II DOMINGO DE
ADVIENTO
Año Litúrgico –
Dom Prospero Gueranger
En el Oficio de este Domingo dominan
completamente los sentimientos de esperanza y alegría que comunica al alma fiel
la feliz noticia de la próxima llegada de Aquel que es su Salvador y Esposo. El
Advenimiento interno, el que se opera en las almas, es el objeto casi exclusivo
de las oraciones de la Iglesia en este día: abramos, pues, nuestros corazones,
preparemos nuestras lámparas y esperemos alegres la voz que se oirá en medio de
la noche: ¡Gloria a Dios! ¡Paz a los hombres!
La Iglesia Romana celebra hoy la
Estación en la Basílica de Sta. Cruz de Jerusalén. El Emperador Constantino
depositó en esta venerable Iglesia una parte notable de la Vera Cruz, con el
Rótulo que mandó fijar en ella Pilatos y que proclamaba la Realeza del Salvador
de los hombres. Todavía se conservan allí estas preciosas reliquias; enriquecida
con tan glorioso tesoro, la Liturgia Romana considera a esta Basílica de Sta.
Cruz de Jerusalén como si fuera Jerusalén misma, como se puede observar por las
alusiones que hace en las distintas Misas estacionales que allí celebran. En el
lenguaje de la Sagrada Escritura y de la Iglesia, Jerusalén es el tipo del alma
fiel; ésta es también la idea fundamental que ha presidido la composición del
Oficio y de la Misa de este Domingo. Sentimos no poder desarrollar aquí todo
este magnífico conjunto, contentándonos con abrir cuanto antes el libro del
Profeta Isaías, para leer allí con la Iglesia el paso de donde saca hoy el
motivo de sus esperanzas en el reino suave y pacífico del Mesías (Isaías 11,
1-10) ¡Cuánto que considerar en estas magníficas frases del Profeta! El Tallo,
la Flor que sale de él; el Espíritu que reposa sobre esta flor; la paz y la
seguridad restablecidas sobre la tierra; una fraternidad universal bajo el
mando del Mesías. San Jerónimo, de quien la Iglesia toma hoy las palabras en
las lecciones del segundo Nocturno, nos dice “que este tallo sin nudo alguno
que sale de la rama de Jesé, es la Virgen María, y que la Flor es el Salvador
mismo, quien dijo en el Cántico: Yo soy la flor de los campos y el lirio de los
valles. Todos los siglos cristianos han celebrado con entusiasmo la gloria del
Tallo maravilloso y de su Flor divina. Durante la Edad Media, el Árbol de Jesé
extendía sus proféticas ramas por las portadas de nuestras catedrales, brillaba
sobre sus vidrieras, y aparecía bordado en los tapices del santuario; la voz
melodiosa de los sacerdotes entonaba a su vez el suave Responso compuesto por
Fulberto de Chartres y puesto en canto gregoriano por el rey Roberto el
Piadoso: “La rama de Jesé produjo un
tallo y el tallo una flor; y sobre esta flor reposó el Espíritu divino. La
Virgen, Madre de Dios, es el tallo y su hijo la flor: y sobre esta flor reposó
el Espíritu divino.”
El piadoso San Bernardo, al comentar
este Responsorio, en su segunda Homilía sobre el Adviento, decía “El Hijo de la
Virgen es la flor, flor blanca y escarlata, única entre millares, flor cuya
vista regocija a los Ángeles y cuyo aroma devuelve la vida a los muertos; Flor
de los campos, como ella lo dice de sí misma, y no flor de jardín, porque la
flor del campo vive por sí misma, sin ayuda del hombre, sin procedimientos de
agricultura. De este modo el seno purísimo de la Virgen, como un campo de
verdor eterno, produjo esta flor divina cuya belleza no se marchita y cuyo
brillo no palidecerá nunca. ¡Oh Virgen, tallo sublime, cuán grande es tu
altura! Llegas hasta el que está sentado sobre el Trono, hasta el Señor de la
majestad. Y esto no me llama la atención; es que te apoyas en las profundas
raíces de la humildad. ¡Oh planta celestial, la más hermosa y santa de todas!
¡Oh árbol verdadero de la vida, el único que ha sido digno de llevar el fruto
de la salvación!” ¿Hablaremos también del Espíritu Santo y de sus dones, que si
se derraman sobre el Mesías, es sólo para después venir sobre nosotros, que
tenemos más necesidad de Sabiduría e Inteligencia, de Consejo y de Fortaleza,
de Ciencia, de Piedad y de Temor de Dios? Roguemos con insistencia a este
Espíritu divino, por cuya obra fue concebido y formado Jesús en el seno de
María, y pidámosle que lo forme también en nuestros corazones. Oigamos también
con alegría estos admirables relatos que nos hace el Profeta, de la felicidad,
de la armonía, de la dulzura que reinan en la santa Montaña. Después de tanto
tiempo el mundo ansiaba la paz: por fin llegó. El pecado había creado la
división en todo, la gracia va a unirlo todo. Un tierno niño va a ser la
garantía de la alianza universal. Los Profetas, lo anunciaron, lo declaró la
Sibila, y aun en Roma, sepultada todavía en las sombras del Paganismo, el
príncipe de los poetas latinos, haciéndose eco de las antiguas tradiciones,
entonó el célebre canto en el que dice: “Va a abrirse la última era, la era
predicha por la Sibila de Cumas; una nueva raza de hombres baja del cielo. Los
rebaños no tendrán que temer del furor de los leones. Perecerá la serpiente y
será destruida toda hierba venenosa.”
Ven, pues, oh Mesías, a restaurar la
armonía primitiva; pero dígnate recordar que, sobre todo, esta armonía quedó
destruida en el corazón del hombre; ven a curar este corazón, a tomar posesión
de esta Jerusalén, objeto indigno de tu predilección. Durante mucho tiempo ha
estado cautiva en Babilonia; sácala ya de la tierra extranjera. Reconstruye su
templo; y que la gloria de este segundo templo sea mayor que la del primero,
por el honor que tú le harás habitándole, no en imagen sino en persona. El Ángel
se lo dijo a María: El Señor Dios dará a tu hijo el trono de su padre David; y
reinará por siempre en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin. ¿Qué podemos
hacer nosotros, oh Jesús, si no es decir como el discípulo amado al fin de su
Profecía: ¡Amén! ¡Así sea! ¡Ven, Señor Jesús!?
Comienza el Santo Sacrificio con un
canto de triunfo dirigido a Jerusalén. Este canto expresa la alegría que se
apoderará del corazón del hombre, cuando oiga la voz de su Dios. Ensalza la
bondad del divino Pastor, para quien cada una de nuestras almas es una oveja
querida, que Él está dispuesto a alimentar con su misma carne: Pueblo de Sión; he aquí que el Señor vendrá
a salvar las gentes (Introito). En la Colecta, el Sacerdote insiste en la
pureza que debe reinar en nuestro corazón a la venida del Salvador.
“Todo
lo que se ha escrito, ha sido escrito para nuestra enseñanza: para que, por la
paciencia y el consuelo de las escrituras, tengamos esperanza.” (Epístola 15, 4-13) Tened, pues, paciencia,
Cristianos; aumentad vuestra esperanza y gustaréis al Dios de paz que va a
venir a vosotros. Pero permaneced unidos de corazón los unos con los otros;
porque ésa es la señal de los hijos de Dios. Nos dice el Profeta que el Mesías
hará habitar juntos al lobo y al cordero; pues ahora el Apóstol nos lo muestra
reuniendo en una sola familia al Gentil y al judío. ¡Gloria sea a este Rey
soberano, renuevo floreciente de la vara de Jesé y que nos ordena esperar en
El! Otra vez la Iglesia nos advierte que va a aparecer en Jerusalén:
¿Eres
tú el que ha de venir, o esperamos a otro? (Evangelio, Mateo 11, 2-10). Eres tú, oh Señor, el que debe venir,
y no debemos esperar a otro. Estábamos ciegos, tú nos has iluminado; nuestros
pasos eran vacilantes, tú los has asegurado; nos cubría la lepra del pecado, tú
nos has curado; éramos sordos a tu voz, tú nos has devuelto el oído; estábamos
muertos por el pecado, tú nos has levantado del sepulcro; finalmente, éramos
pobres y abandonados, tú has venido a consolarnos. Tales han sido y tales serán
los frutos de tu visita a nuestras almas, oh Jesús, visita silenciosa pero
eficaz; visita de la que nada sabe la carne ni la sangre, pero que se realiza
en un corazón movido por la gracia. Ven, pues, a mí, ¡oh Salvador! Ni tu
humillación ni tu intimidad me han de servir de escándalo; porque tus
operaciones en las almas demuestran palpablemente que son de un Dios. Si no las
hubieses creado, tampoco podrías sanarlas.
Después del canto del Credo, cuando el
Sacerdote ofrezca el Pan y el Vino, uníos a la Iglesia que pide ser vivificada
por el Huésped divino, a quien espera.