COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
MIERCOLES
DE LA IV SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Detengámonos brevemente en el relato
del ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad
común de aquel tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un
pecado suyo o de sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y
afirma: "Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las
obras de Dios" (Jn 9, 3). ¡Qué consuelo nos proporcionan estas palabras!
Nos hacen escuchar la voz viva de Dios, que es Amor providencial y sabio. Ante
el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en
posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la
vida. Y por eso declara solemnemente: "Tengo que hacer las obras del que
me ha enviado. (...) Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo" (Jn
9, 4-5).
Inmediatamente pasa a la acción: con
un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este
gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la
tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho,
"Adán" significa "suelo", y el cuerpo humano está
efectivamente compuesto por elementos de la tierra. Al curar al hombre, Jesús
realiza una nueva creación. Pero esa curación suscita una encendida discusión,
porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto
festivo. Así, al final del relato, Jesús y el ciego son "expulsados"
por los fariseos: uno por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la
curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento.
Al ciego curado Jesús le revela que ha
venido al mundo para realizar un juicio, para separar a los ciegos curables de
aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el
hombre es fuerte la tentación de construirse un sistema de seguridad
ideológico: incluso la religión puede convertirse en un elemento de este
sistema, como el ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por
su propio egoísmo.
Queridos hermanos, dejémonos curar por
Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera,
nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el "gran pecado"
(cf. Sal 19, 14): el orgullo. Que nos ayude en esto María santísima, la cual,
al engendrar a Cristo en la carne, dio al mundo la verdadera luz.
Benedicto XVI, 2 de marzo de 2008