11 de febrero
Nuestra Señora de Lourdes
Al año cuarto de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, en las orillas del río Gave, cerca de Lourdes, diócesis de Tarbes, Francia, la Virgen se apareció varias veces en la cavidad de la peña sobre la gruta de Massabielle a una niña pobre llamada Bernardita, muy candorosa y piadosa. La Virgen Inmaculada se mostraba con aspecto que respiraba juventud y bondad, con un vestido y un manto blanquísimos, y ceñida con una faja azul. Una rosa adornaba sus pies desnudos. En la primera aparición, el 11 de febrero de 1858, enseñó a la niña a santiguarse piadosamente, excitándola al rezo del santo Rosario con su ejemplo, tomando en la mano el rosario que llevaba pendiente del brazo. En la segunda aparición, la niña, con la sencillez de su alma, temiendo que aquello pudiera ser obra diabólica, echó agua bendita sobre la Virgen; pero ésta, sonriéndose dulcemente, mostró un semblante aun más benigno. La tercera vez, invitó a la niña a que acudiese a la gruta durante quince días. Desde entonces le habló frecuentemente, exhortándola a rogar por los pecadores, a besar el suelo, y a la práctica de la penitencia. Por último, le mandó decir a los sacerdotes que edificaran allí una capilla, a la que acudirían las gentes en procesiones. Ordenó además, que bebiera y se lavase del agua que aún estaba oculta debajo de la arena, pero que pronto brotaría. Por último, en el día de la festividad de la Anunciación, al pedirle la niña que le manifestara su nombre, ya que tantas veces se le había aparecido, la Virgen, puestas las manos en el pecho, y teniendo los ojos levantados al cielo, respondió: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Divulgándose los favores que los fieles aseguraban haber recibido en la sagrada gruta, aumentaban cada día los devotos inspirados por la veneración del lugar. Así, pues, el obispo de Tarbes, a causa de los prodigios y por el candor de la niña, el año cuarto después de los acontecimientos, y tras un examen jurídico, reconoció que los caracteres de aquellos hechos eran sobrenatules, y autorizó en la gruta el culto a la Virgen Inmaculada. Pronto se edificó la iglesia; desde aquel día, acuden allí cada año a cumplir promesas y a implorar el favor de la Virgen multitudes de fieles de Francia, Bélgica, Italia, España y demás naciones de Europa, como de América. Así, cada vez es más célebre por todo el orbe el nombre de la Inmaculada Virgen de Lourdes. El agua de aquella fuente, llevada a todas partes, restituye la salud a los enfermos. El orbe católico, por tantos beneficios, ha edificado allí monumentos de un arte maravilloso. Muchos estandartes, enviados a Lourdes por ciudades y naciones por los beneficios recibidos, son una admirable ornamentación del templo de la Virgen. Allí, como en su propio trono, la Virgen Inmaculada recibe un culto ininterrumpido: de día, por medio de plegarias, cánticos y solemnes ceremonias; de noche, con preces que las multitudes de peregrinos le dirigen llevando velas encendidas, y cantando sus alabanzas.
Estas peregrinaciones han excitado la fe en unos tiempos llenos de frivolidad, han fortalecido los ánimos para profesar la ley cristiana, han fomentado de un modo admirable el culto a la Inmaculada Virgen. En esta ferviente profesión de fe, guían al pueblo cristiano los sacerdotes, los cuales conducen las multitudes de los fieles a los pies de la Virgen. Los mismos obispos frecuentan este lugar sagrado, presidiendo las peregrinaciones y tomando parte en las fiestas solemnes. No es raro ver aun a los purpurados de la Iglesia romana, a manera de humildes peregrinos, visitar este Santuario. Por su parte, los pontífices romanos, movidos de su piedad para con la Virgen Inmaculada de Lourdes, han distinguido su templo con los más preciosos favores. Pío IX lo enriqueció con sagradas indulgencias, con el privilegio de la Archicofradía, y con el título de Basílica menor, disponiendo que la imagen de la Madre de Dios fuese coronada por su legado apostólico en Francia. También el papa León XIII le confirió asimismo innumerables beneficios: concedió la indulgencia del jubileo en el año vigésimoquinto de la Aparición, fomentó con sus actos y sus palabras las peregrinaciones, y dispuso que en nombre suyo se hiciera allí la dedicación solemne de una iglesia bajo el título del Rosario; llevó sus favores al extremo de instituir, a ruegos de muchos obispos, una fiesta solemne con el título de la Aparición de la Inmaculada Virgen María, con Oficio y Misa propios. Finalmente, S. Pío X, Pontífice Máximo, llevado de su piedad hacia la Madre de Dios, y accediendo a los votos de muchos obispos, extendió la misma fiesta a toda la Iglesia.
Oremos.
Oh Dios, que mediante la Inmaculada Concepción de la Virgen preparaste una digna morada a tu Hijo: te rogamos humildemente que cuantos celebramos la Aparición de la misma Virgen, consigamos la salud del alma y del cuerpo. Por el mismo Señor Nuestro Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.