miércoles, 2 de abril de 2025

3 DE ABRIL. SAN RICARDO, OBISPO DE CHICHESTER (1197-1253)

 


03 DE ABRIL

SAN RICARDO

OBISPO DE CHICHESTER (1197-1253)

NO deja de ser significativo que un escritor como Mateo Pacis —siempre sobrio en alabanzas— prodigue los más encendidos elogios al obispo de Chichester, San Ricardo. Nadie que le conozca puede escatimárselos. Es uno de esos hombres a quienes la vida —dura maestra, pero maestra al fin— señala desde la cuna el camino de la heroicidad como el único posible para arribar a Dios. Y él —corazón del más alto temple moral, alma de diamante, pensamiento agudo, voluntad permanente de sacrificio— acepta con alegre gesto la corona de espinas que la Providencia pone sobre su cabecita infantil, en el momento en que se las promete más felices Ricardo vivía en Doitwich alegre y confiado en la inocencia de sus diez primaveras. Por algo es hijo de los señores del latifundio de Burfard...

De pronto, vienen a enturbiar la paz del hogar los providenciales e inescrutables designios de Dios, que parece complacerse en rodear de espinas las flores más bellas y delicadas: uno en pos del otro se lleva a sus padres. Ricardo y sus dos hermanos —niños aún los tres— quedan solos en manos de tutores negligentes e interesados.

Cosa extraña: este choque brusco y desconcertante con la realidad no desorienta a nuestro Santo. Por el contrario, una fuerza misteriosa le hace superior a sí mismo y a sus hermanos, a pesar de ser el menor. Él es quien, dejando de lado los libros, empuña con ánimo resuelto el timón de la casa y emprende la restauración del patrimonio familiar. La tarea no es nada fácil: requiere exquisito tacto, entereza de carácter, gran rectitud de conciencia, mucho espíritu de sacrificio. Ricardo posee todas estas virtudes en grado eminente. El éxito más rotundo corona su labor. Es el primer paso heroico de una vida forjada para la lucha y para la más alta santidad.

El agradecimiento de sus hermanos le coloca ante una perspectiva alegre y tentadora. Ricardo vuelve a coger los libros, su ilusión de siempre. Las Universidades de Oxford, París y Bolonia son sucesivamente testigos de su talento excepcional y pregoneras de su virtud. Bien impuesto en todas las disciplinas del saber y graduado en ambos Derechos, regresa a su patria.

La fama de su erudición y piedad, le atrae luego la admiración unánime. El mismo Primado de Inglaterra, San Edmundo, le otorga su amistad y, con ella, la Cancillería de la Iglesia de Cantorbery. Más aún: convencido de que es un santo, le consulta en los más graves negocios y, sobre todo, en el conflicto de la elección de los obispos, que dificulta las relaciones entre el Primado y Enrique III. Y cuando el Arzobispo se ve obligado a expatriarse, el Canciller, fiel hasta la muerte, le acompaña al destierro y se retrae con él en la abadía de Pontigny, al otro lado del Canal de la Mandha.

En 1240 muere San Edmundo abrumado de penas morales. Ricardo queda solo. También él ha sufrido procesos e inquietudes terribles por causa de la justicia y de la libertad, pero le alienta un ideal sublime que le ha sostenido en las horas amargas: llegar a ser sacerdote.

Un año después florecen sus sueños en Orleáns y retorna a Inglaterra con la esperanza de un apacible apostolado. Las alegrías del sacerdocio le han hecho olvidar por un momento su destino de lucha. Luego vendrá a recordárselo la dura realidad...

Tres años de labor callada y fecunda al frente de la parroquia de Deal han sido suficientes para ponerle una vez más en evidencia. Y en 1244 el arzobispo Bonifacio coloca en sus manos el báculo pastoral de Chichester.

Otra vez en la palestra. El combate, que empieza con sones de tragedia, acabará en apoteosis triunfal.

Enrique III tiene muchas prevenciones contra el antiguo Canciller de San Edmundo, para estar de acuerdo con su elección. En consecuencia, no sólo se niega a reconocerla, sino que muestra su desagrado apoderándose de las rentas de la sede de Chichester. Pero el Obispo tampoco es hombre que se arredre cuando está de por medio la justicia. Una y mil veces se presenta ante el Monarca y reclama valientemente sus derechos en nombre de Dios y de los pobres. Firme como la encina, ni se doblega por los airecillos de los halagos ni por los huracanes de las persecuciones, porque cifra en Dios su esperanza. El Rey le desprecia y persiste en su injusticia. Son tres años de vejámenes, de insolencias, de ofensas; tres años de penurias y estrecheces en los que, para permanecer fiel a su deber, tiene que someterse a una vida harto rara y peregrina para un obispo. Y a sus fatigas y sinsabores personales —¡oh el fuego de la caridad!— se junta la pena moral de no poder aliviar al prójimo.

Por fin Roma dirime el pleito y el Monarca se ve obligado a reconocer a Ricardo para no incurrir en excomunión. La fe, el sacrificio, el amor a la justicia y a la verdad han sazonado en el más espléndido triunfo.

Pocos años más y la muerte de los bienaventurados —embajadora de su felicidad— vendrá a nimbar de gloria esta existencia heroica, cuya entereza y tesón en defender los más sagrados deberes son su mejor apología.

Urbano IV inscribió el nombre de Ricardo en el Catálogo de los Santos, cuando aún no se había borrado de la memoria de los hombres la huella astral de su paso por este mundo.