al
prójimo, y que no obstante, por la intención que tenemos de agradar únicamente
a Dios, siempre deseemos el secreto.
El
tesoro es el celestial deseo; el campo, en el que se oculta el tesoro, es una
vida digna del cielo. Adquiere este campo, después de haber vendido todas las
cosas, el que renunciando a los placeres de la carne, holla todos los deseos
terrenos mediante la observancia de la disciplina celestial, de tal suerte que
ya nada guste de cuanto halaga a la carne, nada huya de cuanto pueda mortificar
la vida de los placeres de la carne.