COMENTARIO AL
EVANGELIO
Día 29 deJunio
SAN PEDRO Y SAN
PABLO, APÓSTOLES
Forma Extraordinaria del Rito Romano
En el pasaje
del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia
confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace
también en nombre de los otros apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la
misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento
visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia
(cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir
esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del
evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la
identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de
la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una
particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando
Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona
precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: …
[Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate
de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). El discípulo que,
por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su
debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que
se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que
existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta
escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de
la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos
dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo
alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo;
por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los
hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio
de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es
decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». Viene a la
memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al
confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna
de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y
príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán
contra ti, pero no te podrán -non praevalebunt-, porque yo estoy contigo para
librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora
mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto,
fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido
de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe
una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio
profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la
nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas,
más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora
al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el
oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice:
«Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo
cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave representa la
autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús
dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de
cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras
también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel
administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino
de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes –
la de las llaves y la de atar y desatar – expresan por tanto significados
similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte
del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por
otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la
excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las
decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas
ante Dios.
Benedicto
XVI