29 DE SEPTIEMBRE
SAN MIGUEL ARCÁNGEL
EN los eternos anales del Paraíso hay una fecha áurea que señala la primera y más formidable colisión habida entre el bien y el mal: el día memorable en que Luzbel, ensoberbecido, pronunció el fatuo non sérviam, y Miguel —Príncipe de las celestiales milicias — lo lanzó al abismo tenebroso, al grito invencible de: Quis ut Deus?
Desde entonces perdura la escisión entre la luz y las tinieblas. Luzbel trocado en Lucifer — ha declarado la guerra a Dios y ha' tratado de vengar su 'humillante derrota en los hombres, destruyendo en ellos la imagen divina. Mas siempre ha topado en su camino la es pada vengadora del abanderado celestial, del ángel de la lucha y de la victoria, del magnífico y alado guerrero, símbolo del poder de Dios: porque, doquiera se libre un combate entre el vicio y la virtud, o peligre un noble ideal, o medie el interés eterno de un alma, allí aparece el Arcángel de los humildes acatamientos, el gran Caudillo —Archistrategos o Generalísimo le llaman los griegos—. con gesto de vencedor, en actitud de hollar con su planta la cabeza del dragón infernal y de atravesarle con su lanza: casi como en el impresionante cuadro de Dosso Dossi...
El Arcángel San Miguel ha sido siempre broquel de la humanidad, summus núntius, heraldo supremo, embajador del Paraíso cerca de los hombres. La Sagrada Escritura, la Historia de la Iglesia, el arte, la tradición y una devoción popular inmemorial, testifican que su protección no ha cesado de manifestarse a lo largo de los siglos. Cuando el pueblo de Dios gime bajo el yugo de los persas, Miguel se aparece al profeta Daniel como «príncipe y protector de los hebreos» y pone fin al cautiverio de Israel. Cuando Josué pasa el Jordán, le ofrece su ayuda diciéndole: «Yo soy jefe y guardián de los ejércitos del Señor». Cuando la contienda acerca del cuerpo de Moisés defiende el plan divino frente al demonio. A Gedeón lo mueve a libertar a los judíos de la servidumbre de los madianitas. A Jacob lo inicia en los combates que luego habrá de sostener. A Abra hám le detiene en el aire el brazo sacrificador. A los Macabeos los precede en la batalla, esforzándolos a pelear por su Dios y por su patria. Él es quien lucha en el Apocalipsis contra el dragón que extravía a toda la redondez de la tierra. Él, quien ofrece su fulmínea espada victoriosa a la Cristiandad entre las rocas del monte Gárgano, en el siglo v. Él, quien se aparece en San Miguel de Bretaña, en el castillo de Santángelo, en la montaña navarra de Aralar. Él, quien socorre a Clodoveo, quien conduce al de Bouillón, quien alienta a la tímida Doncella de Orleáns, quien arma el brazo del Duque de Estuteville. Él, quien acompaña el alma virginal de la Madre en el día de la Asunción. Él, en fin, quien recibe las almas de los predestinados, como afirma San Jerónimo. «¡Oh, Arcángel San Miguel! — canta la Iglesia en una antífona del oficio de este día a ti te ha dado Dios el principado de aquellos que tienen la misión de recoger las almas de los fieles». Y en el Ofertorio de la Misa de requiem: «Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno, y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que no las devore el tártaro, sino que el portaestandarte del cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz».
En la antigua liturgia visigótica se le llama «el abogado que defiende a las almas de los pueblos». Para la romana es «el ángel santo» de que nos habla el Canon, personificando en él a todos los demás espíritus celestiales. Por eso en la oración final de la Misa le invoca con estas hermosas palabras: «¡Arcángel San Miguel! defiéndenos en la lucha; ampáranos contra la perversidad y asechanzas del demonio. ¡Reprímale Dios!, pedimos suplicantes: y Tú, Príncipe de la celestial milicia, lanza en el infierno con el divino poder a Satanás y a los otros malignos espíritus, que vagan por el mundo para la perdición de las almas». Antiguamente fue el Ángel de la Sinagoga; hoy es el Ángel de la Iglesia; pero siempre será el Ángel de la humanidad, siempre tendremos necesidad de invocarle, de abroquelarnos con su escudo protector. He ahí por qué llevamos todos grabada en el fondo del alma su imagen deslumbrante, con esas alas misteriosas y esa espada de fuego y esa balanza insobornable...
¡Invicto Miguel Arcángel! —te decimos con el delicioso escritor Miguel Melendres—. A pesar de nuestras cobardías, tus heroísmos nos entusiasman; y hoy queremos acercarnos a Ti —que. llevas en tu mismo nombre un reto divino —, para que nos obtengas de Dios, tan valientemente defendido por tu fidelidad, el que sepamos hacer de nuestras vidas una solemne y, si conviene, combativa profesión de fe. Tú has sido el primer voluntario de las falanges de Dios en el tiempo y en la eternidad. El primer Voluntario, el primer Combatiente y primer Vencedor. Acuérdate. de que, en nuestro corazón, desde que nacemos, se rompen las más duras hostilidades. Piensa en los recios combates que aún nos quedan por librar antes de que llegue no al día ni al año, sino a la eternidad de la victoria. Y en los momentos de duda, cuando parece que vacilamos entre las nieblas de la tentación, que el solo recuerdo de tu nombre, como el brillo de una espada fascinante, nos ayude a repetir con la mayor firmeza, que, en todo el mundo, por embelesador que se nos muestre, ¡no hay nada como Dios!