26 DE SEPTIEMBRE
SANTOS CIPRIANO Y JUSTINA
MÁRTIRES (+HACIA EL AÑO 304)
CIPRIANO y Justina: dos nombres unidos por uno de esos lazos incomprensibles e indestructibles con que la Providencia de Dios ata a las almas en la gloria de los altares y en la memoria de los hombres. Dos hombres —casi diluidos en la penumbra de los siglos— que nos recuerdan uno de los mayores milagros de la Gracia, una de las más sensacionales conversiones, uno de los martirios más gloriosos. Ni la pátina del tiempo, ni el romántico y encantador follaje de la leyenda, han podido desvirtuar la vera y ejemplar historia, ni obscurecer el sublime resplandor del holocausto que estos dos nombres evocan...
Justina y Cipriano no se conocen. Ambos viven en Antioquía de Siria, en la segunda mitad del siglo III. Ambos son jóvenes; ambos gentiles; ambos de familia distinguida. Justina es hija de Edesio y Cledonia. Ha estudiado la Filosofía pagana en las mejores escuelas. Pero no ha aplacado su sed de verdad.
Es un alma inquieta, atormentada, bien dispuesta para recibir cualquier impresión elevada y noble. Cipriano es un nigromante. Hombre de gran ingenio, de férrea voluntad. Ha estudiado el arte de la magia en Atenas, en Frigia, en Argos. Ha asistido a oscuros conciliábulos en Caldea, en la India, en Egipto. Conoce todos los artificios maléficos. Ni el crimen, ni el vicio, ni la inmoralidad son trabas para él. Todo lo sacrifica a sus infames propósitos. Realiza fingidos prodigios, hace profecías, interpreta los oráculos diabólicos. Es El Mago por antonomasia.
¿Cómo se unificaron estas dos almas en el abrazo de Cristo? Ved la doble y asombrosa maravilla de la Gracia.
En Antioquía de Siria predica el diácono Praylio. Una de las almas en las que su apostólica palabra prende el fuego de la verdad cristiana, es Justina. No dice la historia cómo fue. Siente, acaso, una fuerte invitación de lo Alto y, ávida de luz, acepta con energía una vocación que defenderá con heroísmo. Se instruye en la Fe. Recibe el Bautismo. Convierte a toda su familia. Consagra a Cristo su virginidad.
Pronto viene la prueba de Dios que purifica y acendra. Realzados por la gracia los atractivos de su natural belleza, Justina, a pesar de su recato, se convierte en objeto de atracción. Un idólatra, llamado Agladio, concibe por ella una pasión violenta, torpe. Y se la declara. La negativa de la joven es un incentivo para su bajo instinto. Vuelve a la carga una y mil veces. La virgen resiste, es de roca. Agladio apela entonces al hechizo, a la magia, al sortilegio demoníaco. El mago Cipriano, hombre inmoral y perverso, toma a su cargo el asunto, dando el éxito por descontado. ¡Cuántas jóvenes inocentes han caído en las redes de sus maleficios!...
Esta vez le falló el plan, porque, providencialmente, se metió en los caminos de Dios. Pero la batalla fue infernal. «Justina —dice San Gregorio— hacía la señal de la cruz, invocaba a Jesús y a María, y salía triunfante en todos los combates. Satanás rugía de furor. Cipriano, enamorado a su vez de la doncella, se desesperaba de impotencia. La Reina del cielo consolaba a la casta virgen, y la paz era el festín de su alma».
Al fin, triunfó la gracia. El Mago, vencido por primera vez, reconoció el poder de Jesucristo. Un rayo de luz celestial hirió su conciencia. Comprendió su abyección. Escuchó dócil la voz del Señor que le llamaba. Abjuró sus errores. Hizo penitencia. El obispo Antimo le administró el Bautismo, avivó su fe, fortaleció su esperanza, encendió en su corazón la caridad de Cristo...
Tampoco a Cipriano le falta la prueba purificadora. El infierno se conjura en contra suya: representaciones pavorosas, tentaciones de orgullo, de soberbia, de desesperación. «¡Es inútil que hayas cambiado de vida —le dice el demonio—: tus pecados no tienen perdón!...». Pero la modestia vence a la vanidad; la confianza al desaliento; la penitencia a la lujuria; la aspiración de lo eterno a los deseos mundanales. Y el mago del demonio se trueca en mago de Dios, en fogoso propagandista del Evangelio, cuyo ejemplo arrebata a las almas. A su vista, la fe se ilumina, arde la piedad, se enternece el corazón, se humilla la inteligencia, se rinde la voluntad.
El año 304, Maximiano —fautor principal de la décima persecución — reavivó su fuego sacrílego en las provincias orientales del Imperio. Justina y Cipriano fueron de los primeros en gustar el cáliz del martirio. Ella fue apresada en Damasco; él, en Tiro. Ambos fueron juzgados por el mismo juez. Ambos sufrieron los mismos tormentos. Ambos alcanzaron la misma corona. Ni con la yema de sus dedos quisieron tocar «el grumo de idolátrica sal, ni el grano profano del incienso». Sintieron en su cuerpo el bárbaro suplicio de los azotes, las desgarraduras de los garfios, las quemaduras de la pez... La virtud del Altísimo los sostuvo milagrosamente, y nada pudieron contra su fortaleza las mayores crueldades. Con tierno labio entreabierto en fervor de oración, con serena entereza, vieron caer sobre sus cuellos el siniestro resplandor de la espada que, al romper el hilo de sus vidas, los ató a Cristo con la cadena de la sangre y del amor...
En Roma —en la iglesia de San Juan de Letrán— un soberbio sepulcro une los cuerpos gloriosos de estos dos Mártires esclarecidos, a quienes el abrazó de Cristo unió para siempre en el cielo y en la gloria de los altares.