01 DE OCTUBRE
SAN REMIGIO
APÓSTOL DE LOS FRANCOS (436-532)
EN medio del tremendo caos que provoca el hundimiento del vasto Imperio romano, la Providencia suscita unos hombres prodigiosos que, sirviendo de nexo entre dos mundos, entre dos culturas, cimentan en Cristo las nuevas naciones que empiezan a surgir. En Inglaterra aparece San Patricio. En Alemania, San Bonifacio. La civilización cristiana de las Galias florece en las manos milagrosas de San Remigio —Apóstol de los francos—, cuyo nombre brilla con astral resplandor en la sombría perspectiva del despliegue histórico del siglo V.
Los historiadores de todos los tiempos han manifestado su asombro ante la obra genial de este animoso misionero que, con clara visión del porvenir y olvidando su cultura y su nobleza, sabe plegarse a una época bárbara, para dominarla y cristianizarla.
No hay para asombrarse, si se tiene en cuenta que este hombre, además de un genio y un misionero, era un santo excepcional. El poeta San Venancio Fortunato —que llegó a conocerle— nos dejó esta pincelada maestra:
«….Era largo en limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar, constante y devoto; en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas... La serenidad de su rostro no era más que el reflejo de la dulcedumbre de su alma, y en la suavidad de su acento se adivinaba la piedad de su clementísimo corazón... Cuando le acontecía tener algún convite con sus domésticos y amigos, porque le gustaba regocijarse en santa libertad con los que amaba, los pájaros descendían a él sin reparo alguno, para coger de su mano las sobras de la mesa. Iban los unos saciados y los otros venían a saciarse, y la gracia de las virtudes amansaba maravillosamente el recelo natural de los animales».
Ordinariamente, en torno al gozo que envuelve la cuna de un recién na ciclo, flota un interrogante perturbador: «¿Qué será de esta criatura?»... Al venir al mundo Remigio, en el Castrum Laudunense —la actual ciudad de Laón—, la incógnita de su vida está ya resuelta: porque trae en sus venas el germen de una misión grandiosa, el germen de la santidad. Su madre, Cilinia, y su hermano Principio, Llevarán también sobre su cabeza el halo de los bienaventurados. E idéntica gloria alcanzarán sus sobrinos Lupo y Genebaudo, obispos de Soissons y Laón. Y a mayor abundamiento, el Cielo revela al solitario San Montano, que el niño que acaba de nacer «trae un mensaje de paz y de salvación para el pueblo galo». ¡Brillante carrera, en verdad!
En las célebres escuelas de Reims forma Remigio su espíritu superdotado, con el estudio de las letras humanas y de la Escritura, «sobresaliendo tanto por encima de sus contemporáneos en madurez de juicio y en amplitud de conocimientos —dice Sidonio Apolinar—, que es designado para ocupar la sede episcopal de Reims a los veintidós años de edad». Caso insólito, pues los Cánones vigentes exigen tener al menos treinta años. Dios tampoco se queda corto. Dice un antiguo canon de la Misa del Santo, que durante la ceremonia de la consagración «una unción celestial descendió sobre él». a Y tan bien se hubo desde el primer día en tan alta dignidad —añade Venancio Fortunato como si hubiese tenido ya la experiencia de las canas».
Durante el largo período que va desde esta fecha —458— hasta el día de su muerte —13 de enero del 532— Remigio, consciente de su destino, obispo «según el corazón de Dios», humilde, en medio de los mayores triunfos y milagros, aparece siempre ante el pueblo como el apóstol intrépido y providencial, sin Límites de jurisdicción, puesto al frente de una nación que nace...
La conversión y bautismo de Clodoveo —496— señalan el momento cumbre en esta obra maravillosa de cristianización. Todos conocéis la favorable reacción del Rey de los francos en Tolbiac, después de conseguir la victoria en nombre del «Dios de Clotilde», su santa esposa. Aquello fue el golpe de gracia, como quien dice. Mucho antes le había llegado al corazón la palabra apostólica del Obispo de Reims, cuya imagen le subyugaba y le infundía un respeto casi idolátrico. «Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto... Salga de tus labios la voz de la justicia... Si quieres reinar, muéstrate digno de ello».
La ceremonia del Bautismo tuvo lugar en la catedral de Reims, la noche de Navidad. Fue fastuosa. Durante la misma —según una tradición tardía— bajó del cielo una paloma blanquísima, portadora del santo crisma. Con Clodoveo se bautizaron tres mil guerreros. ¡Aquella noche memorable nació un reino entero para la fe de Cristo! «Una luz se ha encendido en el día en que celebrábamos la Natividad de Nuestro Redentor. Has nacido para Cristo el día en que Cristo nació para ti. Tu fe es nuestra victoria». Así decía al Rey el obispo de Viena, San Avito.
Esta fue la obra grandiosa del Apóstol de los francos. Su paternal influencia sobre el corazón de Clodoveo y de Santa Clotilde, sus sabios consejos, inspirados siempre en el bien de las almas y en el amor a su Patria, su sacrificio callado y fecundo, hicieron de un «fiero sicambro», adorador de Thor, el fundador de la Monarquía francesa, y levantaron sobre las ruinas de la barbarie uno de los imperios más cristianos y florecientes de la Historia.