¿QUÉ HACE Y QUÉ DICE EL COR... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
EL REVELADOR DEL SAGRARIO
El que os oye, a Mí me oye
(Lc 10,16)
Después de haber demostrado en el capítulo anterior que en el Sagrario no está el Corazón de Jesús ni mudo ni ocioso, todavía me sale al paso otro reparo.
Conforme, podría objetar alguno, con que el Corazón de Jesús diga y haga en su vida de Sagrario, pero siendo tan misterioso su modo de estar allí. ¿Cómo y por dónde vamos a saber lo que dice y hace?, ¿cómo sorprender el secreto de esas inefables conversaciones y operaciones?
¿Será cosa de acudir a revelaciones de almas regaladas con confidencias sobrenaturales no concedidas al común de los fieles?
¿Será menester esperar milagros o extraordinarias manifestaciones del Dios oculto del Sagrario?
Si aplicando nuestros oídos y nuestros ojos a aquellas puertecitas doradas, nada aprendemos de lo que nuestra fe nos dice allá dentro, ¿por dónde enterarnos de cosas que tan de cerca nos tocan y tanto han de aprovecharnos? ¿Quién nos va a revelar esos tesoros de bellezas y maravillas?
Hora es ya de descubriros al gran revelador del Sagrario, el gran confidente que está en el secreto suyo, el amigo íntimo que nos puede hacer entrar en ese alcázar de las misteriosas maravillas del Sagrario.
Tenéis prisa por saber su nombre, ¿verdad?
¡El Evangelio!
Es ése el dedo poderoso que va a levantar ante vuestra vista asombrada el velo de aquellos arcanos, y ése es el mensajero que Dios bueno os envía para que vuestros ojos y vuestros oídos de carne puedan ver y oír, sin milagro ni revelaciones especiales, lo que en el Sagrario se dice y se hace.
¡El Evangelio!
¿Pero os habéis fijado en lo que es y lo que vale el Evangelio?
Algunas veces nos hemos lamentado de que no se hubiera conocido el arte de la fotografía en los tiempos de la vida mortal de nuestro Señor Jesucristo para haber tenido el consuelo, grande por cierto, de conservar su retrato. ¡Qué alegría poder recrearse en una fotografía de la que pudiéramos decir: ése era Él!
Ese retrato, sin embargo, no nos había de dar más alegría que la que nos proporciona el Evangelio.
Una fotografía de Jesucristo, por muy bien hecha que hubiera resultado, sería siempre un retrato de Él por fuera y en una sola actitud; el Evangelio es el retrato de Jesucristo por dentro y por fuera en variadísimas actitudes.
¿Os habéis dado bien cuenta del valor de un libro que nos retrata al vivo al ser más querido de nuestro corazón en sus lágrimas de pobre y de perseguido y sus triunfos de Rey y de Dios, que nos conserva la descripción de sus hechos, de sus milagros y de sus virtudes, nos guarda sus sentencias, sus parábolas y sus promesas, y que, para prevenir toda duda y matar toda incredulidad, se nos presenta con todas las garantías humanas y divinas de autenticidad?
No es un santo más o menos regalado por Dios de celestiales revelaciones, no es un milagro atestiguado por mayor o menor número de testigos, es la misma Tercera Persona de la Trinidad augusta la que se ha cuidado de velar por la exactitud y verdad de ese retrato del Hijo de Dios hecho hombre.
Amigos, demos una y muchas veces gracias al Espíritu Santo por el riquísimo regalo del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Démosle muchísimas gracias porque nos ha hecho conocer de cierto lo que dijo, hizo y hasta lo que pensó y deseó Jesucristo nuestro Señor en los años que mediaron entre su Encarnación y su Ascensión.
Por el Evangelio tenemos la dulcísima seguridad de decir cuando rezamos: así rezó mi Maestro Jesús; y cuando perdonamos una ofensa: así perdonó mi Maestro Jesús; y cuando escasea el pan que llevar a nuestra boca y no tenemos techo bajo el cual cobijarnos: así vivió mi Maestro Jesús; y cuando se nos presente la cruz para vivir o morir en ella: así vivió y murió mi Maestro Jesús...
¡Bendita y dulce seguridad!
Y ¡qué!, ¿no podremos tener esa misma seguridad con el Jesucristo del Sagrario?
Ya lo iremos viendo.
El CORAZÓN DE JESÚS ESTÁ AQUÍ
Mi Padre, hoy como siempre,
está obrando incesante mente y yo ni más ni menos
(Jn 5,17)
Llamo tu atención, toda tu atención, lector, quienquiera que seas, sobre la ocupación primera que he descubierto del Corazón de Jesús.
Así, estar y no añado ningún verbo que exprese un fin, una manera, un tiempo, una acción de ese estar.
No te fijes ahora en que está allí consolando, iluminando, curando, alimentando..., sino sólo en esto, en que está.
Pero ¿eso es una ocupación?, me argüirá alguno. ¡Si parece que estar es lo opuesto a hacer!
Y, sin embargo, te aseguro, después de haber meditado en ese verbo aplicado al Corazón de Jesús en su vida de Sagrario, que pocos, si hay alguno, expresarán más actividad, más laboriosidad, más amor en incendio que ese verbo estar.
¿Vamos a verlo?
Estar en el Sagrario significa venir del cielo todo un Dios, hacer el milagro más estupendo de sabiduría, poder y amor para poder llegar hasta la ruindad del hombre, quedarse quieto, callado y hasta gustoso, lo traten bien o lo traten mal, lo pongan en casa rica o miserable, lo busquen o lo desprecien, lo alaben o lo maldigan, lo adoren como a Dios o lo desechen como mueble viejo... y repetir eso mañana y pasado mañana, y el mes que viene, y un año, y un siglo, y hasta el fin de los siglos... y repetirlo en este Sagrario y en el del templo vecino y en el de todos los pueblos... y repetir eso entre almas buenas, finas y agradecidas, y entre almas tibias, olvidadizas, inconstantes y entre almas frías, duras, pérfidas, sacrílegas...
Eso es estar el Corazón de Jesús en el Sagrario, poner en actividad infinita un amor, una paciencia, una condescendencia tan grandes por lo menos como el poder que se necesita para amarrar a todo un Dios al carro de tantas humillaciones.
¡Está aquí!
¡Santa, deliciosa, arrebatadora palabra que dice a mi fe más que todas las maravillas de la tierra y todos los milagros del Evangelio, que da a mi esperanza la posesión anticipada de todas las promesas y que pone estremecimientos de placer divino en el amor de mi alma!
Está aquí
Sabedlo, demonios que queréis perderme, que tratáis de sonsacarme, enfermedades que ponéis tristeza en mi vida, contrariedades, desengaños, que arrancáis lágrimas a mis ojos y gotas de sangre a mi corazón, pecados que me atormentáis con vuestros remordimientos, cosas malas que me asediáis, sabedlo, que el Fuerte, el Grande, el Magnífico, el Suave, el Vencedor, el Buenísimo Corazón de Jesús está aquí, ¡aquí en el Sagrario mío!
Padre eterno, bendita sea la hora en que los labios de vuestro Hijo unigénito se abrieron en la tierra para dejar salir estas palabras: «¡Sabed que yo estoy todos los días con vosotros hasta la consumación de los siglos!».
Padre, Hijo y Espíritu santo, benditos seáis por cada uno de los segundos que está con nosotros el Corazón de Jesús en cada uno de los Sagrarios de la tierra.
¡Bendito, bendito Emmanuel!