19 de junio. Santa Juliana Flaconieri, Virgen
Juliana, de la noble familia de los Falconieri, tuvo por padre al fundador de la iglesia espléndida dedicada a la Anunciación de la Madre de Dios, que edificó a sus expensas y que puede verse en Florencia. Sus padres eran de edad avanzada cuando en el año 1270 les nació Juliana. Ya desde la cuna mostró con una señal su futura santidad, porque se la oyó pronunciar con sus labios balbucientes los dulcísimos nombres de Jesús y María. Desde la infancia, se entregó a las virtudes cristianas, en las cuales sobresalió tanto, que San Alejo, su tío paterno, cuyas instrucciones y ejemplos seguía ella, decía a su madre que había dado a luz un ángel, no una mujer. De semblante modesto, y corazón libre de toda mancha, aun la más ligera, jamás en su vida levantó los ojos para mirar la faz de un hombre; la palabra pecado la hacía temblar, y cierto día, al oír el relatar un crimen, cayó casi inanimada. Antes de cumplir los quince años de edad, renunciando a los cuantiosos bienes que le tocaban en herencia, y desdeñando las alianzas terrenales, consagró solemnemente a Dios su virginidad en manos de San Felipe Benicio, y fue la primera que recibió de él el hábito de las Mantelatas.
El ejemplo de Juliana fue seguido por muchas mujeres nobles, y hasta su misma madre se puso bajo su dirección. Como el número de estas mujeres aumentara poco a poco, Juliana resolvió convertir las Mantelatas en Orden religiosa, dándoles reglas que revelan su santidad y prudencia. San Felipe Benicio conocía tan bien sus virtudes que, en la hora de su muerte, creyó que sólo a Juliana, podía encomendar a las religiosas, y también la Orden de los Servitas, que él había regido y propagado. Mas ella no dejaba, por esto, de formar de sí misma la más baja opinión, y siendo superiora de sus Hermanas, las servía en todo lo doméstico; pasaba días enteros en oración, y con frecuencia se la veía en éxtasis. Empleaba el tiempo restante en apaciguar las discordias, en apartar a los pecadores del mal camino y en cuidar enfermos, a los que más de una vez devolvía la salud besando la podre de sus úlceras. Martirizaba su cuerpo con látigos, cuerdas nudosas o cintos de hierro, siendo habitual prolongar sus vigilias y acostarse desnuda en el suelo. Dos días por semana se alimentaba sólo del Pan de los Ángeles; los sábados tomaba solo pan y agua, y los días restantes tomaba una pequeña cantidad de alimentos, los más groseros.
Una vida tan austera le ocasionó una enfermedad de estómago grave que la redujo al último extremo cuando ya tenía 70 años. Soportó con alma firme los padecimientos de tan larga enfermedad; quejábase sólo de que, no pudiendo retener alimento, se viera alejada, por respeto al divino Sacramento, de la mesa eucarística. Por lo cual rogó al sacerdote que consintiera llevarle el pan divino que su boca no podía recibir y lo acercara a su pecho. Accedió a sus ruegos el sacerdote, y en el mismo instante ¡oh prodigio!, desapareció el pan sacrosanto y Juliana expiró con el semblante resplandeciente de serenidad y la sonrisa en los labios. No se dio crédito a este milagro hasta que se preparó el cuerpo de la virgen como se acostumbraba para darle sepultura; viose entonces en el costado izquierdo del pecho, impresa sobre la carne como un sello, la forma de una hostia que ostentaba la imagen de Jesús crucificado. Esta maravilla y los demás milagros que obró le atrajo la veneración de los florentinos y de todo el mundo cristiano; y de tal modo creció esta veneración, por espacio de unos cuatro siglos, que por fin el papa Benedicto XIII ordenó que en el día de su fiesta hubiese un Oficio propio en toda la Orden de los Servitas de la Bienaventurada Virgen María. Merced a los nuevos milagros, Clemente XII, protector generoso de la misma Orden, inscribió a Juliana en el catálogo de las santas Vírgenes.
Oremos.
Oh Dios, que te dignaste recrear admirablemente con el precioso cuerpo de tu Hijo a la bienaventurada Juliana, tu Virgen, en su extrema enfermedad: te suplicamos nos concedas que por la intercesión de sus méritos, alimentados y confortados también nosotros con el Cuerpo divino en las agonías de la muerte, seamos llevados a la celestial patria. Por el mismo Señor Nuestro Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.
Conmemoración de los Ss. Gervasio y Protasio, Mártires
Gervasio y Protasio eran hijos de Vidal y de Valeria, los cuales sufrieron el martirio por la fe de Jesucristo, uno en Ravena y el otro en Milán. Habiendo distribuido su patrimonio entre los pobres y manumitido a sus esclavos, atrajéronse por ello un gran odio de parte de los sacerdotes paganos. Así, pues, buscando ocasión de perder a los hermanos, creyeron hallarla en los preparativos de guerra del conde Astasio. Insinuáronle a éste que los dioses les habían comunicado que sólo saldría vencedor si obligaba a Gervasio y a Protásio a renegar de Jesucristo y sacrificar a los dioses. Como los dos hermanos manifestaran su horror por esta proposición, Astasio mandó azotar a Gervasio hasta que expiró; Protasio fue flagelado con varas, y después decapitado. Felipe, siervo de Cristo, se apoderó a escondidas de los cuerpos, y los enterró en su casa. Los descubrió San Ambrosio por inspiración divina, y los colocó en un lugar sagrado. Padecieron el martirio en Milán, el día 13 de las calendas de julio.
Oremos.
¡Oh Dios, que todos los años nos alegras con la fiesta de tus santos mártires Gervasio y Protasio!; concédenos que, al celebrar su victoria, seamos también estimulados con su ejemplo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.