Martes de la I semana de Cuaresma
Los
hechos referidos en el paso del Evangelio se relacionan con una época anterior
a la vida del Salvador, y la Iglesia nos los propone hoy, a causa de la
relación que contiene con los que hemos leído hace algunos días. Es evidente
que no sólo al acercarse la Pascua, sino desde la fiesta de los Tabernáculos,
en el mes de septiembre, el furor de los judíos conspiraba ya su muerte. El
Hijo de Dios tenía que viajar a ocultas, y para entrar con seguridad en
Jerusalén, le era preciso tomar algunas precauciones. Adoremos estas
humillaciones del Hombre-Dios, que se ha dignado santificar todos los estados,
aun el del justo perseguido y obligado a ocultarse a las miradas de sus
enemigos. Le habría sido fácil deslumhrar a sus adversarios con milagros
inútiles, como los que deseó Herodes y forzar así su culto y su admiración.
Dios no procede así; no obliga; obra a las miradas de los hombres; mas para
conocer la acción de Dios, es necesario que el hombre se recoja y se humille,
que haga callar sus pasiones. Entonces la luz divina se manifiesta al alma;
esta alma ha visto bastante; ahora cree y quiere creer; su dicha y su mérito
está en la fe; está en disposición de esperar la manifestación de la eternidad.
La
carne y la sangre no lo entienden así; gustan la ostentación y el ruido. El
Hijo de Dios en su venida a la tierra no debía someterse aún abatimiento tal
sino para que los hombres viesen su poder infinito. Tenía que hacer milagros
para apoyar su misión, pero en El, hecho Hijo del Hombre, no debía ser todo
milagro. La mayor parte de su existencia estaba reservada a los humildes
deberes de la criatura; de otro modo, no nos había enseñado con su ejemplo, lo
que tanto necesitábamos saber. Sus hermanos (se sabe que los judíos entendían
por hermanos a todos los parientes en línea colateral) sus hermanos habrían
querido tener su parte en esta gloria vulgar, que querían para Jesús. Le dan
motivo para que les dijese esta palabra que debemos meditar en este santo
tiempo, para acordarnos más tarde de ella: “el mundo no os odia a vosotros;
pero a mí, sí me odia”. Guardémonos pues, en adelante, de complacernos con el
mundo; su amistad nos separaría de Jesucristo.