DEL AMOR A DIOS
POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde tuo.
Amarás al Señor Dios tuyo de todo corazón.
(Matth. XXII, 37)
Una sola cosa es necesaria, como dice San Lucas, para conseguir la vida eterna: Porro unum, est necessarium. (Luc. X, 42). Y esta no es atesorar riquezas, ni obtener dignidades, ni adquirir celebridad; sino solamente amar a Dios. Todo lo demás es perder el tiempo. Este es el precepto mayor y principal de la ley divina. He aquí lo que Jesucristo respondió al Fariseo, que quería saber de su boca, cual era el primero y principal precepto de su ley, para obtener la vida eterna: Diliges Dominum Deum tuum ex todo corde tuo, hoc est maximum et primum mandatum: Amarás a tu Señor Dios con todo tu corazón. Sin embargo,este precepto, el principal de la ley, es el más despreciado de los hombres, y pocos son los que lo observan. La mayor parte de ellos aman a sus padres, a sus amigos, y hasta a los animales que les sirven, pero no aman a Dios. De estos tales, dice San Juan, que no tienen vida y que están en la muerte , es decir, en el pecado: Qui non diligit, manet in morte. (I. Joann. III, 14). Porque asegura San Bernardo, que el valor de una alma se mide por el amor que ella tiene a Dios: Quantitas animœ œstimatur de mensura charitatis, quam habet. (S. Bern. in Cant. ser. 27).
Por tanto examinaremos hoy:
Punto 1º En cuanto aprecio debemos tener este precepto del amor a Dios.
Punto 2º Que es lo que debemos practica para amarle con todo nuestro corazón.
PUNTO 1
EN CUANTO APRECIO DEBEMOS TENER ESTE PRECEPTO DE AMOR A DIOS
1. ¿Que objeto podía Dios proponernos para que le amemos, más noble, más grande, más poderoso; más rico, más bello, más perfecto; más agradecido, más amable, que a sí mismo? Algunos se jactan de la nobleza de su familia, porque cuenta quinientos o mil años de antigüedad. Empero la de Dios es una nobleza eterna. Es decir, que es más noble que todas la demás. Y ¿quién será más poderoso que Él, que el Señor de todo lo criado? Todos los ángeles del Cielo y los grandes de la tierra ¿qué vienen a ser delante del Señor, sino una gota de agua comparada con el mar, un átomo de polvo comparado con el firmamento? Ecce gentes quasi stilla situlœ… pulvis exignus? (Is. XL, 15) ¿Quién más poderoso que Él? Dios puede todo lo que quiere: con su voluntad creó el universo, y del mismo modo puede destruirle cuando le plazca. ¿Quién más rico que Él, que posee todas las riquezas del cielo y de la tierra, y las reparte como le parece? ¿Quién más bello que Dios? Todas las bellezas de las creaturas desaparecen, si se comparan con las de Dios. ¿Quién mejor que Dios? San Agustín dice, que es mayor el deseo que tiene Dios de hacernos bien, que el que tenemos nosotros de recibirlo. ¿Quien más piadoso que Dios? Basta que un pecador, por impío y duro que sea se arrepienta de haberle ofendido, para perdonarle y abrazarle inmediatamente, como un padre amoroso. ¿Quién más agradecido que Dios? Jamás deja sin premio ninguno obra buena, por pequeña que sea, hecha por su amor. Y es también tan amable, que los Santos gozan en el Cielo tanto amándole, que los hace eternamente felices, y los embriaga con las delicias de su gloria. La mayor pena que sufren los condenados en el Infierno es, conocer que Dios es tan amable, y no poder amarle.
2. Finalmente; ¿Quién más amble que Dios? En la ley antigua podía el hombre dudar si Dios le amaba con tierno amor. Pero después que le hemos visto en una cruz morir por nosotros, ¿cómo podemos dudar ya de que nos ama con la mayor ternura y cariño? Alzamos los ojos y vemos a Jesús, hijo verdadero de Dios, clavado en aquel patíbulo, en cuyo leño se ve el amor que nos tuvo. Aquella cruz, aquellas heridas están gritando, -como dice San Bernardo, y nos demuestra que nos ama verdaderamente: Clamat crux, clamat vulnus, quod ipse vere dilexit. ¿Y que más podía hacer para manifestarnos su grande amor, que llevar una vid afligida durante treinta y tres años que vivió, y morir después entre agonías en un leño infame para lavar con su sangre nuestros pecados? Nos amó, dice San Pablo, y se ofreció a sí mismo, en oblación por nosotros: Dilexit nos, et tradidit semetirsum pro nobis. (Eph. V, 2.) Y San Juan en el Apocalipsis (1, 5) : “Nos amó y no lavó de nuestros pecados con su sangre”, Dilexit nos, et lavit nos peccatis nostris in sanguine suo. San Felipe Neri decía: “¿Cómo es posible que ame a otro que a Dios, el que cree en Dios?” Y Santa María Magdalena de Pazis, considerando el amor que Dios tiene a los hombres, se puso un día a tocar la campana, diciendo que quería llamar a todas las gentes de la tierra a amar a un Dios tan amante. Esto hacía llorar a San Francisco de Sales, cuando decía: “Necesitaríamos tener un amor infinito para amar a nuestro Dios; y empleamos el que tenemos en amar cosas vanas y despreciables”.
3. ¡Cuanto vale el amor que nos enriquece con Dios mismo y nos le granjea! Este es aquel tesoro infinito, con el cual conseguimos su amistad, como dice el libro de la Sabiduría: Infinitus es thesaurus, quo qui usi sunt, participes facti sunt amicitœ Dei (Sap. VII, 14). San Gregorio Niceno dice, que lo único que debemos temer los hombres es, el ser privados de la amistad de Dios: Unum terribile arbitror, ab amicitia Dei repelli; unum solum expetibile, amicitia Dei. Y lo único que debemos desear es, obtenerla. Por esto escribe San Lorenzo Justiniani, que “con el amor el pobre se vuelve rico, y sin el amor el rico es pobre”. ¡Cuánto se alegra un hombre al saber, que es amado de un gran Señor! ¡Y cuanto más debe consolarle el saber, que es amado por el mismo Dios! Pues bien: nosotros sabemos que el Señor ama a los que le aman, sean ricos o sean pobres, como nos lo asegura en los Proverbios (VII, 17) por estas palabras: Ego diligentes me diligo. Y el bien que resulta al hombre que es amado de Dios, es infinito; porque en un alma amada de Dios habita el mismo Dios, habitan tres personas infinitas, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como asegura San Juan: “Cualquiera que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará; y vendremos a él y haremos mansión dentro de él”. San Bernardo escribe que la virtud que nos une a Dios es la caridad. Y Santa Catalina de Bolonia decía que el amor es un lazo de oro, que tiene atadas las almas con Dios; y lo mismo había dicho ya el padre y doctor de la Iglesia San Agustín: “Por tanto, si Dios no fuese inmenso, no podría estar con tantas criaturas como le aman; pero como lo es, habita con todas y en todas sin dividirse”. “Muchos pobres aman las riquezas; más no porque las amen las poseen. Muchos aman el ser reyes; y no por eso poseen el reino. Más para poseer a Dios, basta amarle; porque sabemos de su boca, que Dios ama a los que le aman, y que permanece en el que está unido a Él por el amor”: In Deo manet, et Deus in eo.
4. Además Santo Tomás dice: que el amor lleva consigo todas las demás virtudes, y de todas ellas se vale para unirse más íntimamente con Dios. Por esto San Lorenzo Justiniani llama a la Caridad madre de las virtudes, puesto que de ellas nacen todas las otras. Por lo que decía San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Ama, et quod vis fac. Porque el que ama a Dios no puede obrar sino lo que manda Dios y lo que agrada a Dios; y desde el punto mismo que obra mal, manifiesta que ha dejado de amarle. Y cuando el hombre deja de amar a Dios, en nada le complace, en todo le ofende; es un viajero que anda perdido, una oveja descarriada del rebaño. Así dice San Pablo , que aun cuando el hombre distribuyese todos sus bienes para sustento de los pobres, y aun cuando entregase su cuerpo a las llamas, si la caridad le faltase, de nada le aprovecharía.
5. El amor, además, neutraliza las penas inherentes a esta vida: el alma está más en el objeto amado que donde ella reside; y siendo Dios un objeto tan noble y tan grande como ya he dicho, ¿como es posible que sienta las penas de esta vida el alma, que se halla embriagada de las delicias de aquel mar inmenso de virtud y de gloria, por medio del amor? San Buenaventura confirma esto cuando dice: “el amor de Dios es como la miel que dulcifica las cosas más amargas” . Y ¿que cosa puede haber más dulce para un alma amante de Dios, cuando sabe que, sufriendo con resignación las penas, complacemos a Dios, y que estas mismas penas han de ser después las joyas y florones más hermosos de nuestra corona en el Paraíso? Y ¿quién no padecerá y aún morirá con gusto, siguiendo a Jesucristo, que va delante con la cruz a cuestas para sacrificarse por su amor, y le invita a seguirle?: “Si alguno quisiere venir en pos de mí, cargue con su cruz y sígame”. (Matth. XVI; 24). Por esto quiso humillarse por nuestro amor hasta la muerte, y morir con la muerte ignominiosa de cruz: Humiliavit semetipsum factus obedins usque ad mortem, mortem autem crucis. (Phil. II, 8).
PUNTO 2
QUE DEBEMOS PRACTICAR PARA AMAR A DIOS CON TODO EL CORAZÓN
6. Es un favor especialísimo, decía Santa Teresa, el que dispensa a Dios a una alma cuando la llama a su amor. Puesto, pues, que Dios nos llama para que le amemos, démosle gracias por ello, oyentes míos, y amémosle con todo nuestro corazón. Como Él nos ama mucho, quiere también que le amemos mucho, como dice San Bernardo. El verbo eterno descendió a este mundo para inflamarnos en su divino amor, como dijo Él mismo, y añadió: que no deseaba otra cosa que ver encendido en nosotros el fuego de su divino amor. Veamos ahora que es lo que debemos practicar, y que medio debemos adoptar para amar a Dios.
7. En primer lugar, debemos guardarnos de toda culpa grave, y aún leve, en cuanto nos sea posible: porque dice el Señor; que quien le ama guardará sus mandamientos. Si quis diligit me, sermonem meum servabit. (Joann. XVI, 23). Y Dios nos manda que evitemos el pecado. La primera señal del amor es, cuidar de no causar el menor disgusto a la persona amada. Y ¿cómo puede decir que ama a Dios con todo el corazón aquel que no teme causarle disgustos por leves que sean? Por eso decía Santa Teresa: Dios os libre del pecado cometido con advertencia, por pequeño que sea. Dirá alguno: pero el pecado venial es muy leve. ¿Con qué es mal leve dar disgusto a un Dios tan bueno y que tanto nos ama? Yo os digo: que es señal de un amor leve para Dios el morir como leves las culpas veniales que contra Él se cometen.
8. En segundo lugar , para amar a Dios con todo el corazón, es necesario tener un gran deseo de amarle. Los santos deseos son alas con las cuales volamos hacia Dios; porque, como dice San Lorenzo Justiniani, el buen deseo nos da fuerza para caminar hacia adelante, y nos hace más llevadera la fatiga en el camino de Dios, en el cual no caminar hacia adelante, es ir hacia atrás; como lo enseñan todos los maestros espirituales. Dios por su parte, se comunica a quién le busca, y llena de sus bienes espirituales al alma que los desea, como dice San Lucas: Eusirientes implevit bonis. (Luc. I, 53).
9. Es necesario, en tercer lugar, resolverse a unir su alma a Dios con un perfecto amor. Hay algunos que desean unirse enteramente a Dios; pero no se resuelven a valerse de los medios necesarios. Estos son aquéllos de quienes habla el Sabio de los proverbios, donde dice: “Los deseos consumen al perezoso” (Prov. XII, 25). Yo quisiera hacerme santo, dicen, quisiera entregarme enteramente a Dios, y nunca dan un paso para poner su deseo en práctica. Por eso decía Santa Teresa, que el demonio no teme perder estas almas; porque no resolviéndose verdaderamente a dedicarse al servicio de Dios, serán siempre tan imperfectas como son. Y la misma Santa añadía: “Dios no exige de nosotros sino una verdadera resolución de hacernos santos, para hacer después Él todo lo demás por su parte”. Si queremos, pues, amar a Dios con todo el corazón, debemos determinarnos a hacer todo aquello que es del mayor gusto de Dios, comenzando inmediatamente manos a la obra, según las palabras del Eclesiastés (IX, 10), donde nos dice: Quodcumque facere potest manus tua, instanter operare: “Pon en obra inmediatamente todo aquello que puedas hacer por tu parte”. Que quiere decir, lo que puedas hacer hoy, no esperes a hacerlo mañana, sino hazlo lo más presto que puedas. Cierta monja que vivía en Roma en el monasterio de Torre de los espejos, llamada sor Buenaventura, llevaba al principio una vida tibia; pero cierto día, en la práctica de los ejercicios espirituales, le inspiró Dios un amor tal hacia Él, que resolvió corresponder inmediatamente a la divina inspiración. Dijo pues a su director espiritual resueltamente: “Padre quiero hacerme santa, y pronto”. Y así lo hizo; porque auxiliándole Dios con su gracia, vivió en adelante y así murió, como santa. Por consiguiente, debemos resolvernos y valernos inmediatamente de los medios necesarios para hacernos santos.
10. El primer medio debe ser: perder el apego que naturalmente tenemos a las cosas criadas, desterrando del corazón todo afecto que pueda separarnos de Dios. Por eso los antiguos Padres del Yermo, lo primero que preguntaban a los que acudían a vivir en su compañía, era lo siguiente: ¿Traes el corazón vacío de los afectos terrenos, de modo que pueda llenarle el Espíritu Santo? Y en efecto, si no se destierran del corazón de las cosas terrenas, no puede entrar Dios en él. Por lo mismo, decía Santa Teresa: “Aparta tu corazón de las criaturas, y busca a Dios y le encontrarás”. San Agustín escribe, que los romanos adoraban treinta mil dioses, y el que el senado romano no quiso admitir entre ellos a Jesucristo, porque según decían, era un Dios orgulloso, que quería ser Él sólo adorado. Y en esto tenían razón, porque nuestro Dios quiere poseer todo nuestro corazón; y, en realidad, es celoso de poseerle, como dice San Jerónimo por estas palabras: Zelotypus est Jesus: Jesucristo es celoso. Que viene a significar, que en el amor que se le tiene, no quier tener rivales. Por esto al alma o a la esposa de los Cantares se la llama Huerto cerrado. Hortus conclusus soror mea sponsa (Cant. IV, 12). Luego, el alma que quiere entregarse enteramente a Dios, debe estar cerrada a todo otro amor distinto del divino.
11. Por esta razón se dice, que el Esposo divino fue herido con una sola de la mirada de la esposa. Y esta mirada significa el único fin que se propone, que es, agradar a Dios en todas sus acciones y pensamientos; bien distintamente de los mundanos que, tal vez hasta en los ejercicios de devoción, se proponen fines diversos o de interés propio, o de placer, o de agradar a los hombres. “Pero los santos no atienden a otra cosa que agradar a Dios; y por eso vueltos a Él, le dicen: ¿Que cosa puedo yo apetecer en el Cielo, ni que he de desear sobre la tierra fuera de Ti? Que seas mi Dios y habites en mi corazón por toda la eternidad”. (Psal. LVII, 25 et 26). Y lo mismo debemos hacer nosotros, si queremos ser santos. Y si hacemos la voluntad de Dios ¿que más queremos? Como dice el Crisóstomo: Si dignus fueris agere aliquid quod Deo placet, aliam prœter id mercedem requiris? (Lib. 2 de Compunct. cord.). ¿Que recompensa puede tener una criatura, que complacer a su Creador? Así que no debemos ponernos otro fin en nuestros deseos y acciones que hacer la voluntad de Dios. Andando por el desierto absorto en Dios, cierto solitario llamado Zenor, se encontró con el emperador Macedonio que iba de caza: preguntóle el emperador en que se ocupaba, y le respondió: Tu vas buscando animales; yo no busco sino a Dios. Y el que le ama, difícilmente puede ocuparse en cosas frívolas o malas; porque como decía San Francisco de Sales: “El puro amor de Dios destierra y consume todo lo que no es de Dios”.
12. También es necesario para amar a Dios con todo el corazón, amarle con preferencia, es decir, preferirle a todas las cosas criadas, o amarle más que a todas las cosas de este mundo; y estar dispuestos a perderlas todas, y la vida misma, antes que perder la gracia divina, diciendo con San Pablo: “Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni otra ninguna criatura, podrá jamás separarme del amor de Dios”: Neque mors, neque vita, neque angeli, neque principatus, neque creatura alia poterit nos separare a charitate Dei. (Rom. VIII, 38 et 39). Es menester, además, amarle con benevolencia, deseando que todos le amen; y por esto el que ama a Dios, debe procurar por todos cuantos modos pueda, mover a los demás a que le amen; al menos debe rogar al Señor por l conversión de todos aquellos que no le aman. También debe ir este amor acompañado del dolor; es decir, que debe sentir toda injuria hecha contra Dios más que todos los males que le sobrevengan. Además, debe este amor conformarse con la divina voluntad: porque el principal oficio del amor es unir las voluntades de los amantes; y así debemos decirle: “Señor, ¿que quieres que yo haga?” ¿Domine, quid me vis facere? (Act. IX, 6). Por lo tanto, debemos ofrecernos sin reserva ninguna a Dios a menudo, para que haga de nosotros y de nuestras cosas aquello que más le agrade. También debe ser sufrido nuestro amor; y éste es aquel amor fuerte que da a conocer a los verdaderos amantes de Dios: Fortis est ut mors, dilectio. (Cant. VIII, 6). San Agustín escribe: “Ninguna cosa hay tan dura que no la ablande el amor constante, porque no cuesta trabajo el hacer aquello que se ama; y si lo cuesta, el mismo trabajo es agradable”. (LIb. dc Mor. Eccl. XXII). San Vicente de Paul decía, que el amor se mide por el deseo que tiene el alma de sufrir y de humillarse por agradar a Dios. Dese gusto a Dios, aunque muramos. Piérdase todo cuanto tenemos, y no le disgustemos en nada, porque es necesario abandonarlo todo para ganarlo todo, como dice Tomás de Kempis: Totum pro toto. Y el motivo de no hacernos santos es, que no sabemos abandonar todas las cosas por Dios. Solía decir Santa Teresa, que no nos comunica Dios todo su amor, porque nosotros no damos a Dios todo nuestro afecto. Debemos decir con la esposa de los Cantares: “Mi amado es todo para mí, y yo soy toda de mi amado”. (Cant. II, 16). Así, dice San Juan Crisóstomo, que “cuando un alma se entrega enteramente a Dios, ya no le dan cuidado, ni las ignominias, ni los padecimientos, y pierde el apego en ninguna cosa humana, va en pos de su amado y todo su deseo es encontrarlo”.
13. Para obtener, pues, y conservar en nosotros el divino amor, son necesarias tres cosas, a saber: la meditación, la comunión y la oración. Es necesaria la meditación, en primer lugar, porque es señal de que ama poco a Dios el que piensa poco en Él. Decía acerca de este punto el real Profeta: In medicatione mea exardescet ignis: En mi meditación se encendían llamas de fuego. (Psal. XXXVIII, 4). Y en efecto, la meditación es aquel horno espiritual en el que se enciende y crece el amor de Dios, especialmente l meditación de la Pasión de nuestro divino Redentor. Esta es aquella bodega celestial, en la cual, introducidas las almas por medio de la meditación, quedan heridas y embriagadas del divino amor con solo mirar de ojos, o con una breve reflexión sobre la Pasión de Jesucristo. San Pablo nos dice que Jesucristo quiso morir por todos nosotros, para que los que viven no vivan sino para amarle. (II, Cor. V, 15). El otro horno espiritual en que los cristianos quedan abrasados del divino amor es la sagrada Comunión, como dice San Juan Crisóstomo por estas palabras: Carbo est Eucharistia quœ nos inflammat, ut tamquam leones ignem spirantes, ab illa mensa recedamus, facti diabolo terribiles. “La Eucaristía es un fuego que inflama para que cuando nos levantamos de aquella divina mesa respiremos fuego, fuertes como leones, e inspiremos terror al demonio”. (Hom. 61 ad Pop). También la oración nos es muy necesaria, pues por medio de ella dispensa Dios todos sus dones, especialmente el don supremo de su amor; y para conseguir este amor nos ayuda mucho la meditación, puesto que sin ella, en vano intentaremos conseguirlo. Conviene, por tanto, que todos los días y a todas horas pidamos a Dios que nos ayude con su gracia a amarle con todo el corazón y con toda el alma. Y San Gregorio escribe, que Dios quiere le obliguemos y le importunemos con nuestras súplicas a concedernos esas gracias. Pidamos pues continuamente a Jesucristo, que nos comunique su santo amor; y pidámosle también a su divina Madre María, porque siendo ella la tesorera de todas las gracias y la dispensadora de ellas, como dice San Bernardino: Omnes gratiæ per ipsius manus dispensantur: podamos recibir por su mediación el don supremo del amor divino, que abrasa nuestra alma, y nos haga despreciar todas las cosas de este mundo, y conseguir después de esta vida la paz eterna del Paraíso.