domingo, 7 de septiembre de 2025

Un hombre agradecido. Fray Justo Pérez de Urbel

 


XIII DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Un hombre agradecido

Fray Justo Pérez de Urbel

 

 

ESTE milagro de los diez leprosos es uno de los últimos del Salvador. Se acercaba su hora, según la expresión evangélica; había conmovido a Jerusalén con el prodigio de la resurrección de Lázaro; y sintiendo que el odio de sus enemigos se enconaba cada día, creyó prudente alejarse mientras llegaba la Pascua. Se refugia en Efrén, ciudad tranquila y soli­taria, lejos de las grandes rutas y poco amiga de disensiones mesiánicas. Es un alto antes de los combates supremos.

Pero la naturaleza empieza a renovarse con los encantos de la primavera; se acerca el mes de nisán, y los peregrinos cubren ya las sendas que llevan a Jerusalén, donde deben estar el 14 de la luna sagrada. Cristo deja también su retiro y se dirige hacia el Sur; va despacio, rodeando, buscando corazones y evitando enemigos. San Lucas recoge cuidadosamente los diversos episodios que esmaltan aquella peregrinación, llena de presagios, a través de Samaria y Galilea, aquel viaje que no iba a tener vuelta. AI entrar en un pueblo, este grito detu­vo al divino viajero: "¡Jesús! i Maestro! Ten piedad de nos­otros." Diez hombres desgraciados se habían apostado cerca del camino en actitud de respeto y de dolor. Eran dignos de lastima. Unos harapos cubrían sus miembros asquerosos; llevaban la cabeza rapada; con manos temblorosas empuñaban el bordón que sostenía sus cuerpos desfallecidos; sus ojos, sus mejillas, sus brazos estaban roídos de úlceras repugnantes, invadidos en vida por la corrupción de la muerte. Era el terrible mal de la lepra, el dedo de Dios, como decían los judíos, que le miraban como el signo visible del alma infecta por el pecado. Excluido del trato de sus semejantes, el leproso vivía en grutas o improvisaba su choza a las puertas de las ciudades para recibir la limosna de los que entraban y salían.

Conmovido por aquella miseria, Jesús les dió la limosna de la salud. "Id -les dijo- y mostraos a los sacerdotes." Una sentencia de los sacerdotes les había separado de sus conciudadanos; un certificado de curación era lo único que podía reintegrarlos a la vida social. La orden de Jesús era, por tanto, una promesa de salud, condicionada a un acto de fe. Obedecen ellos, y, conforme se alejan, empiezan a observar que una sangre más pura corre por sus venas, que van desapareciendo aquellas manchas blanquecinas de su cuerpo, que Ias pústulas lívidas y sanguinolentas son reemplazadas por el color rosado de la carne de un niño. Aquella situación humillante ha terminado, la curación es completa.

 

Entretanto, Jesús ha entrado en la población, ha reunido a la gente en la plaza y esta exponiendo su doctrina, hablando de su reino, cuando un hombre se abre paso entre la multitud, llega hasta Él, se prosterna tocando el suelo con la frente y besa los pies de su Salvador, agradecido al beneficio que acababa de obtener.

Era uno de los diez, un samaritano, añade el Evangelio. Habitante de los confines de Judea, se había juntado a los leprosos de Israel, venciendo las repugnancias de raza y religión. La desgracia les había unido, había derribado el muro que existía entre ellos. El dolor hace olvidar el amor propio, disipa las susceptibilidades, embrida los instintos de venganza, despierta el sentido de humanidad que hay dentro de nosotros, nos hace mejores. La prosperidad ciega, ensoberbece, desune y torna duro el corazón. Así sucedió ahora. Desde que se vieron curados, los diez judíos ya no vieron en el samaritano más que al enemigo de su pueblo. Se separaron de él y siguieron su camino. Mientras, iba a dar las gracias a su bienhechor. "¿Cómo? -exclamó Jesús-, ¿No han sido diez los curados? No se ha hallado quien volviera para dar gracias Dios fuera de este extranjero."

La ingratitud hería su corazón. Esa reflexión respira profunda, tristeza, acentuada con la palabra "este extranjero". Un incidente tan doloroso era como el resumen de toda su misión: había prodigado a manos llenas sus beneficios a Israel, y su pueblo le rechazaba. Unos días después, aquellos nueve hombres en quienes acababa de obrar tan gran prodigio, pedirían a gritos su muerte al pretorio de Jerusalén. Le consuela el samaritano, símbolo de todos los pobres abandonados, de todos los extranjeros, de todos los hijos de la gentilidad que habían de recibir con fe y agradecimiento el beneficio de la redención.

La gratitud conmueve el corazón de Dios y abre sus manos. Esta es la enseñanza que nos recuerda la liturgia al leernos este evangelio de los diez leprosos. Estamos en los últimos días del estío. Poco a poco, los árboles van dando el regalo de sus frutos, los racimos se enrojecen en la vid, los campos quedan desnudos y el oro del trigo alegra las eras. Corta o larga, la cosecha de cada año viene de Dios. Él hace germinar la semilla, envía las lluvias y los soles y dirige la orquesta de los meses. Es una deuda de honor el reconocerlo, y una necesidad en corazones bien nacidos. Desgraciadamente, la raza de los judíos es en este aspecto más numerosa que la de los samaritanos. No hablemos del "hombre animal", de aquel que vive sin Dios en este mundo. Ese no tiene a quien pedir, ni a quien agradecer. El mundo es para él una mesa más o menos copiosa, un prado deleitable, o mejor, un pesebre que se vacía y se vuelve a llenar como por encanto. Las fuerzas ciegas de la naturaleza ponen en juego sus mecanismos misteriosos y con un ritmo eterno trabajan en su servicio. ¿Cómo? Importa poco. Lo esencial es buscarse un puesto de honor en la rueda de los comensales privilegiados, por la astucia o por la fuerza, meneando la cola o enseñando los clientes. Pero el que sabe que no se cae al azar un solo cabello de nuestra cabeza, que hay un Padre celestial que viste a los lirios y da de comer a los gorriones voraces, el que reza diariamente las palabras sagradas: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy", ese no tiene excusa si, al ver los beneficios que Dios derrama en su camino, hace como aquellos judíos que gozan alegres del beneficio sin levantar la vista al bienhechor. Sin embargo, de los cristianos de hoy se puede repetir lo que decía San Bernardo de los de su tiempo: solícitos para pedir, impacientes hasta que reciben, ingratos cuando han sido escuchados."