13 DE SEPTIEMBRE
SAN MAURILIO
OBISPO Y CONFESOR (336-427)
SE dice que el poeta nace, no se hace. Del santo puede afirmarse exactamente lo contrario. Convenzámonos: el santo precoz —al estilo de Luis Gonzaga— es raro. Como es raro el niño prodigio. Por regla general, la mayor parte de los prohombres —permítasenos la palabra— que han ilustrado la Iglesia de Jesucristo con sus virtudes y milagros —entre ellos San Maurilio—, han sido en su infancia niños como los demás, como nosotros, como todos. Esto prueba y justifica esos silencios de los biógrafos, tan extraños, que la devoción popular suele llenar de fábulas. ¿No podría ser ésta la causa de muchas leyendas piadosas? ...
En Milán, y en casa opulenta y cristiana —de origen senatorial—, nace Maurilio alrededor del año 336. Nace bien dotado; pero no santo. Lo hacen santo la pía solicitud de una madre santa y el ejemplo de santos maestros. Se forja a golpes de voluntad, de sacrificio y de renunciamiento, ayudado por la gracia de Dios. Sus primeros pasos no dejan huella. Discurren, sin duda, mansamente, con esa suavidad de movimientos propia del que procura hacer el bien sin ruido. Nada especial permite adivinar en él al futuro aureolado. Pero, a los veinte años, aparece por primera vez su nombre junto al de una de las mayores glorias de la Iglesia: San Martín de Tours.
Simple exorcista en Poitiers, el futuro Taumaturgo de las Galias ha venido a Italia a quebrar lanzas contra el arrianismo. Cerca de Milán ha instalado su cuartel general: un monasterio —venero de «sana doctrina»— en el que numerosos jóvenes aprenden el amor a la verdad y a la virtud. Uno de ellos es Maurilio. Este encuentro providen cial con San Martín es la estrella que orienta su vida e ilumina su porvenir.
Expulsado el Taumaturgo de Milán por el obispo arriano, el joven estudiante continúa su formación en un convento, hasta que lo descubre San Armbrosio y lo hace lector de su Iglesia. A poco de esto muere su padre, dejándole en posesión de grandes riquezas, Maurilio —templado ya en la santidad— quema con resolución sus juveniles ilusiones y apetencias sobre el ara de la. renuncia evangélica. Cuando manifiesta a su madre su deseo de seguir a Cristo por la vía áspera del apostolado, ella ¡santa mujer! — ni se sorprende ni se asusta: cristianamente se resigna ante la sacra decisión del hijo de sus sueños y esperanzas. Con el alma presa de encontrados sentimientos, le ve alejarse de la casa paterna en busca de su antiguo Maestro, a la sazón obispo de Tours. De sus milagrosas manos recibe en esta Ciudad la ordenación sacerdotal. Pronto empieza a distinguirse por su ciencia y grande humildad. Un día, San Martín le da a conocer su intención de retenerle siempre a su lado, como coadjutor de la diócesis. Entonces Maurilio se revela en toda su grandeza: no sólo rechaza el alto honor que se le ofrece, sino que expone sus secretos proyectos de ir a misionar entre idólatras... ¿No es imitar el ejemplo del propio Taumaturgo, evangelizador de la Turena? El argumento es concluyente; y el Obispo, demasiado santo para pecar de egoísta. Triunfa, pues, la vocación misionera del joven sacerdote.
Su lote es la provincia de Anjou, infestada de paganismo e inmoralidad, a pesar de los trabajos apostólicos de San Apotemo y de San Fermín. i Lote difícil, en verdad! Sin embargo, pocos Santos reflejarán mejor que él el triunfo de la moral evangélica sobre la barbarie.
En el nuevo campo de acción, la vida. de Maurilio adquiere matices sublimes de santidad. En lucha abierta contra el druismo, la expone de continuo al furor de los paganos con gestos de héroe y de mártir. Así le vemos, en la exaltación de su fervor, derribar por sus manos los ídolos y plantar la cruz redentora sobre las cenizas de los altares impuros. En medio de un rebaño de lobos hambrientos no correría más riesgo su persona. Pero Dios le protege milagrosamente: como aquella vez en que, al conjuro santo de su oración, cae desplomado el templo idolátrico de- Angers. Doce años dura la excepcional misión, durante los cuales —sobre la base del sacrificio, de la oración y de la entrega absoluta en manos de la Providencia— consigue fundar una floreciente comunidad cristiana...
Hacia el 397 San Maurilio es ya obispo de Angers. Se cuenta que el día de su consagración, una paloma misteriosa —la paloma del óleo santo— aparece sobre sus hombros. Su gobierno es pródigo como pocos. Pastor vigilante, sacerdote ejemplar, padre bondadoso, prelado caritativo, atiende sobre todo a las almas, sin olvidarse de los cuerpos. En cada uno de sus actos aparece la mano de Dios obrando un milagro. Su primer biógrafo —San Magnobodo— afirma que sus contemporáneos lo comparaban con los Apóstoles, por el número y magnitud de sus prodigios. No obstante, en la leyenda de las llaves se narran maravillas e intervenciones divinas de dudosa autenticidad.
Desde que fue obispo, y hasta el fin de sus días —termina diciendo el autor de su Vida— se entregó en cuerpo y alma a las asperezas sublimes de su oficio pastoral. Y parece increíble que aquella existencia tan trabajada se prolongara, como se prolongó, más allá de los noventa años sin conocer los achaques de la vejez. Su misma muerte —ocurrida el 13 de septiembre del 427— fue una liberación milagrosa conocida y anunciada por él de antemano.
Debió de morir abrasado de amor…