24 DE SEPTIEMBRE
NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED
EL espíritu del pueblo catalán, performado por San Raimundo de Peñafort y por Jaime I, encarnó en una institución religiosa adecuada. Era un pueblo esencialmente mercantil donde debía nacer la Orden monástica exportadora de la misericordia. La obra de la redención de los cautivos fue el complemento sobrenatural y la corona de las instituciones mercantiles catalanas. Y el doctor que en gracia de los mercaderes barceloneses escribía el tratado Modus juste negotiandi in grátiam mercatorum debió Influir poderosamente en la creación de estos mercaderes sublimes, que, a trueque de -dinero, redimían hombres y rescataban almas». Hasta aquí Lorenzo Riber. Cabe ahora preguntar: ¿Fue este espíritu catalán el principal inspirador de la magna Obra tan sacrificada y heroica, tan delicada y bella—, o tuvo su fundación hondura de raíz teológica? El propio Riber nos da la respuesta, aduciendo un fragmento del prólogo de las «Constituciones», promulgadas por el segundo maestre general, Fray Pere d’Amer:
«El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. entre cuyas obras no hay división, ordenaron, por su misericordia y por su gran piedad, fundar y establecer esta Orden, llamada Orden de la Virgen María de la Merced de la redención de los cautivos…».
Cuando Nolasco llegó a Barcelona procedente del Languedoc —hacia el año 1215 —, ya traía clavado en su espíritu, como verdadera obsesión, el cuadro desgarrador de las penas físicas y morales que sufrían los cautivos cristianos en tierras de moros. Ya pensaba en el peligro de sus almas, y la suya, inflamada por la caridad más heroica, se conmovía y despedazaba. Su encuentro con San Raimundo el maestro de Peñafort fue providencial. La Virgen, que guiaba sus pasos, iba preparando el momento en que haría al mundo la revelación más estupenda de sí misma, en la plenitud de su misión de Madre...
El día primero de agosto del año 1218, a eso de la media noche, cuando Pedro, hinojado, reiteraba su ardorosa plegaria, tuvo lugar la Descensión de la Virgen de la Merced, embajadora de Dios, espléndida, majestuosa, esbelta y grácil, como la imaginó nuestro inmortal Murillo: «Quiere mi Hijo que a mi nombre y para gloria mía, fundes una Orden religiosa con el título de Merced o Misericordia, cuyos miembros hagan profesión de rescatar a los cautivos cristianos...».
Alboreó la mañana del 2 de agosto, y con ella un triple y sorprendente milagro: la Virgen se había aparecido a un mismo tiempo a Pedro Nolasco, a Raimundo de Peñafort y al rey Don Jaime. Pedro —lo dijimos ya el 28 de enero— sería la mente inspiradora; Raimundo, el director espiritual; Don Jaime —héroe cristiano, argonauta de la el fautor material, el brazo fuerte que llevaría a cabo los designios misericordiosos de la Señora. El golpe, tramado en el cielo, ng podía fracasar. Ocho días después quedaba establecida la Orden. El mismo palacio real fue la primera casa de noviciado. Dios bendijo las armas conquistadoras del Monarca, y pronto una leva de misioneros mercedarios —caballeros de María— pudo acompañar a los ejércitos invencibles de aquel hombre, para quien «el deseo de amplificar el reino de Cristo fue siempre parte principalísima en el ímpetu creador de sus conquistas». Y el mensaje de la Virgen, llegó a los últimos rincones de la morería, en forma de consuelo, de limosna, de rescate, por obra de aquellos traficantes sublimes que supieron escalar las cumbres de los mayores heroísmos...
¡El mensaje de María! Nadie es ajeno a sus mercedes. Todas las gracias pasan por sus manos. Cristo empuña la vara de la justicia, pero a su Madre le ha entregado el cetro de la misericordia. ¡Pero si el mismo Cristo es don y merced suya! La historia de la Iglesia es la historia de sus oficios maternales, a partir del fiat de la Redención. Desde que Jesús promulgó su maternidad espiritual al pie de la Cruz, las palabras «He ahí a tu hijo» han sido la norma de su vida humana y gloriosa. En himnos y antífonas la aclama la liturgia mercedaria: «Muestra que eres Madre», «rompe mis cadenas», «socorre al que cae», «Madre de misericordia, vida, dulzura, abogada y esperanza nuestra» ... Así surgió la epifanía de la Merced en medio de la noche medieval, y nuestro pueblo —objeto de las predilecciones marianas— celebró la Festum Descensionis B. M. V. de Mercede —como se la ha titulado siempre en España— mucho antes de que Inocencio XII la extendiese a toda la Iglesia. Fiesta que es y será siempre de actualidad, porque siempre habrá en el mundo persecución por la justicia en las mazmorras mahometanas o en los modernos campos de concentración; siempre el crimen se cebará en la inocencia; siempre existirán esclavos del vicio y del demonio, forzados a alzar los ojos hacia la Madre de la Misericordia y del perdón, para que irrumpa como la aurora en la noche de su espíritu atormentado; siempre, en fin, necesitaremos decir todos con la Liturgia: Oh, Dios! que por la gloriosísima Madre de tu Hijo, te dignaste aumentar tu Iglesia con una nueva Orden, para librar a los cristianos del poder de los infieles: te rogamos, por los méritos e intercesión de la Virgen, que piadosamente veneramos como Fundadora de tan grande Obra, nos concedas vernos libres de la cautividad del demonio y del pecado». Que así sea.