IV domingo después de Epifanía 2023
Dios, a quien confesamos en el Credo, como Creador de cielos y tierra, de todo lo visible y lo invisible, no sólo ha dado origen a todo sino que sostiene, dirige, dispone, y gobierna a todas las criaturas, desde la más grande hasta la más pequeña, por su sabia y santa providencia, para conducir todas las cosas y la misma historia hacia él y su gloria.
Nada acontece sin que Dios lo quiera o lo permita para que se haga su santa voluntad. Incluso, el mal, que no ha creado ni quiere, lo permite, misteriosamente, para que se haga su voluntad.
Esta verdad, que hemos de grabar en nuestra mente y en nuestro corazón, ha de llevarnos siempre a vivir en un abandono y confianza en Dios, pidiendo siempre, lo que Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a pedir: Padre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Y comentando esta petición, San Cipriano dice: “que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién, en efecto, puede impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones; por esto pedimos que se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesitamos de la voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda, ya que nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divinas.”
Hoy vemos en el Evangelio la barquilla de Pedro en medio del mar de Galilea en la que van los apóstoles y el Señor parece dormido, ante una tempestad terrible que les hace gritar: Señor, sálvanos que perecemos.
Una mirada al mundo tan revuelto por los conflictos, las modas, el ambiente hostil, las luchas políticas y los cambios sociales, las sucesivas leyes en contra de Dios, de su ley, del mismo hombre… nos lleva a sentir miedo por nosotros, por los nuestros, por el futuro… y también gritamos: Señor, sálvanos que perecemos.
Esa navecilla es imagen también de la Iglesia tan zarandeada en estos últimos tiempos, que parece que va a hundirse… y desde ella, sintiéndonos muy pequeños ante tal tempestad, gritamos: Señor, sálvanos, que perecemos.
Incluso, esa barca es imagen de nuestra alma, siempre en lucha contra los enemigos de Dios, mundo, demonio y carne, pero en la que tantas veces, se levantan las tempestades terribles de tentaciones contra la fe, contra la esperanza, contra la caridad, tentaciones que a veces vienen de fuera, pero otras veces de nosotros mismos, de nuestro hombre viejo, pues es del corazón del hombre donde salen “pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias”... y sentimos miedo, y entonces, también, como los apóstoles, gritamos: Sálvanos, Señor, que perecemos.
San Francisco de Sales, a quien la iglesia celebra en este día y que en este año que ha pasado se ha cumplido el IV centenario de su muerte, nos enseña en su obra Introducción a la vida devota –lectura obligatoria- que hemos de luchar contra las grandes tentaciones pero también contra aquellas menores, pero no menos importantes. Y el primer remedio que da el santo es la oración no es otro que clamar como los apóstoles: Sálvanos, Señor que perecemos.
1. LA ORACION. “Apenas experimentamos alguna tentación, haz como los niños pequeños cuando ven al lobo, o al oso en el campo, que inmediatamente corren a los brazos de su padre o de su madre, o al menos los llaman en su ayuda. Recurre a Dios invocando su auxilio y su misericordia; este es el remido que el Señor nos enseñó (Mt. 25,41): Velad y orad para no caer en la tentación” (ibid., c7 p.234).
Enumero aquí los consejos del santo para la lucha contra las tentaciones: esas tempestades más grandes o pequeñas que se forma en nuestra alma. Pues “aunque es cierto que hemos de combatir las grandes tentaciones con un valor invencible, y que la victoria que, sobre ellas, reportemos será para nosotros de mucha utilidad, con todo no es aventurado afirmar que sacamos más provecho de combatir bien contra las tentaciones leves; porque así como las grandes exceden en calidad, las pequeñas exceden desmesuradamente en número, de tal forma que el triunfo sobre ellas puede compararse con la victoria sobre las mayores. Los lobos y los osos son, sin duda, más peligrosos que las moscas, pero no son tan impertinentes ni enojosos, ni ejercitan tanto nuestra paciencia.”
2. LA SANTA CRUZ. “Y si ves que ella, a pesar de todo, continua o aumenta, corre en espíritu a abrazarte a la santa Cruz, con si tuvieses a Cristo crucificado delante de ti.” Imagínalo, pero si puedes abrázate, besa una cruz.
3. PROTESTA Y RENUNCIA CONTRA LA TENTACION. “Protesta jamás consentir y pídele fuerzas, perseverando contra el mal mientras te dure la prueba”. El pecado está no en sentir, si no en el consentir. Mientras nuestro corazón rechace, sienta desagrado, se oponga… la tentación no podrá vencernos. Pero no seamos ilusos: la tentación siempre se presenta apetecible, deleitosa, agradable…
4. APARTA LA MENTE. “Después de tales actos de protesta y de renuncia no mires cara a cara a la tentación; pon los ojos solamente en nuestro Señor, pues si te fijas demasiado en ella, sobre todo siendo muy violenta, te expondrías a ser vencido”.
Y con respeto a las tentaciones menores, dice el Santo: “en cuanto a estas pequeñas tentaciones de vanidad, de sospecha, de melancolía, de celos, de envidia, de amores, y otras semejantes impertinencias, que, como moscas, pasan por delante de los ojos, y ora nos pican en las mejillas, ora en la nariz; como sea que no es imposible librarnos completamente de su importunidad, la mejor resistencia que les podemos hacer es no inquietarnos, porque nada de esto puede dañar, aunque sí causar molestias, mientras permanezca firme la resolución de servir a Dios.
Desprecia, pues, estos pequeños ataques, (…) sin combatirles ni responderles de otra manera que con actos de amor de Dios.
5. OCUPARSE EN BUENAS OBRAS. “Divierte el espíritu en cualquier obra buena y digna de alabanza, cuyos pormenores, al penetrar dentro del corazón y ocupar en él un puesto, desplazaran a las tentaciones y a las sugestiones malignas.”
6. ABRIR LA CONCIENCIA AL DIRECTOR ESPIRITUAL. “El gran remedio contra las tentaciones sean grandes o pequeñas, es desahogar el corazón, haciendo participe de las sugestiones, los sentimientos y afectos que experimentes a tu director; la primera condición impuesta por el enemigo al alma que busca seducir es el silencio, como lo suelen hacer los que intentan seducir a las mujeres y jovencitas, que antes de nada les aconseja callar esas propuestas a los padres y maridos respectivos; por el contrario, Dios, mediante sus inspiraciones, nos ordena ser claros con nuestros superiores y directores.”
7. NO DISCUTIR CON EL ENEMIGO. “No discutas con tu enemigo y no le respondas palabra, a no ser lo que le dijo Cristo cuando le lleno de confusión; Apártate, Satanás, pues escrito esta: Al Señor tu Dios adoraras y a él solo servirás (Mt 4,10)… El alma devora, viéndose asaltada por la tentación, no debe perder el tiempo en discusiones ni altercados, sino volver a Jesucristo, su esposo, haciéndole protestas reiteradas de fidelidad y de empeño decidido de perseverar siempre suya”.
¡No tengáis miedo!
En las luchas externas e internas. Jesús está con nosotros. En cuanto, levantemos nuestro corazón a él y pidamos su auxilio, vendrá a prisa a socorrernos.
No quisiera, no puedo terminar, sin traer la oración-exhortación de san Bernardo ante aquella que es la Inmaculada que aplasta la cabeza de Satanás y es vencedora de todas las batallas: «¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella, invoca a María! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, invoca a María. Si eres agitado por las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la Estrella, invoca a María. Si la ira, o la avaricia, o la impureza impelen violentamente la navecilla de tu alma, invoca a María. Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima del suelo de la tristeza, en los abismos de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud. No te extraviarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara.»