miércoles, 24 de septiembre de 2025

25 DE SEPTIEMBRE. SAN FERMÍN DE PAMPLONA, OBISPO Y MÁRTIR (+HACIA EL AÑO 300)

 


25 DE SEPTIEMBRE

SAN FERMÍN DE PAMPLONA

OBISPO Y MÁRTIR (+HACIA EL AÑO 300)

EL Santoral español se honra hoy con uno de sus héroes más antiguos —casi legendario— en cuya remota biografía quedan aún flagrantes dos hechos innegables — santidad Y martirio — que justifican el arraigo de una devoción popular honda y operante, y un nombre que polariza —encarna, más bien— la fe recia e impulsiva del bravo pueblo navarro: San Fermín de Pamplona, primer obispo de Ámiéns

Su vida se pierde en las lejanías del siglo u. Así opinan Baronio y el Turonense. Las Actas de su martirio —escritas hacia el siglo V— constituyen el documento más antiguo y la única fuente segura de donde manan las escasas noticias «históricas» que de este héroe han llegado hasta nosotros; pero nos ofrecen una visión vibrante de aquella peripecia humana, que fue una aventura divina prácticamente insuperable. Porque, con ser tan pocos los datos, la colosal figura del protagonista desborda los límites de un nervioso apunte biográfico. Recogeremos los principales perfiles de su vida, de su acción, de su brillante triunfo.

Pamplona preside su nacimiento y lo signa con su temple heroico. Sus padres —Firmo y Eugenia— convertidos a la Fe por San Saturnino, le dan, con su sangre senatorial y su amor a la paz y a la caridad, una educación patricia, a la que él corresponde con un talento de excepción.

Un día, San Honesto, su protector, después de sellar y santificar esta herencia sagrada con las aguas del Bautismo, envía al caro discípulo a Tolosa, para que lleve sus saludos al obispo de aquella diócesis, San Honorato. Éste descubre en él al elegido del Señor, le impone las manos y le dice: «Alégrate, hijo, por haber merecido ser vaso de elección. Vete por toda la extensión de las naciones, pues has recibido de Dios la gracia Y funciones del apostolado. No temas; el Señor te acompañará siempre; pero no olvides que tendrás mucho que padecer por su nombre antes de alcanzar la corona de la gloria».

Fermín vuelve a Pamplona con la espada de esta alucinante profecía en el alma. Consagrado sacerdote y obispo, renuncia a sus títulos y riquezas y se lanza inmediatamente a la fascinadora aventura de las misiones evangélicas con todo el ardor de sus treinta años. Primero acompaña en sus correrías por Navarra a San Honesto, cuya función tutelar y rectora es la brújula que orienta su larga y azarosa navegación. Después...

Francia es el predio que le asigna la Providencia. En Agen, ClermontFerrand, Angers y Beauvais, tiene el consuelo de ver fructificar copiosamente la semilla del Evangelio, y también de sentir en su carne el látigo de aquella profecía de San Honorato. Valerio, gobernador de la región, le manda azotar y aherrojar en un antro horrendo. Los cristianos, aprovechando un alboroto popular, ponen en libertad a su Pastor, cuando ya él, lleno de júbilo, vislumbra el término de sus más altas ambiciones: la muerte por Cristo. Mors ipsa beátior inde est, cantará Prudencio. Fermín sale de la cárcel diciendo: «Vámonos más lejos; vamos a las tierras de los ambianos y morinos, que derramarán nuestra sangre».

No paró hasta Amiéns. Allí premió Dios su intrepidez misionera poniendo en sus manos el poder taumatúrgico, con cuyo argumento convirtió en tres días a más de tres mil personas, entre ellas el senador Faustino. De vez en vez hacía excursiones a Morina, Teruana, Boloña, Montreuil y Ponthieu; pero Amiéns era su ciudad predilecta: «Sabed, hijos míos, que Dios Padre, Criador de cuanto existe, me envió a vosotros para que purifique a esta ciudad del culto de los ídolos, predique la fe -de Cristo, crucificado en la flaqueza de la carne, más vivo por la gracia y poder de Dios». Pronto iba a purificarla con su sangre...

Un sacerdote idolátrico —el execrable Auxilio— se presenta ante Sebastián y Lóngulo, gobernadores de la Galia Bélgica, con una denuncia que no era otra cosa que una verdad sublime:

— Hay entre nosotros un pontífice de los cristianos, que no sólo trata de apartar a la ciudad de Amiéns de la religión, sino que parece querer arrancar la tierra entera al culto de los dioses inmortales.

Sebastián, «jamás saciado del vino violento de la sangre», ordena la prisión del santo Obispo y su comparecencia ante los juegos del circo, cerca de la puerta Clipiana. Fermín se presenta imperturbable, majestuoso. Las Actas han conservado un largo interrogatorio que no podemos reproducir aquí. Baste, por muestra, la briosa respuesta del Mártir, cuando llegó la hora decisiva de definirse ante la muerte:

— Me llamo Fermín; soy español, senador y ciudadano de Pamplona; cristiano por la fe y la doctrina. Soy obispo, y fui enviado a predicar el Evangelio del Hijo de Dios, para que sepan las naciones que no hay otro Dios sino el que sacó todas las cosas de la nada y las conserva y gobierna. Las generaciones pasan y se mudan; sólo Él permanece inmutable frente a la movilidad de los siglos... Los dioses que adoráis son vanos simulacros, sordos, mudos e insensibles…»

Fermín fue condenado a la decapitación, que recibió con hacimiento de gracias. Amiéns consagró sus cenizas. Navarra le veneró como a Patrono principal. El Santoral español le honra como a una de sus más caras memorias.