II domingo después de Pentecostés
Dom Próspero Gueranger
EL FESTÍN DE LAS BODAS DEL CORDERO. — Cuando aun no se había establecido la fiesta del Corpus Christi, este evangelio estaba señalado ya para este Domingo. El Espíritu divino que asiste a la Iglesia en la ordenación de su Liturgia, preparaba de este modo anticipadamente el complemento de las enseñanzas de esta gran solemnidad. La parábola que propone aquí el Señor, sentado a la mesa de un jefe de los fariseos, volverá a repetirla en el templo, en los días que precedieron a su Pasión y Muerte Esta insistencia es significativa y nos revela suficientemente la importancia de la alegoría. ¿Cuál es, en efecto, este convite de numerosos invitados, este festín de las bodas, sino aquel mismo de quien hizo los preparativos la Sabiduría eterna desde el principio del mundo? Nada faltó a las magnificencias de estos divinos preparativos. Con todo eso, el pueblo amado, enriquecido con tantos beneficios, hizo muecas de desagrado al amor; por sus abandonos despectivos se propuso provocar la cólera del Dios su Salvador.
Mas, a pesar de ello, la Sabiduría eterna ofrece todavía a los hijos ingratos de Abraham, Isaac y Jacob, en recuerdo de su padres, el primer lugar en el banquete; a las ovejas perdidas de la casa de Israel fué a las que fueron enviados primeramente los Apóstoles3. “¡Inefables miramientos! exclama San Juan Crisóstomo. Cristo llama a los judíos antes de la cruz; lo hace también después de su inmolación y continúa llamándolos. Cuando debía, a nuestro juicio, aplastarlos con fuerte castigo, los invita a su alianza y los llena de honores. Mas los que asesinaron a sus profetas y Le mataron a El mismo, solicitados por el Esposo y convidados a las bodas por su propia víctima, no hacen ningún caso y ponen como pretexto sus parejas de bueyes, sus mujeres o sus campos”. Pronto estos pontífices, escribas y fariseos hipócritas perseguirán y matarán a los apóstoles unos tras otros; y el servidor de la parábola no llevará de Jerusalén al banquete del Padre de familias más que los pobres, humildes y enfermos de las calles y plazas de la ciudad, en los que la ambición, la avaricia o los placeres no encontraron obstáculo al advenimiento del reino de Dios.
Entonces se consumará la vocación de los gentiles y el gran misterio de la sustitución del nuevo pueblo por el antiguo en la alianza divina. “Las bodas de mi Hijo estaban preparadas, dirá Dios Padre a sus servidores; pero los que estaban invitados, no han sido dignos. Id, pues, dejad la ciudad maldita que desconoció el tiempo de su visita2; salid a las encrucijadas, recorred las calles, buscad en los campos de los gentiles y llamad a las bodas a todos los que encontréis”.
Gentiles, glorificad a Dios por su misericordia. Invitados, sin méritos por vuestra parte, al festín preparado para otros, temed incurrir en los reproches que los excluyeron de los favores prometidos a sus padres. Ciego y cojo llamado de la encrucijada, ven presto a la mesa sagrada. Piensa también, por el honor de Aquel que te llama, dejar los vestidos sucios del mendigo del camino. Vístete con diligencia el vestido nupcial1. Tu alma, en adelante, por el llamamiento a estas bodas sublimes, es reina: “Adórnala con púrpura, dice San Juan Crisóstomo; pónla la diadema y colócala sobre un trono, ¡Piensa en las bodas que te esperan, en las bodas del Señor! ¿De qué tisú de oro y variedad de ornamentos no debe resplandecer al alma llamada al franquear el umbral de la sala del festín y de esta cámara nupcial?”