COMENTARIO AL
EVANGELIO
LA NATIVIDAD DE SAN
JUAN BAUTISTA
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
Hoy,
24 de junio, celebramos la solemnidad del Nacimiento de san Juan Bautista. Con
excepción de la Virgen María, el Bautista es el único santo del que la liturgia
celebra el nacimiento, y lo hace porque está íntimamente vinculado con el
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. De hecho, desde el vientre materno
Juan es el precursor de Jesús: el ángel anuncia a María su concepción
prodigiosa como una señal de que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37),
seis meses antes del gran prodigio que nos da la salvación, la unión de Dios
con el hombre por obra del Espíritu Santo. Los cuatro Evangelios dan gran
relieve a la figura de Juan el Bautista, como profeta que concluye el Antiguo
Testamento e inaugura el Nuevo, identificando en Jesús de Nazaret al Mesías, al
Consagrado del Señor. De hecho, será Jesús mismo quien hablará de Juan con
estas palabras: «Este es de quien está escrito: “Yo envío a mi mensajero
delante de ti, para que prepare tu camino ante ti. En verdad os digo que no ha
nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en
el reino de los cielos es más grande que él» (Mt 11, 10-11).
El
padre de Juan, Zacarías —marido de Isabel, pariente de María—, era sacerdote
del culto del Antiguo Testamento. Él no creyó de inmediato en el anuncio de una
paternidad tan inesperada, y por eso quedó mudo hasta el día de la circuncisión
del niño, al que él y su esposa dieron el nombre indicado por Dios, es decir,
Juan, que significa «el Señor da la gracia». Animado por el Espíritu Santo, Zacarías
habló así de la misión de su hijo: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del
Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su
pueblo la salvación por el perdón de sus pecados» (Lc 1, 76-77). Todo esto se
manifestó treinta años más tarde, cuando Juan comenzó a bautizar en el río
Jordán, llamando al pueblo a prepararse, con aquel gesto de penitencia, a la
inminente venida del Mesías, que Dios le había revelado durante su permanencia
en el desierto de Judea. Por esto fue llamado «Bautista», es decir,
«Bautizador» (cf. Mt 3, 1-6). Cuando un día Jesús mismo, desde Nazaret, fue a
ser bautizado, Juan al principio se negó, pero luego aceptó, y vio al Espíritu
Santo posarse sobre Jesús y oyó la voz del Padre celestial que lo proclamaba su
Hijo (cf. Mt 3, 13-17). Pero la misión del Bautista aún no estaba cumplida:
poco tiempo después, se le pidió que precediera a Jesús también en la muerte
violenta: Juan fue decapitado en la cárcel del rey Herodes, y así dio
testimonio pleno del Cordero de Dios, al que antes había reconocido y señalado
públicamente.
Benedicto XVI