COMENTARIO AL EVANGELIO
III DOMINGO DESPUÉS
DE PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
Hoy
la liturgia vuelve a proponer a nuestra meditación el capítulo XV del evangelio
de san Lucas, una de las páginas más elevadas y conmovedoras de toda la sagrada
Escritura. Es hermoso pensar que en todo el mundo, dondequiera que la comunidad
cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía dominical, resuena hoy esta
buena nueva de verdad y de salvación: Dios es amor misericordioso. El
evangelista san Lucas recogió en este capítulo tres parábolas sobre la
misericordia divina: las dos más breves, que tiene en común con san Mateo y san
Marcos, son las de la oveja perdida y la moneda perdida; la tercera, larga,
articulada y sólo recogida por él, es la célebre parábola del Padre
misericordioso, llamada habitualmente del "hijo pródigo".
En
esta página evangélica nos parece escuchar la voz de Jesús, que nos revela el
rostro del Padre suyo y Padre nuestro. En el fondo, vino al mundo para
hablarnos del Padre, para dárnoslo a conocer a nosotros, hijos perdidos, y para
suscitar en nuestro corazón la alegría de pertenecerle, la esperanza de ser
perdonados y de recuperar nuestra plena dignidad, y el deseo de habitar para
siempre en su casa, que es también nuestra casa.
Jesús
narró las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y los escribas
hablaban mal de él, al ver que permitía que los pecadores se le acercaran, e
incluso comía con ellos (cf. Lc 15, 1-3). Entonces explicó, con su lenguaje
típico, que Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y que su
corazón rebosa de alegría cuando un pecador se convierte.
La
verdadera religión consiste, por tanto, en entrar en sintonía con este Corazón
"rico en misericordia", que nos pide amar a todos, incluso a los
lejanos y a los enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad
de cada uno y atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad.
El camino que Jesús muestra a los que quieren ser sus discípulos es este:
"No juzguéis…, no condenéis…; perdonad y seréis perdonados…; dad y se os
dará; sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,
36-38). En estas palabras encontramos indicaciones muy concretas para nuestro
comportamiento diario de creyentes.
En
nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie con vigor la
misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que fue un gran apóstol de la
Misericordia divina, intuyó de modo profético esta urgencia pastoral. Dedicó al
Padre misericordioso su segunda encíclica, y durante todo su pontificado se
hizo misionero del amor de Dios a todos los pueblos.
La
Virgen María, Madre de la Misericordia, a quien ayer contemplamos como Virgen
de los Dolores al pie de la cruz, nos obtenga el don de confiar siempre en el
amor de Dios y nos ayude a ser misericordiosos como nuestro Padre que está en
los cielos.
Benedicto XVI