COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
SÁBADO
DE LA IV SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo
soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla
lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt
5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro
tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro
esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de
los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad
impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias,
como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.
Puede haber en nuestro entorno
tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama,
minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable.
Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la
forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece
sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él,
penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente,
quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si
pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una
luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia
(cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la
noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.
La luz no se queda aislada. En todo su
entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del
ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo.
Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En
particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los
creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y,
por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos
ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con
los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro
afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en
la sociedad.
Queridos amigos, “Yo soy
la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”, dice el Señor. Es algo
misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y y de nosotros todos
juntos, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha
sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado
del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la
fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos
una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de
nuestras buenas intenciones. No obstante los progresos técnicos, el mundo en
que vivimos, por lo que se ve, nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo
guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad.
E incluso aquellos que en la historia se han creído “portadores de luz”, pero
sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún
paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y
sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de
humanidad.
BENEDICTO XVI, 24 de septiembre de 2011