02 DE ABRIL
SAN FRANCISCO DE PAULA
FUNDADOR (1416-1507)
EN Barcelona hay un «San Francisco de Paula», de Alonso
Cano. Es un precioso lienzo, en cuyo fondo fulge —irreprimible aureola— la
palabra Caridad, empenachada en rayos de fuego; símbolo áureo de una vida
que se ciñe apretadamente a este lema: ¡Gloria a Dios! ¡Caridad para con el prójimo!
La luz de esta existencia se enciende en el hogar de Santiago Martolilla y Viena de Fuscaldo. La ciudad calabresa de Paula se gloría de ser cuna de Francisco. Es una ciudad bendita.
Fruto de gracia debido al valimiento del Patriarca de Asís, a los trece años ingresa en el convento de Cordeleros de la ciudad de San Marcos. Va a cumplir el voto que han hecho sus padres de tenerle un año con los Frailes de San Francisco.
Desde el primer día es pasmo y ejemplaridad para los buenos religiosos. Su precoz santidad, manifestada por una docilidad sin límites, por un rendimiento total, por una pureza angélica, por una penitencia asperísima y por una afectuosa intimidad con Dios, le atrae desde luego la admiración general y le conquista todas las voluntades. Y, a mayor abundamiento, los milagros vienen pronto a acreditar la complacencia con que le mira el Señor.
Pero el año pasó rápidamente, con harto sentimiento de los frailes que ya no acertaban a separarse de su santito. El voto estaba cumplido, y sus padres tampoco quisieron privarse por más tiempo de la compañía de aquel hijo que tanto les honraba. Francisco los acompañó en una romería a Roma, Asís, Loreto y Monte Casino.
Esta peregrinación decide su futuro. El ejemplo de San Benito, que a los catorce años se retira a las soledades de Subiaco, le conmueve en tal forma, que allí mismo formula el propósito de imitarle.
Se había enamorado de la soledad, y hubo que dejarle seguir sus santos impulsos para no violentar el querer divino. En una cueva cercana a Paula permaneció seis años ignorado de todos y entregado a un régimen riguroso de oración, ayunos y asperezas que en nada desmiente las heroicidades de los Pablos, los Antonios, los Hilariones y los Benitos...
A los diecinueve años ya vuela su nombre en alas de la fama, despertando la admiración de ilustres prelados y príncipes poderosos. Desde la milagrosa cesación de la peste que asoló la comarca, su cueva se ha convertido en foco de caridades, a donde acuden confiados los enfermos del alma y los del cuerpo, porque es médico que cura toda humana dolencia.
Pronto se le juntan dos jóvenes, imitadores de su santa locura. Para ellos construye dos celdillas cabe la suya: serán los tres primeros Mínimos. Después, los discípulos afluyen sin cesar y se hace imprescindible la construcción de un amplio monasterio. Pirro —arzobispo de Cosenza— pone la primera piedra. Francisco pondrá las demás a fuerza de milagros...
Lo mismo hace brotar una fuente en un carrascal, que entra en un horno ardiente o resucita a un obrero muerto. Dios le ha concedido un poder universal sobre todos los elementos. Y como el convento de Paula, en la misma atmósfera sobrenatural, surgen los de Paterno —el convento llamado de los milagros—, Spezia y Corigliano.
Luego funda en la isla de Sicilia, a la que arriba en peregrina embarcación: su capa parda tendida sobre las olas. Este hecho maravilloso —comprobado por Sixto IV— da ocasión a que el Pontífice apruebe la nueva Orden con el nombre de Ermitaños de Calabria y elija a Francisco Superior General perpetuo, por Bula del 23 de mayo de 1474.
Durante estos años de increíble actividad no faltan pruebas al joven Fundador; especialmente, por parte de los médicos que ven en él un temible rival. Es un nublado pasajero en su luminosa carrera. Luego, el hombre simple e iletrado vuelve a ser el que resuelve los más intrincados problemas políticos, el que desentraña el enigma del futuro, el benefactor universal que va tejiendo su cadena heroica y misericordiosa, porque, si la humildad es el lema de su estandarte, la caridad es el emblema de su magnánimo corazón.
La fama de santidad del gran Taumaturgo atravesó las fronteras italianas y llegó hasta la Corte de Luis XI de Francia, que agonizaba en el castillo de Plessis-les-Tours.
— ¿Dónde está ese hombre prodigioso? —preguntó el Rey—. Pronto, que me lo traigan. Sólo él puede prolongar mi vida.
Francisco llega, en efecto, pero para decir al Monarca sin ambages:
— Majestad, no hay milagro para vos. Ya que amáis la vida, lo que importa es asegurar la posesión de la verdadera vida: la eterna.
Por una vez entra el Rey en cordura, y muere santamente el 4 de agosto de 1483, en un abatimiento sumiso a los designios del Señor.
Francisco de Paula se quedó en Francia, fundando conventos —también envía a sus hijos a España y Alemania— obrando maravillas y organizando su Orden, pues aún estaba en sazón de «dar gloria a Dios y servir a los hombres».
El día de Viernes Santo de 1507 —2 de abril— coronó Dios su gloriosa y patriarcal vejez con la palma inmarcesible de la inmortalidad.
Seis años más tarde, León X beatificaba solemnísimamente al santo Fundador de los Mínimos.