COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
LUNES
DE LA III SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del
Rito Romano
«Nadie es profeta en su patria», es
decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer
(cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de
treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en
otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga.
Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo
conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de
ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3).
Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace
difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta
difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como
ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria
habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta
cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo
curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los
milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de
Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad.
Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos
hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el
poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús —como se
dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret.
En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice
precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su
falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan,
corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza.
Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la
cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible
que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de
Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de
Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras
nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de
que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del
universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de
un hombre.
Quien entendió verdaderamente esta
realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María
no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor
y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos
de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la
revelación perfecta de Dios.
Benedicto XVI