Devoción a La Iglesia. Hora... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
CAPÍTULO III
María, apóstol de la gloria de Jesús
En el cenáculo, María se entregaba toda entera a la gloria eucarística de Jesús. Sabía muy bien que era deseo del Padre que la Eucaristía fuera conocida, amada y servida de todos, que el corazón de Jesús sentía necesidad de comunicar a los hombres todos sus dones de gracia y de gloria. Porque la Iglesia fue instituida para darse Jesucristo al mundo como rey y como Dios y para conquistar todas las naciones de la tierra. Por eso todo su deseo era conocer y glorificar a Jesús en el santísimo Sacramento. Su inmenso amor al hijo de sus entrañas necesitaba dilatarse, abnegarse, para así aliviarse algún tanto de la pena que le producía la imposibilidad en que se veía de glorificarle bastante por sí misma.
Por otra parte, los hombres se hicieron hijos suyos en el calvario y ella los amaba con entrañas de madre, queriendo el bien de ellos tanto como el suyo propio. Por eso ardía en deseos de dar a conocer a Jesús en el santísimo Sacramento, de abrasar los corazones en su amor, de ver a todos atados y encadenados a su amable servicio, de formar para Él una guardia eucarística, una corte de fieles y abnegados adoradores.
Para lograr esta gracia, María cumplía una misión perpetua de oración y penitencia a los pies de la adorable Eucaristía, en la cual trataba de la salvación del mundo rescatado por la sangre divina. Con su celo inmenso abarcaba las necesidades de los fieles de todos los tiempos y lugares, que recibirían la herencia de la divina Eucaristía.
Pero el oficio de que más gustaba su alma era orar continuamente para que produjesen mucho fruto las predicaciones y trabajos de los apóstoles y demás miembros del sacerdocio de Jesucristo. Por eso no hay por qué extrañarse al ver que los primeros obreros evangélicos convertían tan fácilmente reinos enteros, pues allá estaba María al pie del trono de misericordia suplicando por ellos a la bondad del Salvador. Predicaba con su oración y con su oración convertía almas. Y como quiera que toda gracia de conversión es fruto de oración y la petición de María no podía ser desestimada, en esta Madre de bondad tenían los apóstoles su mejor auxiliadora.
“Bienaventurado aquel por quien ora María”. Los adoradores participan de la vida y del oficio de oración de María a los pies del santísimo Sacramento, que es ciertamente el oficio más hermoso y el que menos peligros presenta. Es también el más santo, porque es ejercicio de todas las virtudes. Es el más necesario para la Iglesia, que necesita más almas de oración que predicadores, más hombres de penitencia que de elocuencia. Hoy más que nunca hacen falta varones, que, con su propia inmolación, aplaquen la cólera de Dios, irritado por los crímenes siempre crecientes de las naciones. Hacen falta almas que con sus instancias vuelvan a abrir los tesoros de gracia cerrados por la indiferencia general. Hacen falta adoradores verdaderos, esto es, hombres de fuego y de sacrificio. Cuando éstos sean numerosos cerca de su divino jefe, Dios será glorificado y Jesús amado, las sociedades se harán cristianas, serán conquistadas para Jesucristo por el apostolado de la oración eucarística.
DE LA DEVOCIÓN A LA SANTA IGLESIA
Jesucristo nos es dado por la santa Iglesia como a la Iglesia fue dado por María.
La Iglesia nos ha hecho cristianos. A ella debemos nuestro título de redimidos y nuestro derecho al cielo.
Así como la esposa recibe la herencia de su esposo, así sólo la Iglesia ha recibido el depósito de la fe de Jesucristo, la legitimidad y el poder del sacerdocio, el ministerio divino de los sacramentos, que son como otros tantos canales por los que nos comunica el Salvador los dones múltiples de su santo Espíritu y perfecciona nuestra educación cristiana.
Sólo por conducto de la Iglesia católica pueden los hombres hacerse verdaderos hijos de la fe. Ella los ha engendrado a Jesucristo por el bautismo, ella los alimenta y les hace crecer por la sagrada Eucaristía, los cura de sus enfermedades espirituales por el bautismo de penitencia y los dirige y gobierna por su sacerdocio según el espíritu y la gracia de Jesucristo.
¡Desdichados los pueblos que no viven en la Iglesia de Jesucristo! ¡Bien pueden compararse con los hombres fuera del arca en tiempo del diluvio!
Fuera de la Iglesia los pobres viajeros yerran sin guía en medio del desierto. Se parecen a un pasajero sobre un barco sin timón y sin piloto. ¡Ay, cual hijos desdichados desamparados en la vía pública, sin madre que los ame y los alimente, pronto serán víctimas del frío y del hambre!
Darnos por madre y educadora a la santa Iglesia es, por consiguiente, la mayor gracia que nos haya podido dar nuestro señor Jesucristo. Y la mayor caridad para un hombre es mostrarle la verdadera Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, porque sin ella no hay verdadera fe ni caridad de Jesucristo.
I. Pero ¿qué es esta Iglesia de Jesucristo? ¿Dónde está? ¿Cómo encontrarla y reconocerla?
La Iglesia de Jesucristo es la Iglesia romana, personificada en el papa, vicario de Jesucristo en la tierra.
A Pedro solamente dijo el Salvador: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán nunca contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que ligares sobre la tierra será ligado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16, 18-19).“Confirma a tus hermanos en la fe” (Lc 22, 32).
Tal es la misión de Pedro y tales son sus poderes. “Donde está Pedro, está también la Iglesia”, dijo san Ambrosio. “Una vez que haya hablado Pedro, se acabó la discusión”, dice a su vez san Agustín. Es el soberano juez inapelable.
El papa tiene el depósito de la fe, cuya custodia y sanción infalible le han sido confiadas. El papa es Jesucristo enseñando, es Jesucristo santificando, es Jesucristo gobernando a su Iglesia.
Sin papa no hay, por tanto, Iglesia; fuera del papa, no hay más que cisma y esterilidad; contra el papa no hay sino herejía y escándalo, que es el crimen mayor después del deicidio de los judíos, crimen seguido de todas las venganzas divinas, de todas las desgracias reservadas a los sacrílegos.
La Iglesia es también el obispo, que es como vicario del papa en una diócesis, el cual ha recibido de Jesucristo, por el papa, el poder y la gracia de “gobernar a la Iglesia de Dios” (Act 20, 28).
La Iglesia es el sacerdote representante del obispo en una parroquia; también él es, como dice el Apóstol, “ministro de Jesucristo y dispensador de los misterios de Dios” (1Co 4, 1).
De manera que para saber dónde está la Iglesia de Jesucristo me basta saber dónde está el papa, corazón del catolicismo, centro de unión entre el cielo y la tierra, entre Jesucristo y el hombre, principio de vida católica, sin el cual el árbol evangélico queda sin savia y las obras sin vida. Aquel a quien el papa bendice también es bendecido del cielo, aquel a quien le condena también es condenado por Jesucristo, aquel a quien él corta del cuerpo de la Iglesia también es cortado por Jesucristo de su propio cuerpo.
El papa es en la Iglesia lo que el sol en el mundo: Lux mundi, lo que el alma para el cuerpo. De él reciben los obispos y los sacerdotes la doctrina y la dirección para a su vez comunicarla al pueblo cristiano.
Pero, ¿cómo sabré que un obispo y un sacerdote son de veras representantes del pontífice supremo y depositarios de la autoridad católica?
Pues haciéndoles estas sencillas preguntas. Al obispo ¿Viene vuecencia en nombre del papa? ¿Está unido con el papa? ¿Trabaja vuecencia con el papa? Pues, si así es, será para mí el papa que enseña, santifica y gobierna a la Iglesia: será la Iglesia.
Al sacerdote: ¿Viene usted en nombre del obispo?: ¿Está en unión con el obispo? ¿Trabaja con él? –Sí. Pues este pastor es legítimo, tiene la fe de la Iglesia y la gracia de Jesucristo.
Pero bien puede un falso pastor decir que es legítimo: ¿en qué podré conocer la verdad de su misión? –¡Ah! ¿Cómo conoce un niño a su madre entre tantas madres? ¿Cómo la distingue entre tinieblas y confusiones? Un hijo reconoce a su madre en la voz, en el corazón.
El falso pastor no tiene la voz de la Iglesia, ni su caridad y santidad.
Se predica a sí mismo, para sí trabaja y de ordinario es orgulloso e impuro. Estas son las señales con que se puede conocer siempre a un intruso, a un cismático o revoltoso. Es el lobo entre ovejas, de quien hay que huir.