COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
VIERNES
DE LA IV SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del Rito Romano
En el relato joánico de la
resurrección de Lázaro, esta misma dinámica se pone de relieve con una
evidencia aún mayor (cf. Jn 11, 1-44). También aquí se entrecruzan, por una
parte, la relación de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por otra, la
relación filial que él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en
el caso de Lázaro tiene rasgos particulares. En todo el relato se recuerda
varias veces la amistad con él, así como con las hermanas Marta y María. Jesús
mismo afirma: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11,
11). El afecto sincero por el amigo también lo ponen de relieve las hermanas de
Lázaro, al igual que los judíos (cf. Jn 11, 3; 11, 36); se manifiesta en la
conmoción profunda de Jesús ante el dolor de Marta y María y de todos los
amigos de Lázaro, y desemboca en el llanto —tan profundamente humano— al
acercarse a la tumba: «Jesús, viéndola llorar a ella [Marta], y viendo llorar a
los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y
preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”.
Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 33-35).
Esta relación de amistad, la
participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y
conocidos de Lázaro, está vinculada, en todo el relato, con una continua e
intensa relación con el Padre. Desde el comienzo, Jesús hace una lectura del
hecho en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que
le espera. Ante la noticia de la enfermedad de Lázaro, en efecto, comenta:
«Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios,
para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11, 4). Jesús acoge
también con profundo dolor humano el anuncio de la muerte de su amigo, pero
siempre en estrecha referencia a la relación con Dios y a la misión que le ha
confiado, dice: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos
estado allí, para que creáis» (Jn 11, 14-15). El momento de la oración
explícita de Jesús al Padre ante la tumba es el desenlace natural de todo el
suceso, tejido sobre este doble registro de la amistad con Lázaro y de la
relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van juntas. «Jesús,
levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has
escuchado”» (Jn 11, 41): es una eucaristía. La frase revela que Jesús no dejó
ni siquiera por un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Más
aún, esta oración continua reforzó el vínculo con el amigo y, al mismo tiempo,
confirmó la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del
Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y muerte de Lázaro se
consideran como un lugar donde se manifiesta la gloria de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, al leer
esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que en la
oración de petición al Señor no debemos esperar una realización inmediata de
aquello que pedimos, de nuestra voluntad, sino más bien encomendarnos a la
voluntad del Padre, leyendo cada acontecimiento en la perspectiva de su gloria,
de su designio de amor, con frecuencia misterioso a nuestros ojos. Por ello, en
nuestra oración, petición, alabanza y acción de gracias deberían ir juntas,
incluso cuando nos parece que Dios no responde a nuestras expectativas
concretas. Abandonarse al amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre,
es una de las actitudes de fondo de nuestro diálogo con él. El Catecismo de la
Iglesia católica comenta así la oración de Jesús en el relato de la
resurrección de Lázaro: «Apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús
nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a
Aquel que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don
otorgado; es el “tesoro”, y en él está el corazón de su Hijo; el don se otorga
como “por añadidura” (cf. Mt 6, 21 y 6, 33)» (n. 2604). Esto me parece muy
importante: antes de que el don sea concedido, es preciso adherirse a Aquel que
dona; el donante es más precioso que el don. También para nosotros, por lo
tanto, más allá de lo que Dios nos da cuando lo invocamos, el don más grande
que puede otorgarnos es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro
precioso que se ha de pedir y custodiar siempre.
La oración que Jesús pronuncia
mientras se quita la piedra de entrada a la tumba de Lázaro, presenta luego un
desarrollo particular e inesperado. Él, en efecto, después de dar gracias a
Dios Padre, añade: «Yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente
que me rodea, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11, 42). Con su
oración, Jesús quiere llevar a la fe, a la confianza total en Dios y en su
voluntad, y quiere mostrar que este Dios que ha amado al hombre hasta el punto
de enviar a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3, 16), es el Dios de la Vida, el Dios
que trae esperanza y es capaz de cambiar las situaciones humanamente
imposibles. La oración confiada de un creyente, entonces, es un testimonio vivo
de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés por el hombre, de su obrar
para realizar su plan de salvación.
Benedicto XVI, 14 de diciembre de 2011