COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
DOMINGO
IV SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del
Rito Romano
Jesús revela
el significado de ese milagro, es decir, que el tiempo de las promesas ha
concluido: Dios Padre, que con el maná había alimentado a los israelitas en el
desierto, ahora lo envió a él, el Hijo, como verdadero Pan de vida, y este pan
es su carne, su vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata, por lo
tanto, de acogerlo con fe, sin escandalizarse de su humanidad; y se trata de
«comer su carne y beber su sangre» (cf. Jn 6, 54), para tener en sí mismos la
plenitud de la vida. Es evidente que este discurso no está hecho para atraer
consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia intencionalmente; de hecho, aquel fue
un momento crítico, un viraje en su misión pública. La gente, y los propios
discípulos, estaban entusiasmados con él cuando realizaba señales milagrosas; y
también la multiplicación de los panes y de los peces fue una clara revelación
de que él era el Mesías, hasta el punto de que inmediatamente después la
multitud quiso llevar en triunfo a Jesús y proclamarlo rey de Israel. Pero esta
no era la voluntad de Jesús, quien precisamente con ese largo discurso frena
los entusiasmos y provoca muchos desacuerdos. De hecho, explicando la imagen
del pan, afirma que ha sido enviado para ofrecer su propia vida, y que los que
quieran seguirlo deben unirse a él de modo personal y profundo, participando en
su sacrificio de amor. Por eso Jesús instituirá en la última Cena el sacramento
de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su caridad
—esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él, prolongar en el mundo su
misterio de salvación.
Al escuchar
este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías, como ellos
querían, que aspirase a un trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar
Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de
los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos
para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar
el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, en cuerpo y
sangre ofrecidos en expiación. Así pues, Jesús pronunció ese discurso para
desengañar a la multitud y, sobre todo, para provocar una decisión en sus
discípulos. De hecho, muchos de ellos, desde entonces, ya no lo siguieron.
Queridos
amigos, dejémonos sorprender nuevamente también nosotros por las palabras de
Cristo: él, grano de trigo arrojado en los surcos de la historia, es la
primicia de la nueva humanidad, liberada de la corrupción del pecado y de la
muerte. Y redescubramos la belleza del sacramento de la Eucaristía, que expresa
toda la humildad y la santidad de Dios: el hacerse pequeño, Dios se hace
pequeño, fragmento del universo para reconciliar a todos en su amor. Que la
Virgen María, que dio al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en
profunda unión con él..
Benedicto XVI, 19 de agosto de 2012