16 DE ABRIL
SANTA ENGRACIA
VIRGEN Y MÁRTIR (+303)
EL siglo IV marca una era gloriosa en nuestro Martirologio, cuyas páginas se ven colmadas de figuras excelsas. Pero la saña de los perseguidores, al destruir las Actas Martiriales —según San Isidoro—, nos ha privado de conocer detalles y nombres que sólo Dios sabe, porque los tiene escritos en el Libro de la Vida. Sin embargo, a través de los versos exquisitos de Prudencio, chorreantes aún, podemos entrever el heroísmo, cuando no los nombres, de cuantos testimoniaron con su sangre el amor a Cristo.
En el maravilloso Libro de las Coronas —Himno IV después de tejer una guirnalda espléndida en honor de los dieciocho Mártires cesaraugustanos, pinta con arrebato lírico la llegada al cielo de estos héroes, «que serán presentados por un ángel, al mismo tiempo que la virgen Engracia...».
No necesitamos saber si es lusitana o española. Allá los historiadores. En Zaragoza conquista la palma del martirio y queda para siempre enjoyada, como una estrella de fuego, en la corona de la inmortal Ciudad:
Título nuevo de perenne gloria, nunca otorgado, concediera Cristo, ,4 Zaragoza: de una Mártir viva Ser la morada.
En el otoño de 303 entra Daciano en España por el Rosellón. Trae en la mano los rescriptos de la más furiosa de las persecuciones: la de Diocleciano. Más desalmado que el mismo Emperador, el feroz Gobernador de la Tarraconense, viene dejando en pos de sí una huella sanguinaria: encarcela e inmola obispos y sacerdotes, derriba los templos, quema los libros eclesiásticos y las escrituras sagradas. Si ayer fueron los hijos de Barcino, hoy son los de Cesaraugusta quienes, ungidos con el óleo santo de la fe y adornados con el arte supremo del valor, sucumben serenos e impasibles en la hecatombe gloriosa; si ayer Eulalia, hoy Engracia.
Acaba de correr la sangre generosa y ardiente de los dieciocho mártires: Lupercio, Publio, Optato, Marcial, Suceso, Urbano; Julio, Frontón; Quintiliano, Félix, Evencio, Ceciliano, Apodemio, Primitivo y los cuatro Saturninos. Engracia, testigo del bárbaro suplicio, siente calentársele el pecho de bríos heroicos y, arrebatada de santa indignación, se presenta ante Daciano:
— ¡Oh juez de la iniquidad! ¿Por qué injurias al Dios único y verdadero y das muerte violenta a sus siervos? ¿Por qué persigues con saña a los cristianos y adoras a los demonios...?
Daciano quedó pasmado ante la gracia e intrepidez de la amazona cristiana. El recuerdo torcedor de Eulalia cruzó por su mente como un relámpago. No, no podía repetirse tan odiosa y humillante escena. Y empezó a pulsar los primeros resortes de su refinada malicia: halagos y promesas.
— Reflexiona —dice obsequioso a la doncella — reflexiona qué partido cuadra mejor con tu noble linaje. No obres a la ligera: abraza nuestra religión y sacrifica. Ya ves que, al aconsejarte, sólo busco tu felicidad.
— Tú, sacrílego —replica Engracia enardecida—, aconséjate a ti mismo la falsedad, que no a mí. Óyelo de una vez por todas: ni tus proposiciones me seducen, ni tus crueldades me intimidan, ni me envenenan tus palabras.
Esta réplica firme y ardiente convence a Daciano de lo inútil de la porfía.
—Caiga sobre esta imbécil el peso de la ley —dice con enfático sarcasmo.
Los esbirros, ebrios de sangre, se apoderan de la doncella y cumplen con oficioso refinamiento el mandado de su señor: primero, la arrastran por la ciudad atada a la cola de un caballo; luego aran su inocente cuerpo con úngulas de hierro; después le cercenan el seno núbil, y al fin, para más atormentarla, la dejan desangrarse, «de tal forma —dice Prudencio— que el dilatarle la muerte sea más pena que el dársela». Del mismo poeta son estos escalofriantes versos:
Vídimus partem jécoris revulsam: Vimos arrancada una parte de su hígado. Bárbarus tortor latus carpsit: El bárbaro verdugo, junto con un seno, le desgarró todo un costado... Hinchó sus venas dolorosa llama...
Engracia lo soporta todo con la fortaleza de Dios. «Cristo —comenta un ilustre panegirista— la adorna con el cariño de una fidelidad inviolable. Le ha prometido la diadema de Esposo y con ella ciñe sus sienes por medio del martirio». En efecto: dice una tradición muy antigua, que Daciano, viendo que tardaba demasiado en morir, mandó hundirle un clavo en la frente. Era, probablemente, el 16 de abril de 303.
En Zaragoza hay un santuario donde nadie entra sin estremecerse de admiración y respeto: es la cripta de las Santas Masas o de Santa Engracia, «panteón de mártires y archivo de recuerdos heroicos». Hablando de ella, escribe San Eugenio III, arzobispo de Toledo: «Vive en este templo la turba pía de aquellos a quienes una suerte bendita encumbró a las alturas. Una urna única encierra a los preclaros varones que subieron al monte de la santidad por un camino de sangre...». En este panteón de los Mártires cesaraugustanos —sobre el cual San Braulio mandó construir una bella iglesia en 609— han reposado durante siglos las reliquias venerandas de Santa Engracia: la primera de las admirables heroínas —caso único en la historia de una ciudad— con que justamente se enorgullece la inmortal Zaragoza.
Agustina de Aragón, sí; Casta Álvarez y Manuela Sancho, también; pero, sobre todas, Engracia.