XV DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Jesús a las puertas de Naím
Fray Justo Pérez de Urbel
En los días gloriosos de su ministerio, cuando los enemigos no se cruzaban aun en su camino, Jesús va de pueblo en pueblo, acompañado de muchedumbres entusiastas y optimistas, que le escoltan y le aclaman y no se acuerdan de comer ni de dormir con tal de recoger la luz de su mirada y la luz de su doctrina. Así le sucede ahora, en esta dulce mañana de primavera, la segunda primavera de sus caminatas evangélicas. El día anterior estaba en Cafarnaúm curando al siervo del centurión, recibiendo en su Iglesia al primer convertido del paganismo. En pocas horas ha recorrido casi cincuenta kilómetros. Durante la noche, una barca le ha traído hasta la playa meridional del Lago; luego ha caminado hacia el Oeste, siguiendo fas sendas tortuosas que se enroscan a las faldas del Tabor, y la llanura de Esdrelón se ha presentado a su vista, alegre, con sus campos floridos y sus lindas cubiertas de anémonas y gencianas. Sunam ha quedado atrás, y tal vez alguno del acompañamiento ha recordado a la bella Sunamitis, a la esposa del Cantar de los Cantares. Pero quedaba allí otro recuerdo bíblico más impresionante para aquellos hebreos, obsesionados por prestigios milagrosos. Fue en una casa de Sunam donde el profeta Eliseo se extendió sobre el cadáver de un muchacho, ojos con ojos, boca con boca, manos con manos, pidiendo a Dios que le devolviese la vida. Y el niño había resucitado. ¿Cómo no pensar en el viejo profeta para compararle con el Profeta de Nazareth, cuyo nombre llenaba todos los pueblos de Palestina?
La comitiva sigue adelante. Tres leguas les separan de Nazareth; pero Jesús no va ahora hacia su patria. Cerca de Sunam, se divisa otro pueblecito, acurrucado en la pendiente de una colina. Es Naím. Naím, "la bella", existe todavía. No tiene más belleza que la que le da el paisaje circundante. La corona el Hermón con sus nieves eternas, alégranla las estribaciones del Tabor con sus valles graciosos y cubiertos de verdura, y su ceñidor es la espaciosa llanura regada con sangre de guerreros, caídos en los días de las grandes batallas de Israel. Todo lo demás es miserable y soñoliento: un montón de casas de aspecto pobre y sombrío; unos cuantos aldeanos de caras torvas y aburridas. Pero hay restos de fortificaciones y vestigios de sepulcros suntuosos, que hablan de la villa de otros tiempos, digna por su fe de recibir la buena nueva y de ver grandes prodigios.
En adelante, Naím ya no tendrá envidia de Sunam, su vecina. Un taumaturgo más grande que Eliseo va a entrar en ella. Jesús empieza a subir la pendiente que lleva a la población. Sus discípulos y admiradores le rodean; es un grupo compacto y numeroso. Han caminado toda la mañana y ya va a caer la tarde; pero nadie se fatiga junta al hijo del carpintero. Van a cruzar una puerta, cuando les detiene otro grupo que viene del interior. La alegría se ha encontrado con el dolor, la vida con la muerte. Es un cortejo fúnebre. Al frente va el rabino encargado de dar el último adiós al muerto. Junto a él, las plañideras. Es la mujer, dice el Talmud, la que trajo la muerte al mundo; justo es que las mujeres lleven hasta el sepulcro a las víctimas de la muerte. Aquí la víctima es un mancebo. Los lienzos rodean sus brazos y sus piernas; pero puede verse su rostro juvenil, marchito a deshora por la muerte. Todo es duelo y desesperación en torno suyo. Los hombres lloran, los músicos arrancan a las flautas sonidos desgarradores, y las mujeres pagadas para este momento caminan con la cabellera en desorden, lanzando gritos agudos, levantando los brazos al cie lo, rasgando sus vestidos, golpeándose el pecho y sollozando amargamente.
Entre ellas camina una cuyo dolor es menos ruidoso, pero más profundo. Es la madre del muerto. "El muerto era hijo único y su madre era viuda." Se trataba de uno de esos duelos en que los ojos no tienen lágrimas bastantes para llorar. Todos estaban conmovidos al verla. Aquel hijo había sido su fuerza, su protección, la esperanza de su vejez; en el había concentrado su cariño, y por el había trabajado contenta hasta ponerle en los umbrales de una juventud robusta y lozana. Pero la muerte, ciega y brutal, acababa de destruir todos sus sueños, tras pasando su corazón y llenando de sombra su vida. Hoy sus con vecinos la acompañan aun en su pena; pero, mañana, ¿quién se acordará de que fue feliz?
Mas he aquí que hay uno cuya compasión no es impotente, y ese esta allí mirando su dolor, desafiando a la muerte. El encuentro de Jesús en los momentos tristes es ya un presagio de alegría y de liberación: "Jesús -dice un comentarista- encuentra a los posesos de Gerasa, y los libra; encuentra a Andrés y a Juan ocupados en la pesca, y los hace pescadores de hombres; encuentra a Levi el publicano, y Levi se convierte en el apóstol San Mateo; encuentra al paralítico de la piscina probática, y le cura; encuentra al ciego de nacimiento, y le da la vista. La mirada del Salvador encuentra la mirada de Pedro, y el corazón de Pedro se deshace en lágrimas de dolor, de amor y de agradecimiento."
En presencia del dolor de aquella madre, Jesús, dice el Evangelio, sintió sus entrañas profundamente conmovidas. Tal vez pensó en otra madre, en aquella madre que ahora vivía sola cerca de allí, y un día, sin tardar mucho, lloraría también sobre su Hijo, horriblemente desfigurado por la muerte y por los hombres. El dolor, las lágrimas de aquella madre fueron las que alcanzaron el milagro. Lo dice expresamente San Lucas. Jesús no le pidió un acto de fe, como hacía de ordinario; no aguardó a que le rogasen; no escuchó la voz de la amistad o del parentesco. No conocía a la viuda de Naím ni a su hijo. Pero el hijo yace en el féretro y la madre llora. Un hijo de tantas lágrimas no puede perecer, podemos decir recordando la frase que San Ambrosio aplicaba a San Agustín.
Sobre aquella madre afortunada se fijó la mirada de Jesús, una mirada larga y profunda, una de aquellas miradas divinas que hacían renacer la esperanza en los corazones donde estaba muerta. Después, con un acento la vez de compasión y de poder, dijo estas palabras: "No llores." Son las mismas palabras que las criaturas pronuncian cada día; pero con tan poca seguridad, que las lágrimas siguen regando continuamente este valle de la tierra. Solo cuando Dios nos las diga, se agotará la fuente. Jesús toca el féretro; los portadores se detienen, callan las flautas y los címbalos; las plañideras miran con sus ojos llorosos, y en el silencio de una expectación profunda, se oye este mandato escalofriante: "Joven, yo te lo mando: levántate." Y el joven se despertó, se incorporó, comenzó a hablar, y Cristo, añade el Evangelio, con exquisita delicadeza se lo devolvió a su madre. No quiso hacerle su discípulo ni su apóstol; se lo devolvió a aquella madre, cuyo dolor le había dado una vida nueva.
El pueblo aclamó al "gran profeta". Todos reconocieron al Señor de la vida, al que tiene en sus manos las llaves del sepulcro. Recordaron a Eliseo; pero, ¡qué diferencia entre el milagro laborioso del profeta antiguo y el gesto del nuevo, domando a la muerte con una sola palabra ! En Sunam, el protagonista era un siervo de Dios; en Naím, era Dios mismo.