ULTIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria del Rito Romano
20 de noviembre de 2016
Los
capítulos finales del Evangelio de San Mateo desde la entrada triunfante de
Jesús en Jerusalén hasta la última cena, son de una tensión e intensidad grande.
El ambiente pacífico y luminoso que se nos revela en otras partes del Evangelio,
desaparece ante la inminencia de la Pasión del Señor. Mientras que Jesús afirma su identidad como
el Mesías enviado por Dios y afirma su autoridad, los judíos en sus diferentes
facciones lo acechan con preguntas y provocaciones para tener con que acusarlo
y acabar con su vida. Jesús no calla y les denuncia su actitud de rechazo al
que ha sido enviado por Dios, como entendemos de la parábola de los invitados a
las bodas del hijo del Rey y la parábola de los siervos homicidas que terminan
matando al hijo del dueño de la viña para apropiársela.
El
martes santo, después de un día agotador, por las invectivas de los judíos, Jesús
sale de Jerusalén para dirigirse hacia Betania, para descansar en la casa de su
amigo Lázaro. Quizás, viendo los apóstoles la tensión en el Maestro y la
tristeza en su rostro ante la cerrazón de su pueblo, quieren entretenerlo. “Mientras
iba caminando, sus discípulos se acercaron a él para hacerle notar las
construcciones del Templo.” Jesús les responde: "¿Veis todo esto? Os
aseguro que no quedará aquí piedra sobre piedra: todo será destruido". Los
discípulos debieron quedar impresionados ante la respuesta de Jesús, y al
llegar al monte de Jesús se sentó y sus discípulos le preguntaron:
"¿Cuándo sucederá esto y cuál será la señal de tu Venida y del fin del
mundo?"
El
Evangelio que acabamos de escuchar es el inicio de la respuesta de Jesús a
estas dos preguntas de los discípulos donde habla sobre la destrucción del
templo y de Jerusalén y el fin del mundo. Dos acontecimientos diferentes, pero
relacionados ya que el primero es testimonio del que segundo llegará.
La
destrucción del templo de Jerusalén tuvo lugar en el año 70 por el emperador
Tito. El templo fue profanado, la ciudad devastada. Los judíos fueron
expulsados de la Tierra Santa y prohibida su entrada en ella. Las palabras pronunciadas por todo el pueblo ante la
excusación de Pilato sobre su responsabilidad en la muerte del Inocente: "Que
su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos", se cumplieron de
una forma terrible. Se quedaron sin templo, se quedaron sin tierra. Y desde
aquel entonces, el pueblo judío ha andado errante hasta la creación artificial
del Estado de Israel tras la II Guerra mundial. Y a pesar de que en Jesús se
cumplen las escrituras y también sus palabras, Israel sigue sin reconocer en él al Mesías
prometido. La Iglesia movida por el amor al pueblo de las promesas reza
particularmente en los oficios solemnes del Viernes Santo: Oremos por los
judíos. Para que nuestro Dios y Señor ilumine sus corazones, a fin de que reconozcan a Jesucristo salvador de todos los
hombres”. “(…) concede por tu bondad que la plenitud de los pueblos entren en
tu Iglesia y todo Israel sea salvado.”
Jesús
como el caminante que atisba las cimas de las montañas una tras otra sin casi
distancia entre ellas, anuncia la destrucción del templo y el fin del mundo,
como acontecimientos cercanos entre sí. ¿Cuándo sucederá esto y cuál será la
señal de tu Venida y del fin del mundo?" –es la pregunta de los discípulos
y que también nosotros nos preguntamos.
La
destrucción del templo ya sucedió, el final de mundo todavía no ha llegado pero
vendrá. Dios ha establecido en la naturaleza creada un principio y un final de
las cosas. Sólo es Eterno, sin principio ni fin. El mundo presente que tuvo un
comienzo, tendrá también un final. Jesús no nos engaña.
Un
final del mundo que llegará inminente pero será precedido por señales: el sol
se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del
cielo, los ejércitos celestes temblarán.
Un
final del mundo que traerá consigo la venida gloriosa de Jesús. “Como un
relámpago que sale de levante y brilla hasta el poniente, así será la Parusía
del Hijo del Hombre.”
Un
final del mundo en el que la historia y cada hombre serán presentados ante
Cristo Juez Universal: “todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho y
verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo, con gran poder y
majestad. Él enviará a sus ángeles con una trompeta atronadora, para que reúnan
a sus elegidos de los cuatro vientos, de un extremo a otro del cielo.”
¿Cuál
ha de ser nuestra actitud?
Jesús
nos invita a aplicar nuestra inteligencia y así como somos capaces de saber la
cercanía de la primavera cuando las ramas de la higuera se ponen tiernas y
brotan las hojas, así cuando veáis todo esto, sabed que el final ya está cerca,
a la puerta.
¿Se
dan en nuestro tiempo signos de este fin del mundo?
Una
cosa es segura: Nosotros estamos más cerca de él, que aquellos que escucharon
el anuncio del Jesús.
Nuestros
tiempos, como nunca ante en la historia, están marcados por un rechazo y odio
de Dios y una extensión del mal y del pecado, instaurándose estructuras de
pecado contrarias al orden querido por Dios.
Un
tiempo marcado por el neopaganismo, una sociedad en decadencia moral, un hombre
que quiere ser el dueño de su propia existencia. Un tiempo donde el odio y la
mentira son los valores regidores del mundo.
Todo
ello son signos de que el final está cerca, de que la abominación del templo ha
llegado pues la tierra está infecta de pecado, las almas redimidas con la
sangre de Cristo muertas y esclavas de satanás.
¿Qué
debemos hacer?
¿Dejarnos
llevar por el miedo? Nada hemos de temer, si amamos a Dios. El que ha de venir
a Juzgarnos es el mismo que ha muerto por nosotros en la cruz. Pero hemos de
recordar esta verdad del fin del mundo, para no desaprovechar nuestra vida,
para no perdernos en la hora final.
Esta
vida que se nos da es para tomar parte por Cristo o contra él. Si ahora lo
amamos, si ahora vivimos según nos ha ensañado, nada hemos de temer, sino todo
lo contrario: en nosotros ha de existir el deseo de su venida. “Maranatha” Ven,
Señor.
Pero
si ahora vivimos en el pecado y bajo el dominio de nuestras pasiones, no
podemos esperar un juicio de misericordia. Sino la terrible sentencia del
Salvador: Apartaos, id al fuego eterno.
Para
evitar el fracaso de nuestra existencia con la condenación eterna hemos de movernos
en dos coordenadas en nuestra relación con Dios: el santo temor y la confianza.
Temor de ofenderle, temor de vivir alejados de él, temor de serle infieles, temor
de perdernos para siempre; recordando que de Dios nadie se ríe. Y por otro
lado, confianza en aquel que nos ha creado a su imagen, confianza en el que nos
dio a su Hijo para salvarnos, confianza en aquel que quiere salvarnos y darnos
la felicidad eterna. En esta tensión, vigilantes, con la cintura ceñida, hemos
de vivir para que la hora del juicio no nos sorprenda, y como nos dice el
apóstol en la epístola: “Dando fruto en toda clase de obras buenas y creciendo
en el conocimiento de Dios fortalecidos en toda fortaleza, según el poder de su
gloria, podréis resistir y perseverar en todo; con alegría daréis gracias al
Padre que nos ha hecho capaces de compartir la herencia de los santos en la
luz.”
Hagamos hoy
nuestros los sentimientos de las Iglesia cuando canta el Te Deum:
Oh Cristo, tú eres el Rey de la gloria,
tú el Hijo y Palabra del Padre,
tú el Rey de toda la creación.
tú el Hijo y Palabra del Padre,
tú el Rey de toda la creación.
Tú, para salvar al hombre,
tomaste la condición de esclavo
en el seno de una virgen.
tomaste la condición de esclavo
en el seno de una virgen.
Tú destruiste la muerte
y abriste a los creyentes las puertas de la gloria.
y abriste a los creyentes las puertas de la gloria.
Tú vives ahora,
inmortal y glorioso, en el reino del Padre.
inmortal y glorioso, en el reino del Padre.
Tú vendrás algún día,
como juez universal.
como juez universal.
Muéstrate, pues, amigo y defensor
de los hombres que salvaste.
de los hombres que salvaste.
Y recíbelos por siempre allá en tu reino,
con tus santos y elegidos.
con tus santos y elegidos.
Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice a tu heredad.
y bendice a tu heredad.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
A ti, Señor, me acojo,
no quede yo nunca defraudado.