27 DE SEPTIEMBRE
SANTOS COSME Y DAMIÁN
Y SUS HERMANOS, MÁRTIRES (+ EN EL 297)
EN esa fúlgida constelación de nombres que integran la primera lista del Canon de la Misa, hallamos los de estos dos Mártires orientales que nos recuerda hoy la hoja del calendario. Émulos de las grandes figuras latinas, por su estoica impavidez cristiana, el Occidente madrugó en su culto, y Roma les consagró no menos de nueve basílicas... ¿A qué se debe tan solemne distinción? No consta en ningún documento eclesiástico. Fue, probablemente —y aparte su estrenuo martirio—, una justa y delicada correspondencia a sus favores en pro del pueblo cristiano: pues, consta que ya en el siglo VII, cuando llegaba el 27 de septiembre, acudían los fieles a las iglesias en busca del ungüento milagroso que, bendecido por el sacerdote en nombre de San Cosme y San Damián, sería durante el año remedio infalible contra toda enfermedad.
Nacen estos Santos —hermanos gemelos, en opinión de San Gregorio de Tours— en Egea de Arabia, y en la mitad del siglo III. Su madre es una de esas matronas cristianas «que tuvieron tantos hijos como triunfos»: una Sinforosa, una Felicidad, una madre de los Macabeos. Se llama Teodora o don de Dios. Es rica y aristocrática; pero educa a sus hijos en cristiano, es decir: dentro de las normas de la más austera moral. Les forma para la vida y para la muerte, y, en su día, serán una diadema de cinco palmas que colocará Dios sobre su noble sien santificada.
Cosme y Damián estudian en Siria la ciencia de la medicina, impulsados por el deseo de hacer un sacerdocio de tan bella y sacrificada profesión. Pronto se hacen célebres por su saber y arte, y, sobre todo, porque Dios ha puesto en sus manos la panacea divina del milagro que cura los cuerpos y las almas. Ánárgyros — esto es, sin oro ni plata — les llamarán los griegos, por seguir en el ejercicio de la medicina el consejo evangélico que manda «dar graciosamente lo que graciosamente se ha recibido».
Pero la gloria más brillante la conquistan en sangrienta palestra. Las Actas que nos han transmitido su triunfo son de las más solemnes y patéticas, aunque en ellas se mezcla a veces lo auténtico con lo fabuloso. Un estremecimiento de horror sacude nuestro espíritu al repasar el catálogo de los tormentos excogitados por el prefecto Lisias, personaje histórico bien conocido, perteneciente a la execrable casta de los Anulinos, Dacianos y Ricciovaros. A oídos, pues, de este tirano digno ejecutor de los edictos imperiales lleva la fama el nombre y los hechos de los santos Mártires, bajo la forma de una denuncia malévola. Lisias ordena inmediatamente su detención, y da comienzo al interrogatorio «oficial», que es dramático certamen de fe, de valor y de elocuencia.
— ¿De dónde sois?
— De Egea de Arabia.
— ¿Cómo os llamáis?
— Mi nombre es Cosme, y el de mi hermano, Damián.
— ¿Cuál es vuestra profesión?
— Ejercemos gratuitamente la ciencia de la medicina.
— ¿Y vuestra condición?
— Somos nobles por la sangre y cristianos por la gracia de Jesucristo.
— Sacrificad a los dioses que fabricaron el Universo.
— No les llames dioses, sino simulacros de los demonios. Sólo un Dios existe, que es el que nosotros adoramos. El diálogo se encrespa por momentos. — ¡Insolentes! Los tormentos os harán cambiar de opinión.
— Haz lo que quieras; pero no esperes otra respuesta de nosotros.
— Atadlos de pies y manos y afligidlos hasta que sacrifiquen. Mientras la granizada de los azotes muele las carnes de los Mártires, de sus labios brotan cánticos de acción de gracias empapados en sangre. Y en el delirio del dolor desafían al tirano con adorable petulancia:
— Puedes torturarnos con mayor diligencia; no nos duele nada.
El juez —pænarum artífice— idea nuevos suplicios y se los va aplicando con furor sacrílego. Los arroja al mar atados fuertemente, y un ángel piadoso los devuelve a la ribera; el fuego respeta sus cuerpos y abrasa a los verdugos; en el potro se rinden los brazos de los lictores antes que quebrantar su fortaleza; las piedras y las flechas envenenadas se vuelven lluvia mortífera para quienes las 'lanzan. La fe en Cristo los hace invulnerables. Asistidos de modo tan admirable por el poder de Dios, Cosme y Damián, en medio de los mayores tormentos, hacen mofa sangrienta de los dioses del paganismo y confiesan con vivacidad y contumacia santas la doctrina del Señor. Pero esta facundia irrestañable es ya demasiado para el orgullo infernal de Lisias, quien, no sabiendo qué hacer, manda decapitarlos. Los Mártires, al conocer la orden, se ponen en oración y suplican humildemente a Dios se digne admitir su sacrificio y no permita que un nuevo milagro estorbe la ejecución de la sentencia. Su plegaria es escuchada, y al primer golpe caen en tierra sus cabezas, mientras el alma, libre del vínculo de la carne, vuela al cielo.
El Martirologio Romano hace hoy también mención de Antimo, Leoncio y Euprepio, hermanos de Cosme y de Damián que, un 27 de septiembre, durante la bárbara persecución de Diocleciano y Maximiano, bebieron, juntamente con ellos, el cáliz de gloriosa inmolación.