CONSERVAR LA VIDA DE LA GRACIA: EVITAR EL PECADO
VIRTUDES DE NUESTRA MADRE
En
una de las últimas meditaciones acerca de las virtudes de Nuestra Señora la
Virgen hablamos a cerca de la importancia de conservar la vida de la gracia en
nosotros recibida en el Bautismo. Un tesoro que llevamos en vasijas de barro
por la fragilidad de nuestra voluntad y las consecuencias del pecado original
en nosotros.
Para
ir conservando y acrecentando esa vida de gracia, enumeramos una serie de
medios positivos que eran: la oración tanto vocal como mental, la lectura y
meditación de la Palabra de Dios, la recepción de los Sacramento
(particularmente la Eucaristía y la Penitencia), la práctica de buenas obras, la
aceptación y ofrecimiento de los sufrimientos, así como las obras de
mortificación y penitencia. Y, por
último, como medio excelente para vivir y conservar esta vida de gracia, la
práctica de la Esclavitud Mariana enseñada por San Luis María Grignon de
Montfort y cuya finalidad es producir en nosotros una unión íntima afectiva y
efectiva con nuestra Madre la Virgen siendo nuestra vida lo más semejante a la
suya, así como la unión que existe entre la madre y el niño durante el
embarazo.
Nuestra
Señora, llena de gracia como ninguna otra criatura puede estarlo, no perdió ni
disminuyó en nada su vida sobrenatural. Todo lo contrario, la vida de Dios en
ella iba en aumento. Ella, inmune de la mancha original, gozo del privilegio de
la impecabilidad –no cometió pecado alguno-
por la gracia en ella era inamisible (no la podía perder). Pero a pesar de gozar de
esas gracias singulares, María no se ensoberbeció en sí misma, no se creyó
superior, no confió en sus solas fuerzas, no se dejó llevar por la pereza, la
presunción o la acedia… Siempre Virgen orante, Virgen vigilante… con su lámpara
llena del aceite de la caridad.
Nosotros
en cambio, si no imitamos estas virtudes de la Virgen, podemos disminuir la
vida de la gracia en nosotros o incluso llegar a la desgracia de perderla, de
morir a la vida sobrenatural. La vida de
la gracia disminuye en nosotros por el pecado venial y se pierde totalmente por
el pecado mortal.
Si
realmente “conociésemos el don de Dios” –la vida de la gracia que nos regala-
jamás nos atreveríamos a pecar.
Enseña
el Catecismo (1855) y (1861): “El pecado
mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de
la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. “El pecado mortal es una
posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña
la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir,
del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de
Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno;
de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin
retorno.” Hemos por tanto de evitar siempre y en toda ocasión el pecado
mortal: porque con él lo perdemos todo, sería la ruina de nuestra vida.
Con
respeto al pecado venial, nos dice la Iglesia (1863): “El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a
bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y
la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial
deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a
cometer el pecado mortal.” Por tanto, si no queremos exponernos al peligro
de arruinar nuestra vida, tenemos que evitar también el pecado venial.
Oigamos
como dichas a nosotros, la exhortación que el apóstol San Pablo hace a los
Efesios: “No lleguéis a pecar; que el sol
no se ponga sobre vuestra ira. No deis ocasión al diablo. El ladrón, que no
robe más… Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno,
constructivo y oportuno… No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios... Desterrad
de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed
buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.
Sed imitadores de Dios… vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por
nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.... De la fornicación, la
impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. Tampoco
vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de
lugar. Lo vuestro es alabar a Dios. Tened entendido que nadie que se da a la
fornicación, a la impureza, o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá
herencia en el reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con argumentos
falaces; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes. No
tengáis parte con ellos. Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el
Señor. Vivid como hijos de la luz… Buscad
lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las
tinieblas, sino más bien denunciándolas. Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos,
sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis
aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. (Cfr. Ef 4, 26-5,18)
“Daos cuenta de lo que el Señor
quiere.” Vivimos
en un mundo donde el pecado prolifera por todas partes, donde los modelos de
vida que se proponen contradicen las enseñanzas de la Iglesia y las exigencias
de los Mandamientos, donde la vida cristiana es minusvalorada y el esfuerzo por
vivir conforme a la voluntad de Dios se considera locura o trastorno psicológico...
Es cierto, ser cristiano no es fácil, vivir en la tensión y la vigilancia de la
santidad es un esfuerzo constante que requiere paciencia y perseverancia. Pero confiados
en Jesús, vale la pena. «Si alguno quiere
venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque,
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y
por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se
avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora,
también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de
su Padre entre sus santos ángeles». (Mc 8, 34-38)
Vale
la pena vivir en amistad con Dios. La mejor prueba es la Virgen. Ella es la obra
perfecta y acabada de la gracia de Dios. La belleza, la santidad, la hermosura,
la excelencia que contemplamos en María, es la obra que Dios quiere hacer en
cada uno de nosotros, si somos dóciles, si nos dejamos conducir por él, si
renunciamos a nosotros mismos en favor de acogerlo a él. Con la Virgen, en la
medida que dejemos obrar en nosotros el amor de Dios, también nosotros estamos
llamados a experimentar y proclamar: “El Poderoso ha hecho obras grandes en mí.”
Que
nuestra oración en este día sea: Virgen Inmaculada, que yo ame la vida de la
gracia más que nada en este mundo, y que antes prefiera morir que pecar, porque
al pecar la perdería y caería en desgracia. Virgen María, no me dejes caer en
la tentación y líbrame del Maligno. Amén.