13 DE ABRIL
SAN HERMENEGILDO
REY Y MÁRTIR (+585)
LA escena trágica y sublime del martirio de San Hermenegildo, halla un intérprete genial en el pintor sevillano Juan de las Roelas —émulo de Ribera, Velázquez y Murillo—, muy celebrado por sus contemporáneos y postergado hoy por un capricho de la crítica. El cuadro en cuestión —el mejor sobre este tema— está en el Museo hispalense. El pintor ve y comprende al Mártir con el espíritu de un poeta del Romancero: lo comprende y lo ve como a un héroe, como a un caballero ideal. Inspirada visión, porque entre los caballeros de nuestra raza, ninguno más grande y simbólico que el Protomártir de la unidad católica de España; nada más bello, más heroico, que esta sangre real, derramada por los tres más altos ideales: Dios, la Patria y la dama...
El drama grandioso de la vida y muerte de San Hermenegildo —el drama nacional por antonomasia— tuvo su origen en una tragedia doméstica. Dos mujeres providencialmente antagónicas, llevan en ella los papeles principales del reparto: Gosvinda, casada en segundas nupcias con Leovigildo, arriana fanática, desalmada, ambiciosa y despótica, caput sceleris —cabecilla del crimen— como la llama el Turonense; e Ingunda, joven esposa de Hermenegildo —hijo mayor del Rey en su primer matrimonio— bella y dulce, católica ferviente, enemiga irreconciliable del Arrianismo, que era la religión oficial.
En el palacio real de Toledo no se habla más que de religión. Los Monarcas están empeñados en hacer apostatar a la princesa Ingunda. Se intenta rebautizarla, pero inútilmente. ¡Por algo es hija de los reyes francos! Un día, la fiera Gosvinda, la mujer sin entrañas se arroja sobre su nuera, la golpea hasta hacerle sangre y, desnuda, manda sumergirla en una piscina arriana. Ingunda, firme en su fe, sufrida y resignada, si despega los labios es sólo para decir: «Me basta con haber sido bautizada una vez. Confieso la Santísima Trinidad en igualdad indivisa».
Pero Hermenegildo, aunque arriano, no puede ver sufrir a su amada esposa. Y, como su padre acaba de nombrarle rey de Sevilla, parte con ella para la Capital de la Bética.
Todo ha sido. providencial. Apenas llegado a Sevilla, Hermenegildo, movido por las insinuaciones y ejemplos de Ingunda y aleccionado por su tío San Leandro, abjura el Arrianismo. Como prueba de su entusiasmo por la Fe católica, manda acuñar unas monedas de oro con su efigie y las palabras de San Pablo: Hæréticum hóminen devita: apártate del hereje.
La noticia ha caído en la corte de Toledo como una bomba. Así diríamos hoy. Leovigildo ve por tierra sus planes de unidad, ve su corona en peligro. Y, mientras se prepara para la lucha, se desfoga bárbaramente en los cristianos, instigado por la cruel Gosvinda. «La persecución que sufren los católicos de España —escribe por estos días San Gregorio de Tours— es horrible: destierro, confiscación de bienes, prisión, azotes, asesinatos, todo lo soportan heroicamente. Una mujer asume la responsabilidad de tantas infamias: Gosyinda, viuda de Atanagildo y casada ahora con el rey Leovigildo».
Y empieza el triste duelo entre el Rey y su hijo, entre el Arrianismo y el Catolicismo, entre la opresión y la inocencia. Leovigildo hace leva contra Hermenegildo, le toma las fortalezas de Cáceres y Mérida y se presenta a las puertas de Sevilla. La Ciudad resiste el sitio durante dos años, al cabo de los cuales, falta de todo y traicionada por los bizantinos, se rinde al Rey. El joven Príncipe se acoge al derecho de asilo, refugiándose en una iglesia: «No vendrá mi padre sobre mí —se dice—. Es un crimen horrendo que el padre mate al hijo o el hijo al padre».
En efecto. Leovigildo no se atreve a violar el templo, pero envía astutamente a su hijo Recaredo, ofreciéndole el perdón. Hermenegildo cae en el lazo. A los besos hipócritas sucede pronto el cálculo frío y alevoso: aherrojado como un vulgar traidor, se le lleva de Córdoba a Toledo, de Toledo a Valencia, de Valencia a Tarragona; siempre rodando por inmundos calabozos. La España Católica sigue atentamente su vía dolorosa. Él se prepara como buen cristiano para el magno y supremo sacrificio. Dios espera su sangre redentora. Un ángel le anuncia el desenlace de la tragedia...
El día de Pascua entró en la prisión un obispo arriano. Venía a ofrecerle la comunión sacrílega. Hermenegildo le señaló la puerta y le dijo con gesto de dignidad ofendida: «Apartaos. No comulgaré con la herejía».
La puerta del calabozo se cerró. Horas después apareció Sisberto —gobernador de la Tarraconense— con órdenes terminantes de Leovigildo. Con él llegó el verdugo. De un hachazo derribó la cabeza del Mártir. Su alma, con alas, voló a Dios.
Apoteosis. El calabozo se ha iluminado con luz celestial. El aire se ha llenado de espíritus bienaventurados, que tocan diversos instrumentos músicos. En medio, aparece la Virgen, en actitud de coronar al Mártir. Tres ángeles velan su sublime éxtasis. En torno, la Iglesia reza. España reza también. Más allá, en lontananza, se vislumbra el triunfo del tercer Concilio toledano, broche áureo de la unidad católica que —en sentir de San Gregorio Magno— no se hubiera logrado sin el generoso sacrificio de Hermenegildo. Estamos en presencia del cuadro que pintó Roelas…